Leandro Vesco

Desconocida Buenos Aires. Escapadas soñadas


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la atención. Mis obras casi siempre van acompañadas de estos caminos de tierra”, refiere Ángeles. Esas venas de polvo y barro, el cielo desnudo de nubes, cubierto de colores, el manso y poderoso despertar del sol. La cigüeña, el jilguero, el cuis curioso a un costado del camino, ese mundo que habita en estas huellas solitarias, bajo la mirada de Lynch.

      “Es importante pintar la ruralidad porque muchos de esos paisajes se están perdiendo. Por eso me gustan tanto los ranchos, las pulperías y los almacenes que el día de mañana pueden desaparecer”, comenta. Ahí la importancia de su arte, de aquello que puede no estar y que queda, inmortal, en sus telas. Lo que ya es difícil de hallar en las ciudades: una mirada, el ladrillo y el cielo puro, todo esto –que es pequeño y grande a la vez– se ve en su obra que rescata el silencio.

      “Un mostrador de almacén me hace volar en el tiempo. Ese aire de campo, el olor a madera vieja que le da calidez al lugar. Me dan ganas de llevármelo a mi casa. Las esquinas pulperas son mi perdición, cada vez que me encuentro con alguna no puedo dejar de mirarla, retengo la imagen en mi cabeza para llevarla a mis telas”, describe sus obsesiones.

      “Los silencios del campo, nada más lindo. Crecí allí y siempre me gustó ese silencio para escuchar la naturaleza, el viento, los animales, los grillos a la noche”, completa.

      Ángeles pinta su aldea y el mundo quiere verla. Ese encanto de nuestros caminos y la soledad de una tranquera, el trigo dorado, el brillo de las botellas en una estantería. Nuestra magia atrae. En Areco hay un portal al corazón de Argentina. Las obras de esta artista increíble, con una mirada que vuelve la esperanza al arte más criollo, tuvo una invitación que marcó su vida: desde el Museo del Louvre (Francia) la convocaron para que llevara nuestro corazón en las pulperías, las esquinas de campo, las huellas de tierra y la belleza de nuestra naturaleza. Expuso allí, a la vista del mundo entero.

      “Mi arte transmite calma, paz. Me hace feliz mirar mis cuadros y sentir que me genera eso a mí y también a los demás”, concluye la joven y talentosa artista de Areco. + info: para ver su obra y comprarla comunicarse con [email protected]

      Areco tiene la mejor oferta de estancias abiertas al turismo rural. La experiencia de vivir la dinámica del campo con sus tradiciones y costumbres es posible y recomendable. Es un lugar único en el país. Muchos turistas vienen a Argentina solo para visitar estas estancias. Dentro del pueblo se halla el alma del sentir criollo. Sus casas con fachadas antiguas, la plaza, la iglesia y las veredas angostas. El pueblo tiene movida y está bueno ser parte de ella. La mejor manera de vivir algunos días en Areco es cerca de sus bares y restaurantes. Un hotel clásico es el Dragui. Tiene 9 habitaciones amplias y cómodas, alojamiento práctico y elegante dentro del casco antiguo de San Antonio de Areco. Los detalles están cuidados. Son esos hoteles de pueblo donde la pulcritud es ley, el hecho de que la familia esté al frente del emprendimiento genera amabilidad y seguridad. Las habitaciones dan a un coqueto jardín que “invita al huésped al descanso en un ambiente de tranquilidad, disfrutando de su piscina y fuente de agua”. Un detalle curioso que alegra es una rutina temporal que deseamos que no termine: todas las mañanas se sirve un desayuno continental, verdadero. Se destacan las variedades de pan recién horneado, budines, fiambres, quesos de los pagos arequenses, mermeladas caseras y una lista interminable y deliciosa de pequeños logros pasteleros que provocan felicidad al comienzo del día. “Un hotel ideal para conocer e impregnarse de la cultura local”, aseguran los Dragui. + info: www.hoteldraghi.com / Instagram: hotel_draghi_

      Bar de Bessonart, el boliche de don Segundo Sombra

       San Antonio de Areco

      

      “Para mí el bar significa todo. Mi padre trabajó aquí hasta el último día, él quería que esto siguiera”, con esta afirmación, Augusto Bessonart, argumenta su presencia en este bar tradicional donde los clientes son parte de una familia que se encuentra en el bicentenario mostrador que huele a amistad e historia. “Este bar es pueblo”, dirá un parroquiano. Hace doscientos años que esta esquina inclinada es sinónimo de tradición. Si Areco es un pueblo gaucho, el boliche de Bessonart es la postal ideal y única de ese sentir.

      Asombra y conmueve entrar. Las estanterías están atiborradas de botellas sin abrir de aperitivos, licores y cañas de hace más de un siglo. A esto se le suman alpargatas, una colección de sifones, vasos y elementos propios de la vida del siglo pasado cuando todos vivíamos más felices. Todo está intacto. Las mesas y sillas de metal, con más de seis décadas. Una heladera Siam original que aún enfría con temperaturas polares. El salón es amplio. Enseguida se siente la comodidad. Augusto y su hijo Evaristo atienden. El segundo tiene 16 años, pero desde que tiene memoria ayuda a su padre, igual que el primero lo hacía con el suyo.

      “Siento un gran orgullo al trabajar junto a él, el bar no tiene que morir nunca”, dirá Evaristo preparando tragos y hablando como si tuviera mil años. El muchacho tiene futuro.

      Las mesas cercanas a la puerta de la ochava son ocupadas por los clientes más longevos o por aquellos que tienen muchas noches. Aquí la fama se mide así. Allí está la famosa “Mesa bomba”, porque nadie sabe cuál será el primero en reventar. Elementos nobles en un mundo donde la lealtad y la amistad son los pilares que lo sostienen todo. Al fondo del boliche suelen ir los turistas, todos son muy bien recibidos. Sorprende cómo los jóvenes y adultos, varones y mujeres, conviven en una emotiva concordia. “El mostrador es el que atrae, junto con el fernet. Acá lo servimos de una manera especial”, advierte Augusto.

      San Antonio de Areco es conocido por sus boliches criollos. Alrededor de la plaza y en las calles cercanas (Bessonart está a una cuadra) están los más tradicionales. Es posible hacer un circuito para sacar la conclusión que adelantan los locales: ninguno es como Bessonart. “Acá la gente viene a encontrarse. Llegás solo y siempre hay un amigo, y si no, te lo hacés”, afirma Augusto. Este es el espíritu del bar. Afuera, queda el mundo y sus tiempos. Aquí adentro, las anchas paredes de 60 centímetros asentadas con barro son la armadura inquebrantable que solo deja pasar las sonrisas y el buen humor.

      El boliche tiene 200 años y hace más de 100 que fue almacén de ramos generales. Desde aquí salían las carretas cargadas de mercadería para abastecer a las estancias. Los mayordomos venían a hacer el pedido y aprovechaban su armado para tomarse alguna copa. También venían para buscar gauchos para trabajar. “Mi abuelo Ricardo Bessonart y su familia vivían en el campo y vendían verduras, huevo, leche, de todo en un carro tirado por caballos, por las calles del pueblo. En 1951 alquilaron es­te viejo almacén y se vinieron a vivir al mismo lugar. Desde ese año, es­tamos acá”, reafirma Augusto, tercera generación.

      En 1994 muere su padre, Coco Bessonart, personaje muy querido por el pueblo. Tenía una bicicleta con una canasta y ahí repartía los pedidos. “La gente le tenía tanta confianza que le daba las llaves de las casas. Él entraba y les dejaba la mercadería ordenada en las alacenas”, afirma Augusto. Otros tiempos, pero la misma sangre corre por sus venas. A los 18 años se hizo cargo del mostrador.

      La mitad del salón era almacén y, una pequeña parte, boliche. En 2004 el paso del tiempo acusó recibo. La esquina, que se construyó inclinada, tenía daños estructurales. Desde la Municipalidad tenían una brillante idea: demolerla. Augusto tenía una mejor. Contrató a un estudio de arquitectos y ellos hicieron un proyecto de recuperación integral de todo el edificio de dos plantas. Cuatro años estuvo cerrado. En 2008, reabrió como bar o boliche, como le dicen en Areco. Una lenta y alegre procesión de amigos entra todos los días.

      “Somos una parte esencial del pueblo”, confiesa. Tiene razón. La charla que comienza en el mostrador sigue en el salón y continúa en la vereda. Nadie detiene la felicidad. Le queda mucha vida a Augusto, pero su hijo Evaristo, desde temprano, agarró la posta. Hay Bessonart