fondo, a dos carrillos, gruñía un horno encendido. Al lado de este ogro, cobijada por un sauce corpulento y retorcido, humeando, mostraba sus adobes y calaminas el rancho de la vieja Pistolas, donde tenían su pensión los canteros del cerro. El sargento Ovalle atravesó una cerca de alambres de púas. Había en su conciencia ahora un oscuro terror. Su crisis apacentaba de la agonía de su yo íntimo frente a los valores morales, sociales, confusos, que iban lamiendo y bañando su alma, como una perra pariendo lame limando a su recién nacido. La parte más noble de Chile vive fuera de la ley, porque no vive su ley y la teme. Los otros se hicieron su ley, amparando bajo ella su mediocridad. Hacen cumplir al pueblo algo que no conoce el pueblo, ajeno al pueblo, sin su deseo. Ahora esa red de tiranía está goteando el moho de su carcoma. ¡Pues bien, que se pudra!
Bajo el emparrado, conversaban y tomaban café dos parroquianos canteros: el fraile Horacio y el rey Humberto.
El sargento Ovalle se introdujo en el rancho por detrás de las casas. Una vieja, pequeña y enteca, pero de recio carácter varonil, lo recibió zalamera. Conocía Ovalle a la vieja Pistolas desde muchos años en vida del finado. Ambos recordaban siempre el asalto de que habían sido objeto la vieja Pistolas y su difunto marido.
–Creyeron rico a Eulalio por el despacho y el depósito de vinos que trabajábamos. A mí me dejaron por muerta. Pero pronto sanaron mis heridas. –y ahora ahí en el cinto cargaba su pistola. Y su puntería era escogida. Bien lo sabían los hombres cuando se picaba de trago la vieja. Entonces, a balazos, le arrancaba el cigarrillo de la jeta, como una prueba de cariño, al parroquiano mozo, que por macho admiraba la vieja, sin quererlo para ella, porque en el decir de todos, la vieja había sido sólo de su marido. Y era garbosa, a mujeriegas en su alazano, no como las gringas que, a horcajadas, muerden el lomo del caballo, cuando iba de compras al poblado. Y sin menoscabarse, disfrutaba de la simpatía de las gentes, cómica con sus botines de hombre y su sombrero calañés, atravesado sobre su pequeña moña encanecida.
–¡Un caldo de cabeza, que eso engorda, para don Pedro! –ordenó a la cocinera. Y ella misma, la vieja Pistolas, sirvió unos matecitos de chicha para el sargento y para ella.
En la otra pieza, en el dormitorio de la vieja, alguien arrancó una risotada al arpa dormida. Acaso la Chenda, muchacha que habían regalado, pequeñita, unos pobres inquilinos a la vieja, para consuelo de su soledad y que tan graciosamente pulsaba la alegría de los rudos canteros.
Sorbiendo su caldo, Ovalle contemplaba el cerro pajizo de pasto, cuyo vientre mostraba la profunda herida de la cantera. Los faldeos, cultivados a trozos, y en lo alto, vestido de espinos y pinos. Al otro lado del San Cristóbal, el río Mapocho, como un cristal detenido entre piedras. Más lejos, el Manquehue, duro de uñas y huellas. Después, diose a mirar de reojo a los parroquianos canteros y a escuchar su habla sabrosa.
II
El fraile Horacio y el rey Humberto, platicando cosas de la vida, bebían y fumaban. Alguna historia que relataba Horacio hizo soltar una carcajada bigotuda y de recios dientes amarillos al rey Humberto. Le había dicho Horacio:
–Al gordito burgués, a ése que se estaba construyendo un mausoleo en el Cementerio General y requirió de mí dos ángeles labrados en piedra, le gustan las tunas. ¡Carajo... Quería que tú, Humberto, le echaras el resuello por la nuca!
El rey Humberto reía a carcajadas, sacudiendo sus poderosos hombros. ¡Qué excelente macho! Las mujeres se ponían babosas de ganas. Haciéndoseles agua, se mojaban todas. Era de esos hijos rubios que suele dar el campo chileno, erguidos de sangre goda. Y se daba mañas el rey. Conocía su tierra: los rincones de campo, los minerales, la pampa salitrera, las estancias magallánicas. Y en todas partes retoñaba un corazón con los recios golpes de su sangre. ¡Vaya con su fatalidad!
–¡No te chinchocees con el rey Humberto, niña –le decía la vieja Pistolas a la Chenda–; mira que nadie te despinta el huacho! Se va a lo facilcito no más; él planta la lechuga y los tontos se comen la ensalá.
–No te vayay a creer, Horacio –respondió el rey, secándose las lágrimas de su risa–; esos jutres buscan a los delincuentes. ¡Era tan redisimulao el capón! Pero al descuido meneaba la cuna pa despertarme el niño. ¡Este roto no está pa trancar maricones, amigo!
Por el camino venía el casero, todo vestido de blanco, guiando su mula torda de árgüenas repletas de mariscos y pescados.
–¡Eh, Rey, choros, el manjar de los dioses!
Jueves, viernes, sábados santos, los choros llegan al mercado con sus lentos pies oceánicos; bivalvos, fundidas sus conchas en metales antiguos, color negro-rojizo, como cascos de barcos.
–¡Rey, tú eres Ganímedes, perdona la comparanza, y vas a escanciarme el vino de los dioses, vinillo blanco, vinillo blanco, para ahogarlos en una dulce muerte, aromosa de viñedos! ¡Amarillos los choros gordos! ¡Negros los choros gordos! ¡Caquita-légamo, sus barros sagrados!
Llevándose el índice a los labios, recogiose Horacio en sí mismo, y en su apostura de fraile, bendijo al ángel de los mariscos; luego, fue depositando, uno por uno, hasta cuatro docenas de choros, sobre una mesa de cubierta de mármol quebrado. Triscaban los pies del choro contra el mármol.
–¡Ah, están vivitos! Los muertos entreabren las valvas, como sus piernas la hembra borracha –y los golpeaba a todos con el filo de su puñal.
Los que habían bostezado de fastidio en el cesto, heridos, cerraban a morir sus conchas, sin tobillos, los pies desamparados.
–¡Oremus, o Rege!:
Choro crudo con limón,
Choritos en salsa verde.
Sopa de choros,
Choros con arroz,
Choros asados en la concha.
In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amén.
–Este está lamadito, Rey –dijo Horacio, abriendo un hermoso choro dorado. Y en verdad, una lamita pintaba de un verde puro y encendido la amarilla carne.
–Es un pelecípodo, Rey, es decir, pie en forma de hacha. Su noble tubo digestivo –sine malitia–, resbala medio a medio de su corazón.
Penetrado el cuerpo del molusco, herida su entraña por el acero del corvo, soltó las valvas herméticas, deshecho en aguas como un sexo.
–¿Ves? ¡Su manojito de pendejos, y luego aquí el clítoris, la carne papilosa! –estrujó el jugo verde de un coquito de limón, y la carne se puso blancuzca. Lo despegó entero de la concha hasta el callito delicioso, y bebiose el jugo salobre y ligeramente amargo –voluptuoso– entre sus bigotes empapados. Se sorbió el choro entero. Crujía la carne cruda. Crujía el ávido diente.
–¡Ah, Rey, Rey, un suave y dulce anhelo de morir se siente! ¡Rey, Rey, he cogido la eternidad!
–¡Mira, Horacio –dijo la vieja Pistolas, reteniendo en la sumida caverna de su boca, la bombilla de su mate–. Vos gozay tanto cuando comís choro crúo, que no te fijay, niño! ¡Mira, si tenís el marrueco mojao! –y se quedó tan seria la vieja. Y todos soltaron la carcajada. La Chenda, con chapitas de rubor entre sus trenzas.
III
El sargento Ovalle fundió su ánimo en el ánima de la comilona. Acabose de reír en el corral, y atraído por la saliva de su boca, imantada de zumos de limón, codiciosa de mariscos, se llegó a Horacio y le pidió humildemente que lo admitiese en la cruda merienda.
–¡Déjeme, Horacio, darle palpitaciones a la lengua!
Horacio, sonriendo, lo bendijo. Concretándose todos ellos al goce crudo deleitoso. Horacio abría choro y choro, les estrujaba limón, mojados sus peludos y morenos dedos. Holgado de hartura, sentose, las piernas abiertas y estiradas, apoyando la cabeza en el respaldo