Juan Gualberto Godoy

Narrativa completa. Juan Godoy


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de triunfo para los gringos. Sonó la campanilla del juez. Se batía ahora el Lenguaraz, el gallo de don Amaranto. Todo sería igual. Lo mismo con el de Trincado. Y un deseo incontenible de venganza recaló en su pecho. Salió al camino.

      Se hinchaban de dinero los canallas. Perdió también el Lenguaraz. El de Trincado y el de Monardes. Los galleros bebían aturdidos. ¡Ah, si siquiera ganara un solo gallo!

      De pronto, enmudeció atónito el reñidero. El sargento Ovalle volvía, hecho otro hombre, con el más espantoso gallo del país. Se había encontrado a sí mismo, sin zozobra. Lo adquirió de manos de un huaso que venía por el camino a la sazón. A cualquier precio. Le quedaban sólo algunos pesos, su comida del mes y la de su familia. Consiguió algunos préstamos de galleros que ayudaron su designio, y soltó el gallo en la arena.

      –¡Seis libras y seiscientos pesos! –gritó desafiante.

      El gallo bruto cayó de media costilla, a pasitos cortos, rijosos. La cresta enorme, de largas mollejas flotantes; las patas escamosas, con calzones de plumas; las estacas como astas de buey embotadas. Era de un rojo de llamas. El gallo hizo la rueda a quizás qué gallina de sus sueños. Levantó una nube de polvo. El ala al borde de la pata; las patas agarradas a la tierra. Se oliscaba olor de macho de la región. Alguien creyó oír como un tañer de cuecas y tintineo viril de rodajas triunfadoras. Las mollejas flameaban pañuelos encendidos.

      En el alma del sargento, la ironía grotesca de la venganza, bañábase de un cálido amor de la tierra que despertaba el gallo en el corazón de los galleros chilenos, recogidos de silencio. Después hacían bromas sobre el gallo.

      –Y d’ey –habló Trincado–, déjenlo no más. Es un gusto. El sargento quiere perder su plata.

      Los galleros rubios ríen y ríen, y no se les cae la pavesa a sus cigarrillos. Ellos complacen al sargento, ¿por qué no? El sargento bromea, ¿eh? Ellos quieren agradar. Complacen a todo el mundo; pero... ¿sabe? ¡Bah, al fin y al cabo y como siempre, nos llevaremos el dinero!

      Los galleros alargan sus cuellos, viendo de picarse. La encendida gorguera del bruto, de largas plumas erizadas, de un rubio rojizo y retostado, ocultaba el pescuezo, volteado como un látigo. Las mollejas eran barbas de coral, zarcillos de gitano o revuelo de vistoso poncho.

      El cenizo de los gringos lo miraba clavado en su sitio, alargado el cuello bobo.

      –¡Quinientos pesos al gallo bruto! –gritó Abelardo, soltando la carcajada.

      –¡Cincuenta pesos secos! –exclamó el futre Matías estremecido.

      Pero el gallo de pelea se quedó con el cuello alargado y los ojos fijos en el gallo bruto.

      –¡Se chupó!

      ¡¡¡Se chupó!!! –gritaron los galleros. Y arremete un remolino de patas, picos, alas, plumas. El gallo de pelea, el de los rubios galleros impasibles, salió huyendo del redondel, cloqueando, cloqueando: «cao, cao, cao».

      –Ido el gallo cenizo, señores –dijo el juez calmosamente.

      El sargento recogió su gallo, heridor hirviente de músculos, con vivo ademán. Lo cogió del velludo pecho, llevándolo a su cuerpo, peinando el brillo de fuego de sus plumas.

      –Los gallos brutos son como los huasos: tienen la arremetida no más. ¿No lo sabrían los gringos? –soltó el sargento un chorro de risa quisquillosa–.

      No se le escapó a este roto.

      Encaróse a los yanquis:

      –¡Místeres, también los gallos andan viendo visiones! ¡Mozo, empanadas y chicha para todos! ¡Yo pago! ¡Salud!

      Tiró a lo alto su sombrero de anchas alas, hacia el cielo libre.

       II

      Hogueras de musgo seco erizaban su fuego en las crestas de los cerros cercanos. La pata de la espesa sombra, escamosa de estrellas, blandía la luna, espuela de azulosa plata.

      A la hora de la fresca, el viento arrancó el cabello al sol, dejándolo calvo y mondo, buscando a un hombre dentro de sí mismo, tiritando. El horizonte irguió más tarde, rojiza frontera de rescoldo. Escupió la pajita de su ojo, y quedó limpio el cielo, llenándose de un rebaño de tinieblas ramoneando.

      El sargento Ovalle salió borracho del reñidero.

      –¡Déjame besar tus pensamientos! –dijo, y besó en la frente al futre Matías. Besó una copa azulosa de plata bocona.

      Matías llevaba el volante en sus manos delgadas y finas. Pálidas. Los árboles bostezaban esparrancándose en las sombras, y escuchaban la voz mellada y filuda del sargento Ovalle:

      Todos me dicen no seas leso;

      búscate novia y te casas ya,

      y a mí estas cosas me dan vergüenza

      por una corta genialidad.

      En los cajones venían los gallos muertos. Deshechos. Los picos espesos de coágulos.

      El bruto picoteaba la alfombra persa. Cantó con extraña alegría. Y escarbaba.

      Trincado y Monardes, el futre Matías, Augusto y Abelardo, iban todos a casa del sargento. Se comerían al gallo bruto, y también los gallos muertos. Nadie pensó enterrarlos si vivían en su historia. El sargento había pasado noches en vela cuando el Condorito, pollón aún, estuvo enfermo de muerte. Ahora se lo comería simplemente. Vivía en su alma. Era en él.

      –¡Ah, todos somos desgraciados, Matías, porque venimos de vientre de mujer. Los huachos que no conocen madre, como no saben de dónde salieron, entran en todas partes, sí, Matías!

      Para el sargento sería un huacho especialmente don Juan.

      El pavimento escurre río de luces.

      Vistosos, luminosos, como peces pintados, guiñan los anuncios al viandante, en la ciudad silenciosa, conventual. Graniza; rutila el arbolado denso sobre los cauces. En el fondo de una tumba se divierten los hombres con sus entrañas. Los rieles retuercen sus piececitos azules y fríos. Rojizas las sombras de los parques, chamuscadas de besos, de sexos, de bocas. En el cerro Blanco, hay rebaño de cabritas. En el Oriente, gruta de carne derrama su piel musgosa y blanca.

       * *

      –¡Menche, hija, me rompí el alma! –gimió el sargento caído de bruces en el vano de la puerta.

      Amarillaba de luz el cuarto. Luz de lámpara.

      En el brasero hervían ollas limpias, saltadas, azules. Wanda se tejía una bufanda verde de seda partida; caería en cascadas sobre su pecho. Gaviotas pescando en el mar. Eulogio repasaba su música. Y Mercedes, la mujer del sargento Ovalle, menuda, bonita, ajada, cruza la habitación despavorida, con ágiles piernas bajo el vestido suelto, rameado.

      –¡Pedro! –exclama temblando.

      –¡Ay, hija, me rompí el alma!

      Mercedes y el futre Matías ayudaron a ponerse de pie al sargento. El sargento gira sus ojos en las órbitas. Mira a su mujer y al futre Matías. Matías ríe con su diente de oro tenebroso.

      Entran los galleros con sus cajones cuajados de estrellas y sus cajones de mimbre. Sacan los gallos muertos y los arrojan sobre la mesa de la cocina. Ovalle coge su gallo bruto, describiendo con él un arco de fuego en el aire.

      –Para mí, bisteques de la molleja y de la cresta. Venga también para mí la morita de la sangre.

      Abrió su cortaplumas y le entregó el gallo a Abelardo, quien le cruzó las alas, y maniató las patas, de las espuelas. Eulogio trajo un azafate con un puñadito de sal. La hoja de acero brillaba lamida de luz helada y delgada. El sargento cogió de la cabeza al gallo. Apartó las plumas de la golilla, y comenzó a degollarlo pausadamente. Chorro de