Juan Gualberto Godoy

Narrativa completa. Juan Godoy


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él mismo, escondiéndose en el fondo de la casa cuando iban a comprarlo unos marineros holandeses.

      –¿Quién es la madre del chico? –dijo uno de los marineros. Parecía una brasa entre los carbones de la familia; y pensaban hacer de él un hombre. Pero ya estaba apegado a la tierra. Es un sensual. Sin duda, no se merecía las buenas intenciones de los marineros holandeses».

      Agarró de un brazo él, Edmundo, ahora, a la otra muchacha. Quería bailar, y soltó también los pesos fuertes de su carcajada. Dócil, la mujer se dejó llevar como una chicuela por su patrón. Estaba manchado de Augusto, y escupía la misma risa.

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      Duros, largos, gordos, goterones de lluvia. Un olor de sexo exhalaba el cuerpo moreno de la tierra.

       Riñas de gallos

       I

      Estrujaba sus senos como racimos de luz el alba arrebujada de montañas. Hila sus mieles rubias espumando en el estero y el maizal, en alamedas y nogueras, en el verde aceituna de los paltos, los castaños y el olivar, en naranjos de raíces bermejas, agarradas al corazón mismo de los muertos, y el pastizal donde cayeron todas las estrellas, en los labios morenos de los surcos. Las diucas picoteaban su rocío, y los zorzales, en las higueras, la gota de miel que guardan los higos maduros en su carne con papilas de sexo. Madura de intuiciones la tierra, ávida, ardiente, borracha, la baña de su semen el sol.

      –¡Condoriito, Condoriiitooo! –grita el gallero. Su paso es castizo y corto, alzando los talones y la rodilla, despabilándose en los gérmenes vivificantes de la mañana. Un tiuque voraz cruza el espacio de cielo derramado, con alas húmedas de sol. Los gallos gimen en la gallera crueles nostalgias de vuelo al paso del ave rapaz. Avanzan con paso lento en sus jaulas. Tuercen las cabezas delgadas, vivos los ojos, de un lado a otro lado, como si escucharan el raudal espumoso del viento en la cauda del ave de surco, de afilado pico corvo. Picotean un poco de maíz de la merienda pasada, y estremecen la cuncuna multicolor de sus cuellos de recortada golilla. Escarban. Malatoas, giroscenizos, cenizospintos, colorados, castellanos, girosrenegridos. Se asustan. Baten potentes las alas. Cantan. Gorjean las agallas rojas tonos desgarrados. Beben agua.

      El Condorito yanta su trigo candeal remojado, y bebe el agüita de este trigo de mucho fósforo. Se queda de pronto, tragando, ensimismado. Inmóvil. Se pilla estático, mira en torno, asustado, su mundo circundante. Lo reconoce. Y vuelve a pasear en la java. Es cenizopinto. Su dueño, el sargento Ovalle, lo pelearía aquella tarde.

      Y el Sargento, aquel girorrenegrido –también de Ovalle–, aguza el pico en tronco de maitén y sigue a la gallina assel. Y la cubre. Ella se sacude, erizando sus plumas de un rucio malatoa, esponjada y fecunda.

      Tres veces te lo pedí;

      no me lo quisiste dar;

      dame siquiera a probar

      a ver qué tal lo tenís.

      La carcajada del gallero riza el vivo cristal del aire. Augusto le hace castañuelas con los dedos al Condorito.

      –¡Ah, canalla! Te repasaré las plumas.

      Cogió al gallo como quien coge una joya. Le extendió las alas cenizaspintas. Alzole el ramillete tornasolado de la cola, y soplolo.

      –¡Quinientos pesos al japonés! ¡Qué ricas patas!

      Mojándose de saliva los dedos, enhebra la aguja, le recompone las alas al Condorito, que era el tiempo de la pelecha, de la caída de la pluma, a fines de la temporada de riñas.

      –¡Bah, ganando el gallo, no le hace! –le correspondía al gallero la quinta parte del premio de los gallos que él presentara en la rueda; la décima, a la cancha.

      Aquella tarde justamente. Extraordinaria contienda para los galleros de Santiago y de la nación toda. Habían venido unos extranjeros, en gira a lo largo del país, con gallos de la mejor ascendencia: Warold grandotes, resistentes, fieros; espigados asiles, huesudos y nervudos, gallos salvajes de la India.

      De todo el país, llegaron delegaciones, hombres con cajones de madera cuajados de estrellas, maletas de mimbre. Algunos traían hembras para renovar sus crías. Y gallos. De los Andes, de Talca, de San Bernardo. Gallos porteños. De todas partes. De todo peso, porte y color.

      Augusto no había descuidado el método. Quince días distendiose el gallo, holgando. Lo picó luego a cacho forrado. Conocía él ya su estilo de pelea. Y pulioselo. En el torín enarenado de la quinta, lo trabajó sin descanso. Sin tregua. Quince, veinte, treinta minutos. Embravecido, crepitaba de fiereza el gallo en los toreos. Luego la revolada, el otro gallo en la cadera, levantándolo de la pechuga. Metía bien las patas. Firme la caída. Bien granado con trigo candeal.

      Y el Lenguaraz, gallo de don Amaranto. Y el Chercán, el de Trincado. Y el Peuco, de Monardes.

      Un día le llevó un gallo, Abelardo, gallero flaquito y chiquito. Callado.

      –No le hace, don. Lléveselo –los gallos tenían que ser buenos.

      –Me dejó frío, ¿sabe?

      –¡Aaah! –y se fue Abelardo chasqueado.

      Augusto era uno de los pocos galleros que habían hecho de los gallos su profesión. En verdad, los dulces los trabajaba su mujer. Sin embargo, mantenía como especial rito el darle el punto a los caldos.

      Requirió su cajita de cachos. Algodón y colapís. Y un cortaplumas. Puso cacho nuevo. Bota de cabritilla. Abrazaderas para la firmeza. Todo estaba bien. Bañoles de aguardiente la cabeza, la carne roja y nervuda, bajo el abanico del ala extendida; los muslos machos, las patas escamosas de musulmana estaca. Les suavizaba las plumas, pasándoles la mano por el espinazo hasta la cola, como peinándolos. Desató un brillo de joyas. Todo iba bien.

       * *

      Augusto había almorzado ya. Probó el té. Estaba caliente. Lo revolvió con calma, derramando líquido turbio de la cuchara colmada. Bebió una última gota de vino y vació en la taza el resto del vaso. Probó el té. Lo tomó de un trago. Y encendió un «Intimidad» cabeceado. Sentíase muy satisfecho. Se arrebujó con el humo de su cigarro para dormir, balanceando el pie de su pierna montada. El movimiento fue cada vez más lento. Quedose inmóvil.

      Luz Dina rallaba unos choclos cuya masa liuda, espesa y lechosa, de olor astringente, caía en un lebrillo de greda.

      Despertó bruscamente el gallero. Un automóvil cansino se detuvo en seco junto a la puerta. Resopló el motor con todos sus caballos. La bocina rasgó la somnolencia del aire amorrado de sol brumoso. Luego el ruido seco de las puertas del coche, cerradas bruscamente. Triscar de pasos. Cruje el mimbre de las maletas galleras, y los cajones con estrellas roman sus aristas en los adobes y las piedras de la acera. Vocerío de los hombres, sus carcajadas. Les abrió Luz Dina.

      –¡Eso no es más que una rica cazuela! –y reían del gallo de Abelardo.

      Entran todos, uno por uno, gravemente, en la pieza del gallero. Se acercaba la hora. Jugadores, galleros. Aficionados al viril deporte. Deporte de iniciados. Extraño. De cárdenos goces inéditos. Deporte de los reyes. Una nube de polvo de la calleja entró por la puerta entornada, deflocando sus copos de plata.

      –¡Cancha, cancha, mucha cancha! ¿Un goto de vin? –cerró Augusto la puerta de madera podrida. Cogió su damajuanita de doble y medio y sirvió vino en tazas, jarros, vasos. Bebieron todos. Chascaron sus lenguas el otoño. Se miraron a los ojos y en el pensamiento: buen blanquillo moscatel.