Juan Gualberto Godoy

Narrativa completa. Juan Godoy


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qué? –sorprendióse Edmundo, saliendo de sí mismo. Y Ñico, aquel mozo carretonero, capaz de reventar a un hombre con un dedo, le hizo una mueca para que mirase. Carretones areneros boca arriba; las bestias las habían llevado ya a Lo Aránguiz. Los aperos se agrupaban sobre caballetes de roble bajo un galpón techado de totora, y una humareda de bosta de caballo ardida ennegrecía los corrales, ahuyentaba nubes de zancudos que venían de las vegas, de las viñas, del maizal. Sobre la paja, descansaban, echados, el huacho Arturo y el Caballo Bayo. En un rincón, babeaba su borrachera la Titina, moza pulposa y ligera de cascos. Bebían los hombres y disputaban.

      –¡Mira, huacho, qué grupa, qué alzada tiene la moza!

      –¡Vaya unas nalgas! –y tiraban los naipes.

      –Una vaca me mira

       y un buey me aguaita.

       –Déjalo que te mire:

       será tu taita.

      –¡Sootaa, huacho!

       * *

      –Sí, usted el primero –repitió su decisión el Ñico.

      En verdad, Edmundo había sido el primero. No lo sabían esos borrachos. Aquella muchacha montaraz y riente. Tan graciosa en el decir con los hombres.

      En la cortadura de pencas, la había tumbado Edmundo sobre la yerba. Jadeaban sangrando las bocas de labios carnudos, y sus dientes mordían la pulpa de las lenguas. La espigadilla los miraba desde las tapias con sus pupilas verdes, atardeciendo. En zarzamoras, de cárdeno brillo, quemantes de espinas, hervía una brasa de sol. Las piernas al aire. Piernas morenas, retostadas, de carne reventona que se rasga madurando. Bebían las brisas borregas frescor maduro en la hondonada. Encrespaba su rumor yodado y de resaca verdosa, el cañaveral.

      No… eso… no. Comprendía Edmundo la intención de aquellos hombres. Habían emborrachado a la muchacha, y se disputaban la primacía de gozarla. Con oscura inconsciencia, al divisarlo, se avalanzaban a él, y le ofrecían derecho de pernada.

      Siempre se negó Edmundo a que le tratasen de patrón, no porque no tuviera dinero, sino a causa de sus propias convicciones. Se había esforzado en sacar a esos borrachos de sus estúpidas vidas de bestias de carga, hincando en ellos la rebeldía, mostrándoles sus derechos, arrastrándolos a la lucha.

      Lo rodearon los tres hombres, y esperaban que Edmundo bebiese unos tragos de una sopera saltada, zangoloteando de chicha que le ofrecía, obsequioso, el Bayo, para iniciar sus rijosas complacencias.

      Aquello era horrible. ¡Esos hombres ebrios y repugnantes! Ella les arrojaba lejos de sí, pateándoles el vientre. Y pedía que la dejasen. Los hombres se enardecían. La falda subida, los muslos desnudos, desnudo el sexo, los convidaba ella en su abandono a que gozaran sus curtidas vidas, goce de carne fresca, de mujer precoz, sana y bella.

      Un agradecimiento de macho invadía a Edmundo. Comprendía que esos borrachos no dejarían a su presa. Bebió. Entró al corral. Sacudió a la muchacha, que giró sus alcoholados ojos verdes en las órbitas. Algún pensamiento extraño cruzó en su cerebro que la hizo sonreír. Se abandonó al sueño, y dulcemente, cabecearon sus muslos y se abrieron como valvas de una cajita de joyas.

      Edmundo la puso de pie. Y sin decir palabra la sacó del corral. En los ojos de los hombres brillaba un furor de macho desencadenado.

      Arturo miró a Ñico con mirada de desprecio de sus ojos pitañosos:

      –¡Carajo! ¡Yo no caliento el agua a nadie! ¡Yo también puse pa la chicha! –y agarró del pelo a la muchacha derribándola sobre la paja. Luego sacó su cuchillo, de luz fría y cortante. Y montó a la mujer, retando con la mirada a sus rivales. El Bayo saltó sobre Arturo. Con una estaca le golpeó en la mano arrancándole el cuchillo. Se mancornaron; rodaban por la paja, por la bosta ardida de humos picantes y agrios. La Titina gemía llevándose las manos a la cabeza como si sus cabellos la quemaran. De pronto Ñico cogió a la mujer en sus membrudos brazos de árboles, y huyó por entre los matorrales. La cabellera de la Titina se agitaba con el viento, y sus piernas colgaban abandonadas. Ñico huía hacia el desagüe. Se metió en el agua hasta los muslos. Bañó la cabeza y la cara de la muchacha. Le restregaba los brazos. Y cuando ella abrió los ojos asustada, y se encontró en los brazos de aquel hombre, y sentía el olor extraño que manaba de él, de su agitado pecho, suavemente, dulcemente, cabecearon sus muslos; se abrieron las valvas de su cajita de joyas, y se entregó. Él la besaba, le besaba los pies, le recorría los muslos en un beso succionador y largo.

      –¡Eres mi mujer, eres mía! No sabía lo que tú eras. No te dejaré jamás. No lo sabía, créeme.

      Titina sonreía, al amparo de aquel hombre. Y lo apretaba hacía sí con ojos velados de placer; un crujir del matorral le aguzó a ella el oído, y vio al huacho Arturo y al Bayo que venían. El uno traía su cuchillo y el otro una estaca.

      –¡Mira, Ñico, vienen ésos! –y se arrimaba al cuerpo del mozo como una gata.

      Ñico miró a la mujer. Ya no la deseaba. Podía dejar el campo a esos hombres. Acaso se pelearían allí mismo. Mas hubo en ella una mirada tan tierna hacia él. Era tan suya esa mujer que comprendió que estaría siempre ligado a ella.

      Esperó con calma a sus rivales. El Bayo le gritó:

      –¡Ah, le rompiste la cachá e mote! ¡Aguanta la palá! –y le descargó un terrible golpe sobre el hombro izquierdo, saltando el palo hecho astillas. Se trenzaron a golpes. Por la espalda, se aprestaba ganoso a apuñalearlo Arturo. Una pedrada de la Titina lo derribó por tierra. Se alzó furioso el huacho dispuesto a matarla. Ella se escabullía en torno de los combatientes; pero una terrible bofetada alcanzó al Bayo en la quijada, derribando a Arturo el Bayo en su caída. Ñico los cogió, a uno en cada mano, y les dio cabeza con cabeza. Los arrastró del cuello hasta el desagüe, y los arrojó en la parda corriente del agua.

      Después, con la mujer en sus brazos, se alejó por entre los matorrales hacia el camino. Arturo y el Bayo manoteaban, fluctuando sus cuerpos en el agua cenagosa. Desde entonces, la Titina fue una mujer honrada. Reía como una niña.

      Edmundo los esperaba en el camino. Ñico lo miró avergonzado.

      –No lo sabía –dijo–. Ahora lo sé; es mi mujer –y se la llevó a su rancho.

      Edmundo se sintió muy desgraciado.

       IV

      Se ofreció desarmado a Augusto. «Vive nuestra chilena y broquelada intimidad» –pensaba entonces Edmundo–, guarnecida por una cota de mallas fisiológicas, que absorbe, una esponja, la vibración espiritual del prójimo, a quien acepta o repudia sin mediar nada. La timidez oculta la vida espiritual de estos hombres, y viven con los demás, una vida de superficie, cruzados los aceros de la sátira, esgrimida por la intuición de sus personas, enrojeciendo y penetrándose. Les falta el sentido de la amistad, y se rodean de penumbra para mostrarse profundos, como si temieran ser descubiertos en su vacío de tumbas. Zahieren porque nada tienen, y se acercan a los hombres, recelosos de descubrir algo en ellos y con el inconfesado deseo de saberlos vacíos y mediocres. Si husmean fuerza nueva y desconocida en ti, te asesinan en sus menguadas almas. ¿Cómo podrán ser tus amigos aquellos para quienes serás su perpetua zozobra?

      Augusto quería arrendar el departamento. La madre de Edmundo arrendaba un departamento en aquella época, y confió a su hijo el encargo de cerrar el contrato con el nuevo inquilino.

      –Me quedo con él. Aquí hay veinticinco pesos de seña –asintió el gallero–. Cójalos Ud. –vestía un traje azul, lustroso, y llevaba una caja de madera con manilla de bronce. Su dinero eran pesos fuertes. Parecía dudoso que llevase encima mayor cantidad.

       * *

      Silbó Augusto echando el aire por entre los incisivos apretados, sonriente.

      –Luz Dina, sirve el té.

      Vendía