los cabellos lacios y castaños de su cabezota redonda, rezumosa de sudor como porongo de greda mal curado. Dio recios golpes de contera en el suelo con su bastón de chonta con cacha de pierna de mujer en bronce caliente, furiosos sus ojos comidos de tracoma, verdosos y miopes, y dijo, dirigiéndose al futre Matías:
–¡On Mata, si habla Ud. lo reviento!
Todos miraron al futre Matías. Hombre muy delgado y muy alto, de gran cabeza y grandes ojos saltados. Partido al medio, su pelo negro le caía displicentemente a los lados y hacía muy blanca su tez cetrina. Constantemente se llevaba las manos a los puños de su camisa de seda cruda, acariciando el broche de oro de sus colleras, entrándose los puños en las mangas. Sus zapatos puntudos brillaban como espejos.
–¡Che, qué me va a reventar a mí, che! ¿Los huesos? ¡Ah, cuando me mande los huevos desde Buenos Aires el doctor Quiroga! –todos se consternaron. Aquel doctor era dueño de los últimos ejemplares de los famosos gallos «quebrahuesos». Con cacho forrado, le quebraban el esqueleto a su contrario de un solo palo. Saltaban los sesos hechos chicha.
–Acabaríamos con todas las ruedas –susurró Monardes.
–¡Nada de visiones, señores! ¡Aquí está la realidad! –gritó el sargento irritándose (Este hombre se irritaba cada vez que tomaba la palabra)–. Al Condorito, mi gallo, ponerle firme. Claro que no es el mejor gallo. ¡Ah, si hubiéramos preparado al Sargento! –y dirigiéndose al futre Matías–: Che, en boca cerrada no entran moscas.
–Sí, Matías, sí.
–Sí, on Mata.
–Sí, Matita, sí.
–Sí, señor Matías –Matías miraba los muros desconchados, el cielo de vigas grumosas de hollín, y enrojecía hasta los cabellos.
–Es mi debilidad, che. ¡Bah, no puedo! Se me sale sin querer.
Matías no apostaba jamás. Pero muchos, casi todos, ganaban a causa de él. Le gustaban las riñas de gallos por algo que había en sus propios instintos, y gozaba con los detalles que él sólo cogía. ¡Qué vista la suya! El menor rasguño lo captaba él. Seguía las vicisitudes de la contienda con tal precisión de los hechos que apuntaba al ganador mucho antes que obtuviera la victoria y su canto estentóreo se alzara como oriflama en el reñidero. Pero tenía alma de speaker.
–¡Lo torció el Peuco! –y en verdad, el otro gallo se torcía–. ¡Degollada del Paloma! ¡Lo cegó el Peuco! –y el gallo picoteaba lento en el aire como si cazara un mosquito–. ¡Ganó la pelea! –las apuestas oscilaban con el ritmo de sus palabras. Al salir de la rueda quedaba agotado como si saliera de guillatún, como una machi.
–En el Perú, México y Colombia, en los países del Norte usan navaja, señor Matías. ¿Qué piensa Ud. de eso? –le preguntó Abelardo, el gallero flaquito, chiquito, callado, quedándose silencioso como si otro hubiera hecho la pregunta.
–Nada de medias lunas, Abelardo; eso no es más que una echona para segar pasto, ¿me cree? –rubio alfanje moro afianzado a una pata de cada combatiente.
–¡Guarde, on Matías, que me ofende! –dijo Trincado, cogiendo la alusión, hombre moreno, mediano, agitando los pedruscos de sus puños; desaliñado como un tiuque de la tierra–. Mire que el corvo es pico de cóndor, se le mete a Ud., lo raja, lo destripa y le vacía el vientre. Le tiritan las carnes ¿no?
–¿Es que va el cura don Amaranto a la pelea? –preguntó Monardes a Augusto.
–Sí, va con el chófer, en su auto. Yo le llevaré el gallo, el Lenguaraz. ¡Claro que va de civil!
Entraron en la quinta. La gallera abrió su granada rebosante de gorjeos y cantos, bajo el emparrado y el torrente de frescura de un sauce llorón. Colorados, giroscenizos, castellanos, malatoas, cenizospintos, girosrenegridos. Imposible describir la suavidad y lo delicado en el gallero al coger su gallo entre sus manos curtidas o finas. Cojines blandos en el sentido de la pluma. Cosquilleo de la buchita de aire que adormece el nervio. La mano que lo peina y lo hunde en el cajón gallero o la caja de mimbre. El piso de alfombra persa.
En el cuarto, Luz Dina seguía rallando sus choclos; leche seca escamaba sus brazos morenos. Matías contemplaba de nuevo los muros desconchados y las vigas grumosas de hollín.
–¿Sabe, Augusto, que estamos escupiendo cortito? –dijo Trincado. Los galleros rieron cogidos en su sed. Se bebieron al seco el estribo de las manos morenas de Luz Dina.
El futre Matías requirió el automóvil. Con el zumbido del motor se asustaron los gallos. Echó a andar el vehículo sobre el polvo y los hoyos de la calle. Un gallo cantó en la avenida Chile. «El Condorito» –se dijo Luz Dina, en la puerta, secándose las manos con el delantal. Santa Laura. El Guanaco. Nubarrón de polvo ocultó el cacharro. Sol vidrioso en los ganchos de los árboles y los cogollos. Independencia. San Diego. Para la Gran Avenida. Camino de San Bernardo. Lo Ovalle. Paradero 23. Castaños de rostro untoso. Eucaliptus llenos de la luna de los tísicos. Manzanillones para jugar al amor. Y maravillas del diablo. Allá, en medio, luce el redondel sus banderolas de fiesta, entre los cebollinos.
Todo ello lo sabían las mujeres de los galleros. Y eran crueles en la ausencia de sus hombres. Y temblaban del vientre, por el hambre de los críos. ¡Ah, los gallos a quienes sacrificaban sus hijos los galleros! ¡Maldita pasión!
–¡Te morirás y me he de comer todos tus gallos! –exclamaba en el colmo de la desesperación Mercedes, la mujer del sargento Ovalle. Muertos sus hombres, las mujeres de todos los galleros esperaban comerse los gallos.
–¿Por qué para hacerlo suyo al hombre es preciso que lo desangren?
–exclamaba Augusto el gallero. Veía Augusto en los gallos un símbolo que las habría humillado. Viejas, ensalzarían las beatas el cuello grueso del cura y la cara recién afeitada, tinta de ladrillo fundido.
* *
Paradero 23. El kiosco del reñidero entre los cebollinos. Castaños de untoso rostro. Eucaliptus llenos de luna de los tísicos. Agua rugosa de peñascos. Los pastales y el matorral, las viñas y las vegas, precipitan su verdor a esta agua mustia, peinada de totorales y cola de zorro, en los torrentes espumosos del sauce llorón. Banderolas de la estrella solitaria. Y de estrellas como espigas del granero del mundo.
Las riñas habían empezado.
–Nos tocó el lado del sol –pensaron nuestros galleros. Bajo las galerías yacían caponeras rebosando cacareos y gorjeos. Y las espadas llameantes de los cantos. El reñidero rojo hervía de gente en sus anillos abiertos hacia lo alto. Bocina al cielo de la hornaza. Caían las apuestas de grada en grada. En el ruedo, batíanse gallos menudos, dándose encontrones en el paño rojo del circo. Bebían los galleros, en grandes vasos, chicha cruda. Los yanquis no bebían pero fumaban impasibles. Brotaba el sudor en el rostro de todos. Media hora de pelea y los gallos no se ganaban.
–¡Voy cincuenta pesos a que no se ganan!
–¡Cuarenta al colorao!
El juez, en su caseta, seguía la pelea calmosamente. Relucía su calva socrática. En su faz arada y cetrina arremansábanse todos los vicios que su razón ha vencido. En su cara de viejo macho cabrío. Moriría de pie y conversando. Y sacrificaría un gallo a Esculapio. A su diestra, colgaba la balanza, y con la siniestra mano, cogía un reloj piramidal con péndulo de bronce. Nada le inquietaba. No bebía en su puesto. Ni fumaba. Y no se crea: ni tenía los humores equilibrados.
Se detuvieron los gallos acezando con áspero ronquido de sangre, apuntalando sus cuerpos en el enemigo pecho. Se aprestaban a embestirse; pero el tic-tac del péndulo de bronce los distrajo: uno, dos, tres, cuatro, diez segundos. A los treinta segundos sería tabla la pelea. Pero el malherido buscó a su adversario y le dio un encontronazo, precipitando su propia ruina. Cogiolo el colorado, hirviendo de rabia, y lo clavó en estertores de muerte.
Gruesos fajos de billetes pasaban de mano en mano. Lentamente los perdedores iban a los puestos