Juan Gualberto Godoy

Narrativa completa. Juan Godoy


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de aquel viejo liceo en que hizo sus estudios, fue un aviso económico. Muchos no lo leyeron, otros ni le dieron importancia, algunos reían la risita torcida con que se rehúye a veces a una realidad que muestra los dientes como alambres perros hambrientos. Escribió: «Bachiller en Filosofía con mención en ciencias físicas y matemáticas se ofrece como encerador». Aquello fue como una esquirla de luz arrancada al denso corazón de su destino y al destino de muchos que vegetan, rotos los hilos ideales de anticipación hacia el porvenir, a la sombra de una oficina fiscal o condenados a una eterna inacción… Sus resultados estaban a buena distancia de ser excelentes, aunque en Matemáticas, Castellano y Filosofía, había obtenido notas más que regulares. Iría a Leyes o al Instituto Pedagógico, pues, en cuanto a lo otro, sus aptitudes no eran para mucho esperanzarse. Viose pronto con su papeleta en el bolsillo, y licenciado sin licencia, pisando en falso en el terreno movedizo de un desamparo total. Fuera de sus padres, no conoció a otros parientes, y sin ellos, que le faltaron antes de terminar el último curso, veíase ahora los bártulos revueltos en una pieza sin entablar, de moreno reboque, descascarillados los marcos de la puerta, de una ventana que daba a la hoguera de la cocina, y en cuyo techo, de grandes vigas ahumadas, las arañas tejían sus artificiosas mallas que irisadas de luz daban a su buhardilla el lindo nombre de «El palacio de cristal».

      Edmundo no formaría en la falange de esos muchachos vendidos al oro de los clérigos y que se desparraman por el país formando gran parte del profesorado católico nacional.

      –Pero cómo; he de tener varios. No sé por dónde se empieza.

      A Edmundo le resultaba aquello muy chusco y chocante para sus propias ideas.

      –Sábete –ayudó el cura, pesando con la mirada la gravedad de sus palabras– que debemos fundar en el barrio el círculo de jóvenes de San Rafael (las hijas de María ya están fundadas). Y es mi voluntad que tú seas el presidente de ese círculo. ¡Hombre! –exclamó asombrado, hundiendo sus dedos peludos y regordetes en los blandos cabellos de Edmundo–. ¡Con canas... y a tu edad! ¡Eso es propio de los grandes! ¡Vamos, vamos! Yo te ayudaré.

      Aquel fraile voluntarioso disponía de la persona del muchacho como de Dios y de las cosas. Había que servirse la cañita de vino. Y nunca advirtió Edmundo más malicia en esa cara mofletuda. Las chispas de los ojos se aguzaron y se hizo cortante su mirada. Las cejas en triángulo le asemejaban a un mefisto gordo. Pero se embotaba su actitud escrutadora en la mirada dulce y franca de Edmundo. Y el fogonazo helado de las medias lunas fue como si las emprendiera, pelado el corvo, con la falda de una camisa que flamea sobre machunos, recios muslos y no da vientre para la vaciada. Su respiración trabajosa de gordo envolvía en una atmósfera extraña.

      –Tú has pecado. Tú no eres virgen. Tú has conocido mujeres. ¿Cuántas mujeres?

      De la cocina se oía el fregado de las ollas. Arriba en los altos trajinaba Ventura, el sacristán, hombre silogístico que leía a Balmes. Y una pregunta vino a retozar al pico de su lengua:

      –Perdone. ¿Y usted, don Amaranto? Sí, ¿Usted?

      –No digas eso, Edmundo, no –y dejose penetrar por la mirada del muchacho.

      Ridículamente cómico, aquel desarmarse del fraile les hundió a ambos en tierra fofa y temblona donde el uno temía sospecha equivocada del otro. De pronto le pareció a Edmundo tan grosero aquel hombre, tan salida de madre su gordura insolente, que le cosquilló el ver que un mastodonte pudiera ser virgen cuando él, un muchacho, había dejado de serlo simplemente porque le molestaba. Y despeñó una carcajada brutal, desacostumbrada –la misma carcajada de Augusto–, sin miramientos, como si estuviera ebrio. Se estremeció de súbito en un grito de dolor: una patada del fraile le bañó la cara de sangre, manchándole la camisa de sport. Saltó del asiento el cura. Le tomó en sus brazos. Le limpió el rostro con su pañuelo castellano con que enjugaba sus anchas narices taconeadas de rapé. Le pidió perdón suplicante. Su cara abotagada se había puesto lívida y sus ojos, acuosos. No era su virginidad lo que este cura guardaba como la parte más noble de su persona, sino su virilidad de veinte garañones.

      –¡Ventura, agua, Ventura! ¡Un lavatorio, pronto! ¡Lienzos, sí! Este joven se ha caído. ¿Una copita de coñac? No; dos añejos grandes.

      Bebieron. Y así conocía Edmundo a don Amaranto.

      La corneta de un automóvil destempló bulliciosamente los ruidos de la calle. Una viejecita bajó del coche.

      –¿Cómo estás, hijo mío? –saludó al cura, lagrimosos los ojillos miopes. Estrechó a don Amaranto entre sus brazos pellejudos, maternos. Cogió de manos del chauffeur un paquetito blanco, y alargó al cura una bandeja de merengues que tanto gustaban a su niño. Edmundo la vio andar acezando sobre la tierra seca y resquebrajada, y subir el umbral, alzando la cabeza cubierta de negro manto, como una lagartija. Rendía culto fálico a las tonalidades de ladrillo fundido.

      Rumiando sus ideas, sonrió Edmundo, y se alejaba cuando ella se hundió en la casa.

      El viejo reloj de pared contó las horas. Otra vez taconeaba absorto en sus pensamientos, paseando, alrededor de la mesa redonda, en su cuarto con llave.

      … … … … … … … … … … … … … … … … … … … …… … … … … … … … … …… … … … … … … … … …… … … … … … … … … …… … … … … … … … … …… … … … … … … … … …… … … … … … … … … … … … … … … … … … … …… … … … … …

      La vejete cabeceaba como un trompo.

       III

      Edmundo quería saber su verdad, comprenderla a toda costa. ¿Sus compañeros? No le era extraño –nada le era extraño– que le despreciaban; pero, al menos, le dejaban su libertad de atormentarse. Edmundo no era un peligro para aquellas ambiciones. Él conocía la angustia dolorosa del ambiente. Cada cual se echaba encima un fardo más pesado para demostrar sus fuerzas. ¿Sería él un mediocre? Ninguno de sus compañeros era un mediocre. «Tal vez sean un poquito poseur; pero es así que el poseur es un creído; luego, tienen acaso un poquito helado el espíritu, y, por consiguiente, son quizá un poquito ridículos». Siempre los mediocres se hacen representativos de todas las esferas de la cultura en la confusión de los conceptos. Le consolaba a Edmundo siquiera el pensarlo. Sin embargo, cuidaba su propia vida como si hubiera de dar a luz algo muy bello y profundo, criándose dentro de su alma, que los otros hombres no lograrían jamás. Y no se le alcanzaba cómo algunos muchachos arrostraban hasta el peligro de muerte por alguna idea que no estaría clara ni en sus propios cerebros.

      –Hay una carencia completa de valores universitarios –le había dicho en cierta ocasión Alfredo Vinales, un joven de frente redonda y untuosa, de rasgos muy araucanos, a lo cual Edmundo repuso con firmeza.

      –Sí; no hay valores reales; pero… hay muchos valores emergentes.

      ¿Sería él uno de esos valores? Nunca estuvo más torpe la intuición de las masas estudiantiles.

      Quería saber su verdad, comprenderla a toda costa. Todas las cosas las estaba realizando allá en el futuro, y los días, los meses, los años, se sucedían implacables como el fluir de su propia vida. Y nada había realizado aún. ¿Sería un vago temor de comprenderse, de fracasar lo logrado en el ensueño?

      Un pardo terroncito alado chilló desde el cielo a las sombras rebullidas que bostezaban sus brumas blancuzcas hacia los cerros. Cayéndose del aire, el tiuque zahareño rebotaba volando sobre un maizal. Al fondo, destacábase la ola muerta de la cordillera, de un color gris pizarra. Un álamo solitario se incendiaba en la tarde.

       * *

      El hombre se esforzaba en alcanzar a Edmundo, rudamente lo sacó de sus cavilaciones.

      –¡Oiga,