Juan Gualberto Godoy

Narrativa completa. Juan Godoy


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sexo de las aguas.

      Augusto dio una gran chupada a su cigarro, se bebió un vaso de vino, pensando en que acaso Wanda huiría su pie saltarín al chasquido de las chanchas. Y en verdad que bogaban sus pechos cuando al andar.

      –No, no es eso, Wanda –replicó Augusto, y dijo en voz baja a la muchacha–: Créame... Ya tengo el dinero –y como los que nunca llevan dinero en sus bolsillos, gilescamente, lo oprimía contra su cuerpo–. Sí, lo tengo. Ya le he dicho a Luz Dina que se vaya al campo donde sus padres inquilinos. Yo… yo no tengo nada. Ese catre y ese colchón le pertenecen a esa mujer –escrutó hacia la mediagua, y le mostró los billetes a Wanda. Estaba nervioso–. ¡Le retobo su catre y su colchón! ¡Zas! ¡La mando al diablo, y yo me cambio de domicilio! ¡Que su colchón la guíe! –soltó una carcajada–. Nuestro amigo Edmundo (Wanda retiró su mano), Ud. se pololea con él, dice cosas muy divertidas. Mire, Wanda, ¿Ud. cree? ¡Para qué le habré preguntado esto! Edmundo dice que Dios está irremediablemente enterrado, pero que los hombres andan en busca del buen Dios. En tanto le hallan, yo me arrodillo delante de mí mismo como ante mi propio Dios. ¡Vaya con el joven! ¡Y Ud. se pololea con él!

      –¿Es posible? –exclamó Wanda con sorna– Ud. tan inteligente…

      –¡Yo odio a los inteligentes! Pero... ¿ha visto, joven, el gallo en que remata el casco de Minerva? Soy gallero e intelectual, es decir, un sensual, sí, señorita. ¡Qué lástima!

      –Sin embargo, usted no comprende nada. Edmundo sufre mucho, porque no ha hallado lo que él llama su limitación. Yo recuerdo muy bien sus palabras. ¡Qué angustioso y trágico sentido tiene la palabra limitación en sus labios! Él piensa que nuestra alma sufre de ausencia de limitación. Él quisiera ser un grande hombre; pero no es inteligente; sabe su mediocridad y no se matará.

      –¿Y por qué habría de matarse? De las ruinas de aquel incendio… ¡Tonterías! Sépalo Ud.: en todo caso se necesita de un hombre. Y aquí me tiene Ud. Esta mujer no le extrañe. Ella es quien me hace las cosas, la que me hace las cosas, siempre me ha hecho las cosas…

      Tras las brumas cárdenas, a través de su alma, en su alma de antes, Luz Dina se alisaba el cabello, las mejillas azoradas. La buena mujer había calmado a todos sus hermanos mayores. Y cuando vino la estrechez económica de la familia, y se deshizo la casa, y Augusto se quedó solo (regresó para ver morir a sus padres), cercado por los trastos vendidos, dio con sus huesos en la cama de ella. Allí estaba ella; y… muy juntos, se guardaba la distancia.

      Desde muy alto despeñose la carcajada de Augusto.

      –Mire, vecina, ¿por qué no cruzamos su gatita con mi gato?

      –Hay que decirle a él –respondía Luz Dina. Todo había que decírselo a él.

      La Perla le traía preocupada. Desde la mañana no tomaba leche, ni comía su habitual pedazo de carne. Fijaba sus ojos verde-dorados en la mujer. Llorosos los lindos ojos de la gata. Luz Dina la quería como a una hija. Su instinto maternal derramaba su ternura sobre aquellos ojos, sobre aquella motita de lana brumosa y sedosa. Cogiola en vilo y la llevó a su pecho. La gata maullaba débilmente, comprendida. Dispuso algunos trapos, y la depositó suavemente en ellos. Palpó la guatita de la enferma, y dijo entre dientes:

      –Hay que decirle a él.

      En vano había defendido la doncellez de la Perla. Un gato romano, huraño y vagabundo, que tenía su imperio sobre los tejados, merodeaba por la cocina e invitaba a la Perla con su canto, lleno de luna y de misterio. Nerviosa, convulsa, ella le arrojó una teterada de agua hirviendo al gato de la vecina. Por las noches, el gato ronda, en el valle de las tejas, escarchado de luna, e inmóvil, como una grúa, hiende la sombra opalina, su arañazo mutilado.

      La carcajada del gallero ecoa en bóveda sin alma. Acostado junto a aquella mujer, cavilaba, avivando, en las sombras, la brasa de su cigarrillo que ilumina su cara delgada, de bermeja mejilla y sus cabellos apagados, desvaneciéndolo todo en las sombras, en extraña pendulación siniestra. Ella dormía, como un tronco, abrazada a sus deseos exangües. Entonces, Augusto se pensaba un hombre superior, de talento insospechado, que los otros no querían reconocer y a quienes despreciaba. Su incomprensión de los demás arraigaba en la escasa estima que se hacía del prójimo y en su actitud de fiera acosada. Siempre en son de combate. Su personalidad más dispuesta a estrellarse que a la comprensión. Cuando borracho (era capaz de emborracharse sin esconderse en bodegones clandestinos), obligaba a los otros, sin alabanzas, a compartir con él su alta opinión de sí mismo.

      Una noche sintió que algo se desgarraba en él y que una ternura suave lo invadía todo. Amaba a los hombres; deseaba acercarse a ellos, no para humillarlos, mostrándoles su superioridad, sino para oírlos, para saber de ellos. Convenciose de que no valían nada.

      Altanero, egoísta, esperaba la victoria para resarcirse, con las desgracias ajenas, de sus propias miserias. Sus ropas raídas, el cuello lleno de sebo, los codos zurcidos, era agresivo hasta en su pobreza. Parecía hacer ostentación de sus miserias. Pero tenía una preciosa voz que, sabía, gozaban las mujeres, por eso le disgustaban los coros, pero cuando cantaba con los demás, los apagaba con la potencia de su voz rústica y bella. Y se reía de ellos en sus gestos, en sus palabras, en lo sucio de su traje.

      Su borrachera era trascendente. Hacía discursos solemnes. Ceñudo como un mar. Alzando y frunciendo las cejas. El índice estirado. A veces decía frases muy bellas, simulando no concederles importancia.

      –¿Acaso cree Ud. en la eternidad de nuestros amores concretos? –le dijo Wanda con desdén.

      –Sí, creo. Soy la eternidad de todos mis amores. ¡Qué lástima! No obstante... así... es. Nuestro espíritu cambia y nuestra alma crece ¿no? –hablaba como un fraile–. Sí, ellos están allí, viviendo la agonía de la muerte que esperan…. ¿Cómo amaría hoy, con el alma inmensa de esta tarde, lo que antes amé? Así soy yo, Wanda –y no estaba borracho. Quizá así era él.

      Revelación de las sombras apenas mordidas por la llamita de la vela. ¡Luz Dina, aquella mujer! La imagen de su cuerpo de piel mate, dorado de los vinos otoñales. Sus muslos finos, cosquillados de trémolos, como los de una corza, le conducían, camino de musgo caliente, a lo irremediable, a la araña roja de su sexo, a la angustia de sí mismo. Sus profesiones de dulcero y preparador de gallos le disgustaban. Desde niño había sido hombre de mar y luego herrero de una maestranza. Su complexión robusta de antaño le hacía gozar la voluptuosidad del fierro al rojo que atacaba como a un trozo de carne asada, sangrienta de jugos. Hoy, aunque amaba la vida con grave temor de perderla, no estaba en buena relación con el mundo exterior, y el suelo vacilaba bajo sus pies.

      Cantaba. Estaba alegre. La tarde bebe estremecida su voz potente y grave del cuenco de las hondonadas agrias de yerbas:

      Si quieres que te quiera,

       te has de zahumar en romero

       para que salga el contagio

       de tus amores primeros.

      Luz Dina se quedaba absorta, oyendo la voz de su hombre, y sufría sin palabras.

      –Somos de la costa. Y ¡vaya si no somos unos carneros costinos! ¡Huasos de mente estrecha, apegados a la tierra! ¡Mente de terrícolas! ¡Abierto y libre espíritu costeño! Nuestra mirada cabalga horizontes sobre los potros salobres de las olas. No pido perdón a Ud. por mis palabras.

      –¡Vaya una voz preciosa! ¡Costinas son las mejores voces chilenas!

      –exclamó la muchacha entusiasmada–. Acaso…

      –¿Estudios? No. No. Canto para mí. Si pudiera bailar –pero no pudo bailar…

      Se miraba en Wanda como dos anclitas de un húmedo brillante. Y ella temía a ese hombre. Observaba que los gestos, el modo de hablar de Edmundo, el estudiante, a quien amaba, eran otros que los suyos, eran los de él, de Augusto. Y le daba lástima de Edmundo, y en él se daba lástima Wanda, como si en su espíritu anidara ese hombre de gestos reposados, largo y huesudo, la herrumbre de su calma abandonada.

      ¿Cómo