Juan Gualberto Godoy

Narrativa completa. Juan Godoy


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Universidad de esta misma ciudad...

      9 Juan Godoy. Angurrientos. Santiago de Chile. Nascimento, 1959, p. 9.

      10 Ibid., 204-205.

Novelas

       Angurrientos Novela –1940–*

      * La presente edición de esta novela recoge la versión integral de su segunda edición: Nascimento, Santiago de Chile, 1959, que fuera revisada entonces por su autor, sin otra modificación de su parte –salvo alguna corrección de erratas de imprenta–, que la supresión de los títulos originales de diversas secciones de sus partes primera y segunda, manteniendo sin alteración el intitulado de los sucesivos capítulos. Los índices respectivos de esta y de las siguientes obras, novelas y cuentos, han sido reunidos aquí en un Índice General (Nota del Editor).

       Dedicatoria:

      A Elisa Corbalán, mi madre. A mi tierra –que es como un gran surco de olas–, dedico este libro. Juan Godoy

       Extramuros

      Apenas se deja el cementerio católico, y se sigue el callejón de Recoleta abajo, por donde se va a Conchalí, ha ido creciendo el barrio más allá de la muerte. Por el lado del cementerio, del cual asoman las rechonchas estatuas de hombres graves, desenrollando pergaminos, o de ángeles rollizos entre los cipreses, nidos de presagios y guairaos, canturrean las sartenes su fritanga irremediable de los barrios pobres. Mujeres gruesas y despeinadas soplan las brasas, las mejillas sollamadas, y muestran la sierra gorda de sus senos pulposos. En la misma esquina, está el almacén «El hombre feliz» donde beben su «litriao pa pasar la grasa de los muertos» los trabajadores del cementerio católico o los hombres hirsutos que suda la fábrica de calzado Ilharreborde, puesta detrás de los álamos que bordean el canal, cuyas aguas se tornan de sangre con los ácidos de la curtiembre.

      Los huasos de Conchalí guían sus carretas, al anochecer, hacia la Vega. O las pipas de sus rubios mostos otoñales al depósito central.

      Sin embargo, la gran fiesta del barrio es el Día de Todos los Santos. Las viejas, los muchachos, los hombres, se ocupan en los cementerios:

      –¡Escalera! ¡Escaleeeraa! ¡Agüita pa las flores! –gritan los hombres, los chiquillos, las mujeres, haciendo sonar sus tarros y tropezándose en sus remendadas escaleras. Pero las viejas prefieren beber sus mates a la vera de sus muertos.

      En los días ordinarios, los muchachos que estudian en el liceo rumian sus lecciones en el cementerio. Y también zurcen el paño de la vida sobre la propia tumba de los muertos. Es un lugar riguroso de amor.

      Eulogio se asombró un día de ver que sus calzoncillos se habían llenado de tal modo de parches, que parecía que el tocuyo primitivo parchaba a sus calzoncillos. Y sus calzoncillos eran siempre sus mismos calzoncillos, cosa que no puede explicarse por la lógica, sino por la dialéctica. Y el camino baja, y todo es una hondonada. Un pequeño rincón. Nada más.

Primera parte

       Voluptuosidad del fierro al rojo

       I

      Aquel cielo en llamas. El aire hierve su columnita de hormigas hacia lo alto, y la calleja sudorosa se alarga como una pala de madera embutida en un horno de cocer pan; bruscamente se cierra en la quinta del cura don Amaranto.

      –¡Todas las calles han de cerrarse en las quintas de los frailes! –dijo Augusto, el gallero, con indignación. Era un hombre de pelo rojo. De bigote rasurado. Ahora él cuidaba de los gallos como de la quinta. Y estaba en pugna con sus propias ideas. A casa de este hombre se dirigían Wanda o Carmencha, la canutita, como le decían cariñosamente en el barrio, y su hermano, el chiquillo Eulogio, que la seguía a la distancia.

      Venía enrabiado el chiquillo, porque el gallo, el fuerte gallo giro de pelea, el Sargento, que traía en sus brazos, tuvo el capricho de chorrearle una manga de su chaqueta cazadora. A hurtadillas, había golpeado en la cabeza al animal que atontado revolvía los ojos, volcándolos como huevos en plato. Y la cicatriz de la cresta del giro rojeaba como una pasa del Huasco. Eulogio apresuró el paso. Allí mismo se retorcían de risa unos borrachos. Temblaba por los groseros piropos que esos hombres soltarían a su hermana.

      Unos hojalateros, con sus respectivas mujeres, allá en el solar de vientre vaciado por la saca de arena y ripio, comen sus cebollas y beben vino en latas de durazno mohosas.

      Alejandro el hojalatero, el de rostro cascarañado, bebe con grandes gestos, arrojando el tarro. Luego se dispone a bailar y cae rendido.

      –¡Ay, las milongas no me dejan! ¡Si me dejaran las milongas!

      Es un hombre de un blanco sucio de papel mascado, enrojecido de vino; unos pelos rubios, blandos, de bigote y barba.

      Las pobres mujeres de estos hojalateros, cansadas de regañar a sus maridos, se han largado a coger el dinero de sus hombres, y se han puesto tan borrachas como ellos. Al frente tufa su vinillo el Depósito de Licores de la Tarifeño.

      La Concha Fina, de bozo perlado de rocío repugnante, canturrea en una mata de hoja:

      Ben’ haiga la viej’e m…

       que me vendió los pasteles.

      Lucho, el hojalatero de cara ácida, requiebra a la Pichanga, su mujer:

      –¡Ay, ricurita! ¡Ay, mi verde cogollito de cepa!

      –¡Verde... Cogollito de cepa! –rezongan los borrachos, soltando la carcajada. Lucho le pellizca los carrillos a su hembra, le palmotea las nalgas. Y las mujeres ríen, con sus risas descocadas, degradantes, haciendo chistes, como les está permitido a las mujeres que tienen sus esposos…

      Alejandro agría su seriedad, y con ello manifiesta que no participa de aquellas bajezas. ¡Ahí venía la Carmencha! ¡Bah! Él no había sido jamás de esa condición. Ni tenía que hacer con hostias. Con el alba se lavaba el hueso del hocico. Los otros sabían lo que él era. Cómo los trozos de piedra se hacían blanda arcilla en sus manos de cantero. En el cementerio general, se erguían unos ángeles que él había labrado con sus propias manos, y también una virgen toda de piedra. Había vivido la vida salvaje y hombruna del cantero, ganando los congrios colorados a voluntad. Un día cualquiera agarraba sus monos, y caminaba por los cerros libres, donde la riqueza azuza la fantasía de los hombres. Él mismo había visto un nogal todo de marfil, con sus nueces de oro, en el surco de olas que le parecía ser su país. Pero el llanto, caprichoso, se le metió en el cuerpo, y le iba comiendo el pecho:

      –¡Si no soy más que un hojalatero borracho, un guat’e vino! –gritaba a sollozos, mirando sus manos sarnosas. Ya no pertenecía a la clase de aquellos hombres que tienen el horizonte en sus manos. No.

      –¡Mis manos están demasiado sarnosas para ello! –gimoteaba, enjugándose los ojos inyectados de sangre, con las hilachas de su manga. ¡Ahí venía la Carmencha!

      Wanda pasó tímida y fría, delante de aquellos borrachos. Los hombres la miraban con malicia punzante en los ojos, borbotando sus bocas corridos soeces. Las mujeres, con rencor, con envidia quizás. Alejandro, con el dolor del hombre.

      –¡Buena la papa pa pebre! –y jadeaba Lucho como si la gozara.

      De bruces en la tierra que arañaban sus dedos, Alejandro mecía su corazón en aquella grupa salobre, donde retozaban los muslos con blando cuneo de mar.

      ¡Ay, las milongas no le dejan! ¡Si lo dejaran las milongas! Y su voz se ahogaba en una angustia dolorosa.

      Sol de pan quemado parecía brillar en un vidrio. De los pastos pajosos, se desprendía un humito negro como si fueran a arder. Un álamo solitario