Carlos Roberto Morán

Las cosas suceden


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Golpes en la puerta

       A Mario Cuello, i.m.

      Ya es abril, las hojas del otoño cubren el bosque como una densa alfombra mientras que, en la Rambla (el recuerdo nítido de la locura de Piria), los obreros, muy arriba, dan las puntadas finales al gran edificio de departamentos, presencia de lo nuevo y gigantesco que le sigue cambiando la cara, irremediablemente, a esta ciudad en la que me limito a permanecer.

      He debido quedarme más allá de la temporada, de lo previsto en mi plan inicial de sol, playa, baile, fichas perdidas en el casino, alguna mujer relativamente fácil, y fácilmente olvidable. No ha sido una actitud premeditada sino, y al principio, la consecuencia de una inesperada racha favorable en el casino y, agrego y acepto, por Luisa, que me invitó a su casa para festejar el fin de año y que hasta me hizo brindar en su zapato a la hora de los fuegos artificiales.

      Aunque la verdad es que no me he quedado por el casino ni por la mujer. Llamé a mi ciudad a comienzos de febrero y Jorge —que es de fiar— me habló de los cheques. No volvás por un tiempo —aconsejó—, ya te avisaré cuando despeje. Prometió girarme plata, lo que por suerte hizo y entonces pude dejar el hotelito e instalarme en la casita del bosque, a siete cuadras de la playa y frente a la provisión de la mujer que me inquieta porque me recibe con un caluroso adiós cada vez que entro a comprarle.

      De pronto con Luisa no ocurrió nada más pese a que la busqué. Me pasó con ella lo mismo que con el casino y con mi demorada vuelta a casa: perdí la mano, resultó el final de la racha favorable. En realidad, el final del brillante espectáculo.

      Cuando se fue el tropel de turistas y no quedaron ni las migas de los pobres (acá no tan pobres) jubilados, me mudé al bosque y en tanto Jorge, con una constancia que me llegó a sorprender, que —admito— yo no hubiera tenido con él, giró dinero al banco Pan de Azúcar, deuda que se acumula y que trataré de cancelar cuando la situación se arregle.

      Si es que se arregla.

      Por el momento estoy decidido a quedarme aquí y dejar que el tiempo pase sin ningún tipo de compromiso ni arriesgarme en nada. La casa es estrecha, de tanto en tanto la limpio sacando por arriba la acumulación de arena, tierra y hojitas y los papeles y los plásticos que voy tirando casi sin darme cuenta. Por lo demás, mate, cigarrillos, bife o asado, o queso y fiambre, diarios comprados en la Rambla que leo sin demasiado interés, todo muy previsible. Y ninguna mujer. Por el momento no me interesa, aunque es cierto que a veces la soledad se hace sentir como una tijera que corta el aire alrededor de uno.

      Voy poco por la Rambla y, como debo economizar, me he prohibido la vuelta al casino, aunque muchas veces debo pelearle a la tentación.

      La soledad parece aumentar en la noche, demora el sueño cuando escucho ruidos diversos que hacen sentir más delgadas a las paredes y eso permite que las voces ajenas lleguen hasta mí, como si me buscaran, como si me provocaran, aunque en sustancia nada me terminan diciendo.

      He tenido un sueño pesado. En él aparecieron parientes muertos y yo me sentía muy intranquilo, en falta. En el sueño tenía mi actual edad. En cambio, y ante los ojos ajenos, era un chico que creaba problemas. Desperté cuando discutía con el tío, bajito e irritable, que a gritos me llamaba por un nombre distinto al mío.

      Esta noche ha golpeado la puerta de calle un tipo confundido. ¡Gutiérrez!, me dijo enojado cuando abrí, como si estuviera representando una obrita barata. Perdone, se ha equivocado. ¿Con qué me viene, Gutiérrez? Este es un loco, pensé. Aquí alquilo señor, no sé quién es Gutiérrez. Le cerré la puerta en la cara.

      Pero antes de irse alcanzó a decirme, muy enojado: Usted no puede actuar así, mire que Natalia..., y la voz se le cortó, como si no hubiera podido seguir hablando. Lo vi marcharse espiándolo por la ventana, flaco, ligeramente rengo, muy abrigado. Subió a un escarabajo Volkswagen que le dio trabajo al arrancar. Felizmente se perdió camino a la Rambla.

      Hago asado con leña porque aquí, me dijo la mujer de la provisión, es muy malo el carbón. Tan cercano y tan lejos de todo lo conocido, en las pequeñas cosas se ven las diferencias. De a poco, leyendo los diarios, escuchando la radio, voy entendiendo lo que pasa en el paisito y en cambio las noticias de enfrente van desdibujándose. A mi modo estoy repitiendo la vida de los exiliados quienes, sin dejar de sentirse condicionados por lo que han vivido, deben por fuerza cobrar una nueva identidad e incorporar usos y costumbres ajenos.

      El tipo no ha vuelto. No conozco a ningún Gutiérrez y mi apellido no es español sino italiano, entiendo que viene de Irlanda. ¿Qué me estoy diciendo? Parezco buscar argumentos para convencer a ese loco.

      Nada de lo que ocurre aquí tiene que ver conmigo. Vivo mi soledad, aprendo a comer pescado de mar y mantengo mis rarezas particulares porque es difícil cambiar a mi edad. ¿Gutiérrez? El flaquito, con sus canas y sus bigotes, me obliga a pensar en él y no me permite dormir tranquilo.

      Como lo sospechaba, el tipo volvió: Gutiérrez, usted debe escucharme. Esta vez le cerré la puerta con cierta violencia y pese a que la golpeó en forma insistente y a que permaneció largo tiempo parado frente a la casita (lo espié por la ventana), llamando la atención de la dueña de la provisión, no lo atendí. Por fin abandonó el intento y subió al escarabajo sin dejar de mirar a la casa, como si aguardara algún cambio en mí. Algo que, por supuesto, no ocurrió.

      ¿Por qué me asedia, a qué se debe su error, qué busca de ese Gutiérrez con quien, evidentemente, me confunde? No tengo respuesta. Pongo a todo volumen la radio del Sodre, después me corro a la Clarín donde —infaltable— me espera Gardel. El botija me trae El País. Leo a medias el suplemento cultural, me trae noticias de un antiguo fervor que, como tantas otras cosas, hace tiempo perdí.

      He ido aprendiendo nuevas maneras de nombrar a las cosas. Digo grifo por canilla, caldera por pava, churrasco por bife, palillos por broches. La yerba llega de Brasil refinada y sin palos como a mí no me gusta. Los libros y los diarios son más caros que en la otra orilla. Pocos parecen saber quiénes fueron Quiroga o Felisberto, lo único que se lee por aquí es a Benedetti y su poesía de póster.

      Hay un cine, voy de tanto en tanto y ninguna película nueva me llega a interesar. Leo y en general me aburro. Nada importante pasa y esta espera me empieza a cansar.

      Otra vez llueve, el mar debe estar enfurecido.

      Serían las cinco, o un poco menos de las seis, todavía estaba oscuro, cuando me despabiló el motor de un auto que se detuvo frente a la casita. Demasiado temprano para ser un proveedor o un vecino. Por acá ya casi no quedan turistas y los montevideanos vienen sólo los fines de semana. Con tanta bambolla que hizo no sería un ladrón. Igual, lamenté no tener conmigo un arma. Espié por la ventana: clavado, el viejo.

      Quedó parado ante la puerta sin decidirse a llamar, como si temiera encontrarse conmigo o verme enojado. Como si no supiera qué decirme. Nadie golpea en casas ajenas en plena madrugada si no es por razones urgentes, salvo que se trate de un asunto siniestro. De cualquier manera, no me preocupé porque el tipo con su físico no asustaba a nadie. Daba lástima, parecía enfermo.

      Hasta que en un momento dado se decidió. Sacó papel y lápiz y escribió iluminándose con el farol de la esquina. Deslizó el papel bajo la puerta y casi corriendo volvió al coche. Otra vez el autito le dio trabajo, pero finalmente se marchó por la calle que lleva a la Rambla.

      Esperé un rato por si regresaba. Como eso no ocurrió, prendí las luces y levanté el papelito. Gutiérrez —decía— llámela a Natalia. Añadía un número de Montevideo y remataba la misiva con un urgente escrito con mayúsculas y subrayado.

      Era probable que esa Natalia (¿Natalia había dicho la primera vez?) y él mismo vivieran en Montevideo. Eso me explicaba por qué el tipo se aparecía sólo de tanto en tanto o por qué, siendo pocos los que estamos aquí, no lo vi en la Rambla o comprando en algún supermercado. Lo concreto era que el viejo hacía el viaje desde Montevideo para buscar a Gutiérrez. Supuse que ese Gutiérrez habría vivido en la casita.