Carlos Roberto Morán

Las cosas suceden


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ambiguamente mirándome con fijeza. Y esa fue toda su respuesta.

      Busqué al taxista dueño de la casa alquilada para preguntarle en igual sentido (yo pagaba el alquiler a una inmobiliaria), pero no lo encontré en la parada. Se fue a trabajar a Punta porque aquí no pasa nada, me dijo uno de sus colegas que tomaba una Pilsen.

      El viejo, el mensaje… nada de eso me concernía. Me cuidé bien de llamar al teléfono montevideano.

      Suena el timbre de la casa. Sin ánimo, consciente de que del otro lado está el viejo, me resisto a atender. ¿Qué puedo decirle para convencerlo de su equivocación? Pese a todo, abro la puerta. Ahí está: cabello canoso, bigotes, manchas en los pequeños dientes.

      Gutiérrez —me dice— no vengo por mí, usted lo sabe bien, Natalia lo necesita, están las cuentas, está Tapia. Casi solloza al hablar. No sé qué responderle.

      Ahora, mientras me acompaño con el mate, repaso lo ocurrido por la tarde. No soy Gutiérrez, convénzase, intenté explicarle al viejo, no soy el Gutiérrez que busca. Le hablaba como si fuera una criatura a la que se le deben repetir las cosas. Sin darme cuenta elevé la voz. No tiene necesidad de gritarme, Gutiérrez. Lo importante es que vaya a la pensión de la 18 de Julio, aclare las cosas con Tapia y pague esas deudas que la tienen enferma.

      Sin duda era un loco, únicamente atento a sus obsesiones. El tipo temblaba. Ahora saca un fierro y me deja frito. Debí haberlo denunciado a la policía. No lo hice, no me llevo bien con los tiras, desconfío de ellos y ellos suelen desconfiar de mí. Por eso y en cambio, me obligué a soportar su parloteo.

      Me llamaba Gutiérrez todo el tiempo, siempre por el apellido. Hablaba de esa Natalia, de las cuentas, de la niña, de Tapia, otra vez de la pensión de la 18 de Julio, como si se hubiera subido a una calesita y no pudiera bajarse. Al parecer Gutiérrez abandonó a la mujer, a la hija, al empleo en teléfonos (en la Antel).

      Se fue de repente —me dijo el viejo con tono de reproche— tirándolo todo. Eso no es de hombre. El cuerpo le tembló todavía más. Tosió. Unas lágrimas le surcaron la cara.

      Gutiérrez, estoy viejo para estas cosas, no me obligue a volver. Pensé en hablarle con todo cuidado, aclarándole, si podía, su confusión. Pensé también en volverme a mi país para alejarme del tipo y sus historias, pero fue un pensamiento que no duró porque sabía que era imposible hacerlo: la cuestión de los cheques continuaba, me seguían buscando, como me contó Jorge al llamarlo esa tarde. El futuro para mí era una incógnita, no soy hombre de grandes planes, simplemente voy tomando lo que se me da.

      No —me escuché decir—, no tendrá que volver. Solucionaré todo. La llamaré a Nativida... Natalia esta misma noche.

      Gutiérrez, no me falle, dijo el viejo emocionado y sin agregar palabra subió a su Volkswagen.

      Miré por largo rato el número escrito en el papel. Fui a la oficina de Antel, a una cuadra de la Rambla. Sin turistas la oficina era un verdadero bostezo, la cara misma del desierto. Pensaba en llamar a la tal Natalia y explicarme, hablarle del viejo, pedirle que le obligara a no volver más. Me veía diciéndole deberá cuidar a su padre, como entendí que lo era, anda muy confundido. Yo, que no sé qué hacer ni con mis cosas ni conmigo, intentaría aconsejarla.

      El teléfono de Montevideo sonó largo rato, pero nadie atendió. A mí me tocan todas, me dije al salir de la cabina.

      Hasta hoy el viejo no ha vuelto. Debe ser porque se cansó o porque confía en que cumpla con mi palabra, haciendo la llamada telefónica o volviendo a Montevideo. O podría deberse a la persistente lluvia que ha empezado a caer, con viento, con frío, que pone, si cabe, más triste y abandonada a esta ciudad que sólo brilla en el verano (y no todos los días). El hotel que da sobre la Rambla me resulta un castillo en el que pueden vivir los muertos. Y peor me impresiona la construcción aún no terminada que enfrenta al mar (al gran río, que por costumbre todos aquí llaman, llamamos, mar).

      Esta vez se ha presentado la misma Natalia.

      Golpeó con insistencia la puerta de calle (no hay timbre). Gutiérrez —dijo en voz alta— abrime, soy Natalia. La espié por la ventana del dormitorio: alta, pelo largo, morocha, ropa de abrigo casi masculina. La lluvia la mojaba y la hacía parecer enojada.

      Natalia al fin y después de todo. Bien, era la concreta posibilidad de aclarar las cosas y que desaparecieran los malentendidos.

      Le abrí.

      Gutiérrez —me dijo después de darme con familiaridad un rápido beso cerca de la boca, olía bien— como sabés no lo estoy haciendo tanto por mí, está la niña, están las cuentas, está Tapia. Se sacó el tapado (tiene buen cuerpo, me sentí atraído por esa mujer), pasó a la cocina, con naturalidad, como si conociera la casa, buscó los fósforos, prendió un cigarrillo y después una hornalla. Me voy a hacer un té, dijo. Me lo comentó, no estaba pidiéndome permiso.

      El equívoco duraba mucho y toda la historia terminaba siendo excesiva. Si se trataba de una trampa no lo estaban haciendo bien, pero, en todo caso, ¿qué podían sacarme? Recordé una película en la que a un tipo le pasan muchas cosas extrañas, llegaba a volverse casi loco, hasta pensar en el suicidio. Un segundo antes de hacerlo le aclaraban el misterio: había sido elegido protagonista de un programa de televisión, cámara sorpresa. En una de esas me habían preparado algo semejante.

      Quizás el viejo estuviera perdido, pero yo a Natalia, a la que se hacía llamar Natalia, observándola (esperaba sus reacciones, antes que nada), la veía actuar de manera normal, cómoda en la casa, una mujer del común haciendo sus cosas sin complicaciones ni incoherencias.

      Por supuesto que le desconfiaba y aguardaba a que hiciera su movimiento en falso porque en algún lugar empezaría a equivocarse, a revelar su juego y a mí, pensaba, me bastaría el menor detalle para darme cuenta.

      La mujer, ahora, me llama Jaime (yo, Gutiérrez, me llamo Jaime, me dije, y eso me produjo una cierta tranquilidad, como si todo se hubiera colocado en su lugar). Jaime, la niña está mal de nuevo, debí vender la pulsera, Tapia me ofreció más, no le llevé el apunte. No te enojes ¿tá? Asiento como quien concede. Me he colocado cerca de ella, deliberadamente. Si saca un arma (pienso que esta mujer puede llegar a hacer cualquier cosa, da la sensación de ser impredecible), acaso pueda impedir que dispare. A mi lado puse una silla para defenderme.

      Nada ocurre.

      Ella ha continuado hablando de Yolanda, la niña. Que la escuela, que la enfermedad, que los remedios. Y sigue llamándome Jaime. Se muestra cómoda, confiada. Se ha servido el té (buscó el pocillo en el aparador, encontró la cucharita en el cajón, el té y el azúcar en la alacena, nada me ha pedido). La observo y en verdad la admiro y la deseo, confieso que la casa tiene un cambio, un aire distinto que Natalia le ha dado. La casa parece acomodarse a su cuerpo.

      Tapia sigue molestando, tú sabés como es. Me lo cuenta sin énfasis, como quien se limita a informar. De pronto me siento fastidiado. Interrumpo sus palabras: No sé qué quieren, qué buscan. No soy de acá. Le muestro mis documentos que ella mira por arriba, sin alterarse.

      Siempre supe que no eras uruguayo, ¿qué me querés decir? Se levanta, va sacándose la blusa, la pollera. Tengo frío, me dice al quedarse en corpiño y bombacha. Mejor me voy a la cama. Y endereza para el dormitorio.

      Quedo aquí hecho un nudo, una pura transpiración.

      He fumado mucho más de lo acostumbrado. No son las cuatro, la luz que prendí es la mínima. No quiero despertarla y tampoco hacer fácil el blanco si alguien intenta atacar desde afuera. Acostate rápido que tengo frío, me dijo, más bien me ordenó. A los segundos ya la abrazaba, ya gemía, ya se debatía en una lucha en la que reclamaba más y más de mí. Jadeaba, casi gritaba, me lastimaba la espalda, me insultaba: Gutiérrez, hijo de puta. Se agitó, apretó y gimió entre estertores, como si la hubiera matado.

      Al rato dormía. En cambio, yo me sentía