Victoria Dahl

Demasiado sexy


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espetó Dawn.

      Charlie tuvo ganas de gritar de la frustración. Estaba completamente perdida. Volvió a tomar aire y abrió el ordenador portátil de su escritorio.

      –Tengo que ponerme a trabajar.

      –Pues sí. ¿Va a estar todo preparado a tiempo?

      Charlie asintió. La inauguración del hotel se celebraría a las tres semanas y, como ella quería dar buena impresión, iba adelantada con el trabajo. Sin embargo, no podía retrasarse. Para empezar, mantenerse ocupada la ayudaba a contener el impulso de salir corriendo de allí.

      –Muy bien. Volveré más tarde a ver qué tal va todo.

      –Ya lo sé –musitó Charlie.

      Dawn iba a vigilarla varias veces al día. Y, seguramente, también había ido varias veces por la noche, antes de que Charlie se hubiera marchado del estudio del hotel.

      –Voy a dejar abierta la puerta de tu despacho –dijo Dawn, mientras se marchaba con sus zapatos de tacón de quinientos dólares. Sin poder evitarlo, Charlie sintió celos de aquellos zapatos tan impresionantes. En cuanto llegara a casa, ella también iba a ponerse unos tacones.

      Por lo menos, había empezado a pasársele la resaca. Se sirvió una taza de café con leche y azúcar y se sentó a trabajar. Tenía que comprobar las referencias de todos los empleados que iban a ser contratados antes de la inauguración. Aunque ya estaban instaladas casi todas las cámaras de seguridad, no había mucho que monitorizar todavía, pero sí había muchas comprobaciones que hacer en cuanto al personal.

      El responsable de seguridad de un hotel no podía cometer el error de contratar a alguien con antecedentes por robo o por agresión sexual. Un hotel de lujo como aquel tenía que mantener una impecable reputación. A ella le preocupaba más la seguridad, pero, por suerte, aquellas dos preocupaciones coincidían.

      Se había cerciorado de que colocaran más cámaras de seguridad de las que había previstas en un principio en las zonas reservadas al personal. Eso era algo muy común en los hoteles dedicados al juego, en los que la dirección tenía especial interés en perseguir los posibles robos de los empleados. Sin embargo, Charlie había descubierto que las grabaciones de seguridad también eran de gran ayuda para descubrir y despedir a los encargados o superiores que acosaban a las empleadas. Había pocas cosas más gratificantes que enseñarle una grabación comprometedora a un imbécil que creía que podía actuar con impunidad porque sus subalternas eran mujeres que no hablaban bien inglés.

      Pero, por el momento, en el Meridian Resort aquellas zonas seguían vacías, así que era hora de dedicarse a la comprobación de los currículum de los aspirantes.

      Pasó una hora trabajando con plena concentración. Su dolor de cabeza desapareció, y con tres tazas de café, consiguió aclararse la mente. Dejó a un lado los currículum de los dos candidatos que le habían causado desconfianza, con intención de seguir investigándolos después de la hora de comer. Antes, tenía que hacer una investigación más personal.

      La sala de seguridad era una cueva de luces oscuras y pantallas de vídeo muy brillantes, cuya iluminación le habría destrozado la cabeza unas horas antes. Sin embargo, ya estaba recuperada y preparada para poder entrar. Eli, uno de los guardias de seguridad, estaba en la sala, pero estaba haciendo un crucigrama. Si el hotel hubiera estado en funcionamiento, le habría cantado las cuarenta, pero, en aquel momento, le pareció superfluo.

      –Hola, Eli. Por favor, ve a hacer rondas por las zonas de obras para que todos sepan que estás por aquí.

      –Entendido –dijo él, y asintió amablemente.

      Algunas veces, los guardias de seguridad eran unos machistas a quienes no les agradaba tener a una mujer como superior, pero ella había conseguido formar un buen equipo. Sin embargo, no sabía cuánto iba a durar. Las faltas de respeto de Dawn empezarían a conocerse entre el personal. Tenía que averiguar qué le ocurría a aquella mujer y detenerlo todo antes de que empezaran a correr los rumores.

      Cuando Eli se marchó, ella tomó la cinta de la cámara que cubría el pasillo de su estudio, que estaba en el primer piso. Su apartamento estaba cerca de los ascensores, así que la cámara estaba a muy pocos metros de su puerta.

      Hizo avanzar la grabación rápidamente para ver varias horas de vídeo en pocos minutos. Cuando llegó a las once y cinco de la noche, Dawn apareció en el pasillo, y Charlie ralentizó el avance de la grabación. No le sorprendió ver que Dawn llamaba a la puerta varias veces. Sin embargo, sí se sorprendió al ver que agarraba el pomo de la puerta, como si pensara que ella no iba a dejarla cerrada con llave o, peor aún, que no tuviera ningún problema con el hecho de que su jefa quisiera abrir la puerta de su estudio sin permiso.

      Al ver que la puerta no se abría, Dawn miró el pomo un largo rato, con cara de pocos amigos. Después, se giró a mirar directamente a la cámara.

      A Charlie se le puso la carne de gallina.

      En el vídeo, Dawn fruncía el ceño y, después, se alejaba. Charlie rebobinó la cinta y la detuvo.

      Aquella no era una de esas cámaras que se utilizaban en las tiendas veinticuatro horas. Era una cámara digital que proporcionaba unas imágenes nítidas. Ella había podido ver con toda claridad la tensión que desprendía la mirada de Dawn. La expresión furtiva de su boca.

      La gente siempre se sorprendía al saber que Charlie trabajaba en aquel sector, pero la seguridad ya no era cuestión de tener en nómina a unos tipos grandes con armas escondidas. Bueno, no era solo cuestión de eso, aunque aquellos tipos todavía tenían su parte en el ecosistema. Hoy día, sin embargo, lo más importante era la prevención, y no los agentes. A ella se le daba muy bien analizar a la gente. Percibía las interferencias que alteraban la normalidad, y las pequeñas señales que revelaban las intenciones de las personas, y sabía adelantarse a ellas.

      Después de la trampa que le habían tendido en Tahoe, había perdido un poco de confianza en sí misma, pero no era necesario ser muy experta para entender lo que estaba pensando Dawn. Su mirada era de irritación y arrogancia hacia la cámara: «Si no fuera por esa dichosa cámara, podría utilizar la llave maestra para entrar».

      Pero… ¿por qué? ¿Por qué quería entrar? Era cierto que ella se había reunido con el marido de Dawn para tomar una copa, pero si Dawn estaba tan paranoica pensando que ella pudiera ser una mujer fatal, ¿por qué le había dado aquel trabajo? No tenía sentido.

      En el instituto, a pesar de que tuvieran aficiones distintas, eran amigas. Ella ocupaba su tiempo con el voleibol, el atletismo y las tutorías, y Dawn era la presidenta del consejo de estudiantes y la directora de la sociedad del honor, y se había encargado de dirigir la mitad de las organizaciones de voluntariado de los estudiantes. Sin embargo, tenían una cosa en común: ni Sandra, ni Dawn, ni ella, ni otras cuantas chicas trabajadoras y estudiosas como ellas, tenían éxito con los chicos. Mientras otras chicas estaban bebiendo cervezas alrededor de una hoguera con vaqueros adolescentes y llenos de lujuria, su grupo y ella estaban, normalmente, en el colegio. Se decían las unas a las otras que preferían reservarse para el matrimonio, y que esas chicas tan fiesteras no iban a llegar a ninguna parte. Y cabeceaban con indignación por su falta de sentido común.

      Sin embargo, también las envidiaban, en secreto. Al menos ella que hacía de tutora para aquellos chicos en la biblioteca después de las clases. Algunas veces, incluso había ido a sus casas y se había sentado en sus habitaciones con ellos. Sin embargo, nunca había corrido el peligro de convertirse en una descarriada. Ella era solo Charlie, era como uno de los chicos. Otra de las corredoras del equipo de atletismo. Más alta que la mayoría de ellos, y con el pecho plano, además. Ellos salían con ella como si fuera uno más. Le pedían que les dejara copiar sus deberes. Le daban un empujón con el hombro cuando hacían una broma y, después, se iban a ligar con las otras chicas.

      Así que ella decía que no quería tener nada que ver con ellos, ni con sus manos inquietas, ni con sus bocas malhabladas, pero ¡vaya si no se imaginaba cosas!

      Por suerte, cuando se había marchado