Victoria Dahl

Demasiado sexy


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      Charlie cabeceó y volvió a poner la grabación en marcha. Vio el resto de las horas, pero no había sucedido nada más. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

      En Tahoe, su instinto había fallado, pero no iba a permitir que volviera a suceder. Dawn estaba celosa, eso era todo. Tal vez su marido hubiera hecho algún comentario estúpido sobre el trasero de Charlie, o algo por el estilo. Tal vez Dawn esperaba que ella siguiera siendo la misma persona que en el instituto. Fuera cual fuera el motivo, aquel era un problema de Dawn, no suyo. Ella no iba a permitir que la implicara. Dawn había empezado a espiarla y a hacer comentarios sobre sus idas y venidas, y dando a entender que era una roba maridos, así que ella había tenido que dejar el estudio y buscarse otro alojamiento. Punto.

      No iba a ponerse paranoica, no iba a asustarse. No iba a convertirse en una de esas personas que se dejaban arrastrar por la vida, que se llevaban revolcones y golpes cada vez que la corriente era demasiado fuerte. Como su madre, que nunca era capaz de sujetarse a nada, que nunca había podido encontrar un asidero.

      No. Ella iba a trabajar mucho. Dejaría que se olvidara el escándalo de Tahoe. Pagaría las facturas de los abogados y, después, buscaría otro trabajo en otro sitio, lejos de Meridian Resort.

      Sin embargo, por el momento, era suficiente con tener el apartamento en la Granja de Sementales. Se sentía un poco más fuerte, un poco más confiada. Aunque hubiera tocado fondo, había vuelto a levantarse, y no estaba dispuesta a dejar atrás las mejores partes de sí misma.

      Capítulo 5

      –¡Maldita sea! –gritó el capataz del rancho–. ¡Tirad!

      Walker se enrolló la cuerda con más fuerza en la muñeca y tiró con ambas manos, mientras la vaquilla luchaba por salir del barro, con los ojos desorbitados por el pánico. Walker tiró con más fuerza e instó a los demás hombres para que siguieran tirando cuando ya querían parar. La pobre vaquilla iba a morir congelada si no la sacaban. Su destino era el matadero dentro de uno o dos años, cierto, pero no había ningún motivo para que muriera así, helada, muerta de miedo y temblando.

      –A la mierda –murmuró el vaquero que estaba a su lado.

      –Ya casi ha salido –dijo Walker, agarrando la cuerda con fuerza. En realidad, parecía que se estaba hundiendo más, pero él no iba a rendirse–. Vamos, con un par de tirones más, lo conseguimos.

      Al final, hicieron falta unos cuantos tirones más, pero consiguieron sacarla de la charca. El animal salió tambaleándose, recorrió unos cuantos metros y cayó de rodillas.

      Allí no tenían nada con lo que limpiarla, y estaban a un kilómetro y medio del rancho, así que Walker le pasó la mano enguantada por el flanco una y otra vez para quitarle el barro. Estaba temblando, pero había dejado de mugir de miedo. Cuando él se puso en pie y fue hasta su caballo para agarrar una manta, la vaquilla respiraba casi con normalidad. Se puso en pie y dio unos pasos hacia él.

      –Vaya, mirad eso –dijo uno de los vaqueros, riéndose–. Qué bien se te dan las mujeres.

      Otro de los hombres echó a reír.

      –Yo había oído decir que te siguen como si fueran gatas en celo, pero, demonios, no sabía que las vaquillas también.

      Walker se rio de las bromas y se fue a frotar un poco a la vaquilla para que entrara en calor. Después de unos minutos, ya estaba alerta, y se fue corriendo hacia el rebaño. Con suerte, se mantendría cerca de las demás reses y el calor colectivo haría el resto.

      –Muy bien –dijo el capataz, secamente–. Llevadlas hacia el rancho y, después, venid a cobrar el jornal.

      El hombre se alejó sin decir una sola palabra de agradecimiento.

      Los vaqueros volvieron a montar para llevar al rebaño. Cuando estuvieron en marcha, el vaquero de más edad se acercó a él.

      –El señor Kingham es un imbécil, pero el trabajo con los huéspedes está bien, si consigues que te contraten en la cabaña. He oído que estabas buscando trabajo.

      Walker miró a su compañero. Se llamaba Tom, pero no sabía nada más.

      –¿Dónde te has enterado de eso?

      –Bueno, estás aquí, ¿no? –respondió Tom, y señaló al capataz con la barbilla–. Ese me pidió que te vigilara y que me fijara en cómo trabajas. Si un vaquero se pasa demasiados años en uno de esos ranchos de huéspedes, se ablanda.

      –¿Tú crees?

      Tom se encogió de hombros.

      –¿Enseñando a las señoras a montar a caballo? –preguntó. Miró a Walker con picardía, pero sonrió y cabeceó al ver que Walker se quedaba serio–. Eh, no digo que tenga nada de malo. Solo digo que si estás acostumbrado a tener a mujeres guapas y cálidas cerca, luego puede resultar más difícil enfrentarse a una noche fría en pleno camino.

      –Sí, pero lo de los huéspedes también tiene sus propios problemas.

      –Ya lo sé. De todos modos, esa parte del negocio está muy parada. Es obvio que Kingham no es el mejor gestor turístico del mundo.

      –Yo trabajé aquí hace diez años. Kingham no estaba entonces, pero sé que solo usan unas cuantas docenas de cabezas de ganado para la zona de los huéspedes, y que el resto del trabajo lo hacen en otras zonas.

      –Bueno, no parece que te hayas ablandado. Hablaré bien de ti.

      –Gracias.

      Walker se lo agradecía, pero no estaba tan entusiasmado como debería por aquella posibilidad de conseguir un trabajo fijo. Tal vez Tom tuviera razón y él se hubiera vuelto un blando. Miró hacia los edificios alejados del rancho para huéspedes, que estaba casi escondido entre las colinas. Pero ellos no se dirigían hacia allá. Iban hacia la parte de trabajo del rancho, que tenía sus propios edificios y tráileres. El rancho para huéspedes solo era una rama más atractiva de un negocio que movía dos mil cabezas de ganado al año.

      Sería un buen trabajo, pero a Walker se le encogió el corazón. Se había acostumbrado a estar con gente. Diez o quince vaqueros, todos los empleados de la casa y los clientes: madres, padres y muchos niños. Y, sí, de vez en cuando, un grupo de mujeres escandalosas que buscaban aventuras en las montañas.

      Trabajar en un rancho de huéspedes era muy divertido.

      Aquello, por otro lado… Bueno, por lo menos podría volver a su apartamento todas las noches. Eso, y el hecho de tener un sueldo fijo, cosa que posiblemente era lo mejor que podía decirse de aquel trabajo.

      Empezó a llover, y las gotas de agua helada le golpearon el sombrero lentamente hasta que la llovizna se hizo constante. Aquella lluvia lo dejó aún más hundido. Podía haber dejado a la vaquilla mojada y llena de barro, porque iba a volver a estar igual.

      Se subió el cuello de la chaqueta y se concentró en controlar a unas cuantas vacas que querían separarse del rebaño. Al poco rato, estaba en su camioneta de camino a casa, con la paga de aquel día en el bolsillo. Al día siguiente se ganaría unos cuantos dólares más. No era lo más cómodo del mundo, pero era algo. Prefería no tocar sus ahorros más de lo necesario.

      Estaba pensando en la ducha caliente que iba a darse cuando sonó su teléfono móvil. Empezó a fantasear sin poder evitarlo. Tal vez lo que necesitaba era una ducha, una cerveza y a una mujer en su cama. Se sacó el teléfono del bolsillo, preguntándose cuál de sus antiguas amigas sería. Durante aquellos últimos años había tenido la mayoría de sus aventuras con las huéspedes del rancho, pero había algunas mujeres que…

      Su fantasía de una buena noche de sexo se esfumó cuando vio la pantalla.

      Era Nicole.

      Parecía que a ella se le había pasado el enfado. Sin embargo, a él no. Aunque hubiera sido tan tonto de dejarse enredar por la mujer de otro hombre, no estaba dispuesto