Candace Camp

Entre el amor y la lealtad


Скачать книгу

el secreto. Tenía que contárselo. Se prometió a sí misma que lo haría tras la última conferencia navideña. Si no lo hacía, no volverían a verse hasta la siguiente reunión en el Covington, y para eso aún faltaban quince días. Sin embargo, mientras paseaban por el parque tras esa última conferencia, haciendo caso omiso de los copos de nieve que flotaban a su alrededor, no fue capaz de pronunciar las palabras.

      Llegaron a un lugar aislado y alejado de miradas indiscretas, y allí Desmond la tomó en sus brazos y la besó. Resultó ser un beso de lo más agradable y, cuando él levantó la cabeza, los dos respiraban entrecortadamente.

      —Quiero volver a verte —dijo él.

      —Sí. Yo también —había llegado el momento de la confesión—. Quizás podrías, eh… —Thisbe lo miró a los ojos. Los nervios daban saltos en su estómago y lo único en lo que conseguía pensar era en cómo cambiaría su rostro, en cómo adquiriría una expresión incierta, en cómo se apartaría de ella—. Quizás podríamos vernos en la sala de lectura del Museo Británico. Allí permiten la presencia de mujeres, no nos obligan a permanecer en la «sala de lectura de revistas».

      —¿Cuándo?

      —Pues veamos —si le decía al día siguiente parecería demasiado ansiosa—. ¿El domingo por la tarde?

      —Allí estaré —él sonrió antes de inclinarse para volver a besarla.

      Resultó un broche de lo más agradable para ese día, pero Thisbe no paró de reprenderse a sí misma durante todo el trayecto a su casa por no haberle dicho la verdad. Era una estupidez pensar que fuera a apartarse de ella. A la mayoría de las personas les parecería estupendo que su padre fuera un duque. El hecho de que Desmond hubiera hecho alguna referencia a los «adinerados diletantes» cuando discutían del mecenazgo científico no significaba que pensara de ese modo sobre ella. Desmond sabía quién era ella.

      Estaba subestimando a Desmond al pensar que reaccionaría como cualquier persona. Él vería más allá de la magnífica residencia y vería la verdadera imagen de su familia. Además, si un hombre no era capaz de hacer eso, ella no quería tener nada que ver con él, por mucho que le doliera renunciar a él. Se lo contaría el domingo. Lo escribiría para dárselo a leer, por si su boca volvía a cerrarse.

      Pero, cuando entró en Broughton House y vio los bolsos de viaje y baúles que abarrotaban la entrada, el alma se le cayó a los pies. Había algo mucho peor que mostrarle a Desmond dónde vivía. Su abuela había llegado.

      Capítulo 6

      Era increíble que una sola mujer necesitara tanto equipaje para una visita, y hacía crecer el temor de que su abuela tuviera intención de vivir con ellos durante el resto de sus días. Pero la duquesa viuda siempre llevaba una enorme cantidad de ropa cuando viajaba. Y rara vez se movía sin llevar con ella el baúl de los «tesoros».

      —¡Thisbe! —su madre se volvió hacia ella con una expresión de alivio grabada en el rostro—. Tu abuela está aquí.

      —Sí, ya lo veo. Hola, abuela —Thisbe se adelantó para besar a su abuela en la mejilla.

      La duquesa viuda no era especialmente corpulenta, pero de algún modo conseguía parecerlo. Sus cabellos eran plateados casi en su totalidad, los ojos, grises, y el rostro aún conservaba remanentes de su belleza de juventud. De no ser por la gélida mirada y la firmeza en la mandíbula, podría haber sido la imagen de una dulce y adorable abuelita.

      Llevaba su habitual vestido a la moda y las joyas que tanto fascinaban a los gemelos. Un collar de oro rodeaba su cuello, a juego con la pulsera en un brazo y el brazalete de luto, encastrado con obsidianas, en el otro. Gruesos anillos decoraban tres de sus dedos, y alrededor de la cintura portaba una chatelaine de la cual colgaban sus quevedos de oro y otras «necesidades» como las sales, un espejito, pastillas digestivas, un pequeño costurero y unas diminutas tijeras, todo encerrado en ornamentados contenedores de oro. El dorso del espejo estaba encastrado en diamantes.

      —Tu madre me dice que Theo no está aquí —se quejó la duquesa viuda mientras lanzaba una mirada acusadora a Emmeline.

      —De haber sabido cuándo llegarías, estoy segura de que Theo habría insistido en estar aquí para darte la bienvenida —respondió Emmeline.

      —Espero que no haya sido muy agotador el viaje —intervino Thisbe.

      —Pues claro que lo ha sido. El tren era espantosamente ruidoso, capaz de enfermar a cualquiera. Habría preferido venir en carruaje, pero se lo dejé a Hermione.

      —¿Lady Rochester estaba en Bath? —preguntó Thisbe mientras intercambiaba una mirada con su madre. Eso sin duda explicaría el repentino deseo de su abuela de hacerles una visita.

      —Sí. Cree que los baños serán beneficiosos para su gota. Yo le expliqué que no comerse un plato de rosbif cada noche le haría aún más bien que los baños. Por supuesto no me hizo caso. Me sentí obligada a dejarle a ella el carruaje, dada su dolencia, y por eso vine en tren. Yo no soy de las que se queja —concluyó la duquesa viuda antes de proceder a hacer precisamente eso sobre la gente que viajaba en el tren, la incompetencia de los porteadores y la presencia de golfillos corriendo por la estación.

      —Le estaba diciendo a la duquesa que debería subir a sus habitaciones para descansar después de tan terrible experiencia —le explicó Emmeline a su hija.

      A Thisbe siempre le divertía que su madre y su abuela se molestaran tanto en evitar pronunciar sus respectivos nombres.

      —Tonterías. Todavía no soy tan anciana como para necesitar echarme la siesta por las tardes. Demasiado sueño atonta el cerebro, ¿lo sabías? —la duquesa viuda se volvió y se dirigió hacia el salón formal, que apenas era utilizado por el duque y su familia.

      —Menos mal que has llegado —Emmeline suspiró y se volvió hacia su hija—. Todos los demás están fuera. Bueno, Bellard está aquí, pero subió disparado por las escaleras traseras en cuanto oyó la voz de Cornelia. Y sospecho que Smeggars mintió al anunciar que Henry se había ido al club.

      Siguieron a la duquesa viuda hasta el salón y la encontraron sentada en un sillón junto a la enorme chimenea.

      —Aquí hace mucho frío.

      —No solemos encender el fuego en esta habitación, dado que apenas la utilizamos —le explicó Emmeline—. Pero Smeggars hizo que encendieran la chimenea en cuanto supo de tu llegada. No debería tardar mucho en caldearse.

      —¿Y dónde recibís a los invitados entonces? No me digas que seguís haciéndolo en esa monstruosidad roja.

      —Prefiero el salón sultán, sí.

      Cornelia soltó un bufido de desaprobación y echó un vistazo a su alrededor.

      —Este es un salón majestuoso para celebrar recepciones. A mí siempre me gustó. Hoy en día no se encuentra gente que trabaje así —gesticuló hacia la repisa, y el panelado de la chimenea, de nogal labrado—. Yo solía venir aquí para hablar con el antepasado de Henry —sonrió con cariño al retrato de un hombre de aspecto adusto, vestido con ropa típica del siglo XVII.

      —¿El viejo Eldric? —la voz de Thisbe se alzó incrédula—. Pero si lleva muerto doscientos años.

      —Thisbe, vigila esos modales —la reprendió su abuela—. No deberías hablar de tus antepasados de ese modo tan impertinente. A fin de cuentas, Eldric fue el primer duque de Broughton.

      —Lo siento, abuela. Yo solo, eh, me ha sorprendido saber que hablabas con él —Thisbe no sabía por qué le seguían sorprendiendo las peculiares creencias de su abuela—. Pensé que solo se… comunicaban contigo los seres más cercanos a ti.

      —Por supuesto me comunico sobre todo con mi querido Alastair. Y mi madre viene a visitarme a menudo. Pero no son los únicos. Las sombras me alcanzan en muchos lugares. Ellos saben cuándo alguien tiene el don, como yo. Al igual que Olivia —la mujer