Candace Camp

Entre el amor y la lealtad


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soldados se detuvieron en seco, como si se hubieran estampado contra un muro, las manos paralizadas sobre las empuñaduras de las espadas. El miedo inundó sus rostros al comprender que no podían moverse, inmovilizados y debilitados por la crepitante, punzante, energía.

      Ella sabía que su miedo se convertiría en terror si supieran hasta dónde llegaba el poder que era capaz de ejercer con su creación. La gente susurraba que era capaz de hablar con los muertos. Decían que era capaz de devolverlos a la vida. Que era capaz de arrancar de la muerte a un hombre moribundo. Pero lo que no sabían era que del mismo modo podía enviar la muerte a un hombre vivo.

      Su sonrisa era letal mientras empezaba a cantar, casi en un susurro. No debería haberlo hecho, no debería haber seguido utilizándolo, pero no podía detenerse. No quería detenerse. Una sensación de placer la invadió mientras sentía el poder salir de ella, hacia ellos. Vio el horror en sus rostros cuando empezaron a sentir las sacudidas en sus corazones y los espasmos que recorrían sus extremidades. Ella aumentó la energía, viéndolos palidecer a medida que la vida se les escapaba.

      Miró al hombre que había sido su mentor y que se había convertido en su jurado enemigo. Pero no fue miedo lo que vio en su rostro, sino avaricia y envidia. Él codiciaba su poder, ansiaba poseer el objeto. Haría cualquier cosa para conseguirlo, incluyendo acusarla de herejía y enviarla a la muerte. Su alma se había ennegrecido por su ansia de poder.

      Y el suyo también lo estaría si continuaba. Debía detenerse. Debía librar al mundo de su mal. Pero la oscuridad que habitaba su interior la llamaba seductoramente: si lo utilizaba, sería libre. Si lo utilizaba, podría hacer siempre su voluntad.

      Soltando un grito, se desembarazó de su esclavitud y se volvió. Lo oyó gritar «¡No!» y lo vio lanzarse hacia delante, pero demasiado tarde. Ella arrojó la creación al fuego.

      Capítulo 1

      Londres

      Diciembre de 1868

      Thisbe confiaba en que la clase magistral del Instituto Covington resultaría instructiva. Lo que no había esperado era que fuera a cambiar su vida.

      Minutos después de que hubiese comenzado la charla, sintió un extraño cosquilleo en la nuca y se volvió hacia atrás. Un joven estaba de pie en la entrada de la abarrotada sala de conferencias, la mirada fija en ella. Rápidamente apartó los ojos y Thisbe se volvió de nuevo hacia el conferenciante. Llevaba toda la semana esperando a que llegara esa conferencia, pero de repente le costaba centrar su atención en el orador. Su mente estaba ocupada en el hombre que estaba junto a la puerta.

      Siendo una mujer que trabajaba en un mundo de hombres, estaba acostumbrada a ser el objeto de las miradas de los demás, miradas que iban desde las más lascivas hasta las más sorprendidas, pasando por algunas bastante siniestras ante su atrevimiento. Normalmente las ignoraba, pero ese hombre… no sabía por qué le resultaba tan diferente de todos los demás, pero la intrigaba.

      En su pecho estalló una extraña consciencia que nunca había sentido allí hasta entonces. No fue reconocimiento, pues estaba segura de no haber visto a ese hombre jamás en su vida. Tampoco se parecía a la vaga y omnipresente sensación que sentía hacia su mellizo, Theo. Era más parecida a una oleada de excitación y descubrimiento, parecida al estremecimiento de anticipación cuando estaba desarrollando un experimento. Pero, en esa ocasión, la sensación de certeza se mezclaba con la anticipación, aunque no tenía ni idea de qué podría ser aquello sobre lo que tenía tanta certeza.

      Empezó a girar de nuevo la cabeza hacia atrás, pero, justo en ese momento, el hombre se sentó en el asiento junto al suyo. Tenía la cabeza agachada y no la miró, limitándose a sentarse. Sacó un pequeño cuaderno de notas y un pequeño lápiz y empezó a garabatear. Increíblemente, la peculiar sensación que anidaba en el interior de Thisbe aumentó y se caldeó mientras lo contemplaba. ¿Qué tenía ese hombre para hacerla sentirse así?

      Solo alcanzaba a ver su perfil, y ni siquiera bien del todo, ya que estaba inclinado sobre sus notas, pero lo que veía la atraía. Era joven, quizás solo un poco mayor que ella. Sus cabellos eran gruesos y de un color marrón oscuro, un poco demasiado largos y revueltos. Daba la sensación de que se los había cortado él mismo. ¿De qué color eran sus ojos? Ojalá pudiera verlos mejor. Era alto y delgado, sus largas piernas ocupando todo el espacio entre el asiento y la fila de delante. Sus dedos también eran largos y flexibles, y se movían ágilmente sobre el cuaderno de notas. La imagen le produjo una punzada en el estómago.

      De nuevo se volvió hacia el conferenciante, no queriendo que su vecino la descubriera observándolo. Al parecer se había perdido bastante, pues el hombre hablaba sobre números atómicos. Volvió a tomar notas, aunque no en la cantidad y a la velocidad que el hombre sentado junto a ella. Sin duda la agilidad era en parte la causa de que su escritura fuera apenas legible. ¿Cómo conseguiría leer lo que había escrito él mismo?

      El hombre ni se volvió hacia ella ni habló, pero por el rabillo del ojo ella lo descubrió mirándola una y otra vez, sus miradas breves y casi furtivas. ¿Era tímido? Podría ser, aunque la timidez era una cualidad con la que ella no estaba muy familiarizada, dada la naturaleza de su familia. O, quizás, simplemente le sorprendiera la presencia de una mujer en una reunión de la sociedad científica.

      Thisbe se volvió de nuevo hacia él y mantuvo la mirada fija, de modo que la siguiente vez que él la miró, se encontró con sus ojos. El hombre abrió los suyos y sus mejillas se tiñeron de rosa, antes de devolver la mirada a su cuaderno de notas. Había acertado, era tímido. Y sus ojos eran de un hermoso y cálido color chocolate. Un color encantador.

      Ella se sintió agudamente consciente de ese hombre. Sentía el calor de su cuerpo y olía su olor, una suave mezcla de hombre y colonia. Eso, también, le provocó una punzada en el interior.

      A su alrededor sonaron aplausos y Thisbe comprendió que la conferencia había terminado. Aunque con retraso, ella también aplaudió y se levantó, al igual que todos a su alrededor. Su vecino también se levantó de un salto, dejando caer el cuadernillo y el lápiz, y agachándose para recuperarlos. El lápiz rodó hacia ella y se detuvo junto a su falda. Él recogió el cuaderno y se irguió, contemplando el lápiz. Se movió ligeramente y se guardó el cuadernillo en el bolsillo antes de dedicarle otra mirada, cargada de añoranza, a su lápiz.

      Sin duda iba a tener que hablarle. Thisbe aguardó, guardándose su propio cuadernillo y lápiz en el bolsito. Los aplausos habían concluido y a su alrededor todo el mundo empezaba a marcharse. El hombre arrastró los pies y empezó a alejarse. Era evidente que, si quería hablar con él, tendría que comenzar ella.

      —¡Señor! —Thisbe recogió el lápiz. El hombre se alejaba—. Señor —ella lo siguió, y alargó una mano, tocándole el brazo.

      Él se volvió tan deprisa que ella casi chocó contra él.

      —¡Oh! Señora. Señorita. Yo, eh…

      —Me parece que esto es suyo —Thisbe le mostró el lápiz mientras lo observaba de cerca.

      Tenía un rostro agradable y los cálidos ojos marrones estaban bordeados de unas espesas pestañas negras.

      —¡Oh! —las mejillas del hombre volvieron a teñirse de rojo—. Yo, eh, gracias —tomó el lápiz y sus dedos se rozaron, provocándole a ella un cosquilleo por todo el cuerpo. Él dejó caer el lápiz en el interior de su bolsillo, pero no se movió del lugar, ni dejó de mirarla—. Yo, eh, ha sido una conferencia estupenda, ¿verdad?

      Thisbe sintió una oleada de triunfo. Ese hombre también quería hablar con ella. Aunque era evidente que la misión de encontrar un tema de conversación debía recaer en ella.

      —Sí, el instituto Covington a menudo ofrece conferencias interesantes. La señora Isabelle Durant ofreció una interesante charla sobre botánica el mes pasado. Por supuesto, no todas las discusiones son científicas.

      —¿La señora Durant? —preguntó él sorprendido.

      —Sí.