Candace Camp

Entre el amor y la lealtad


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vio las fotografías, vio cómo se tomaban, y no vio ninguna señal de fraude, y por eso cree en ello. Debe admitir que nadie ha logrado explicar cómo los fotógrafos de espíritus logran que aparezca la imagen fantasmal sobre la placa fotográfica.

      —Puede que no, pero ¿no hubo una mujer en Boston que afirmó que el fantasma de una de las fotos era en realidad una foto suya que le habían hecho en el mismo estudio? Yo diría que esa es una prueba concluyente.

      —Y por eso me cuesta creerlo —él asintió—. Pero, si aceptamos la palabra de esa mujer como prueba, ¿cómo podemos rechazar la de todas esas personas que aseguran que esas imágenes pertenecen a sus seres queridos? Sin duda una madre sabrá reconocer a su propio hijo.

      —En mi opinión, un familiar doliente tienen tantos deseos de creer que se trata de la persona que ha perdido, que imagina sus rasgos en esa foto y los identifica con ese ser querido. Las imágenes son pálidas y difusas, ¿no es así? Un bebé vestido con traje de cristianar y gorrito no es fácil de distinguir de cualquier otro vestido igual y, si el rostro está algo borroso, no resultará difícil ver lo que quieras ver.

      —¿Y si usted también lo viera? ¿Y si tuviera la evidencia ante sus ojos?

      —Seguiría mostrándome escéptica.

      —Eso no me cabe duda —él soltó una carcajada.

      —Sin embargo —continuó Thisbe—, si pudiera demostrarlo con absoluta certeza, sin asomo de duda, tendría que creérmelo.

      —Y eso precisamente es lo que intentamos hacer —el rostro del joven se iluminó de entusiasmo—. Estamos haciendo experimentos. Mi objetivo es demostrar, o refutar, la presencia de un espíritu que permanezca después de la muerte. Me da igual cuál sea la hipótesis correcta. Lo que me importa es la investigación. En este mundo hay muchísimas cosas que desconocemos, que no vemos. Muchas de las cosas que ahora sabemos habrían sido tildadas de imposibles hace cincuenta, incluso veinte, años. El telégrafo, por ejemplo. ¿Quién habría creído que se podría enviar un mensaje a alguien a kilómetros y kilómetros de distancia, y en un instante? O la fotografía. La electricidad. Y sin embargo siempre estuvo allí… pero no lo veíamos.

      En opinión de Thisbe, investigar fantasmas no podía considerarse ciencia, pero le gustó la alegría en la mirada del joven, la pasión que traslucía por aprender e investigar. Así se había sentido ella toda su vida, con esa ansia por saber, la excitación del descubrimiento. Le había gustado ese hombre nada más verlo, pero en ese mismo instante tuvo la convicción de que era importante.

      —¿Y cómo pretenden demostrar la teoría? —preguntó.

      —Necesitamos encontrar la herramienta adecuada. Piense en todas esas estrellas que no éramos capaces de ver antes de que se inventara el telescopio. Todos esos detalles minúsculos que nos resultaban invisibles hasta la invención del microscopio. ¿Y si los espíritus de las personas hubiesen estado allí todo el tiempo, y simplemente no teníamos la capacidad para verlos?

      —¿Quiere inventar una herramienta para que podamos verlos?

      —Esa es mi esperanza. La fotografía de espíritus se basa en la idea de que la cámara puede captar lo que el ojo no ve, lo que sucede demasiado rápido, o sin la suficiente nitidez. Mi campo de trabajo es el de las propiedades de la luz. La luz no es visible a nuestros ojos como colores hasta que empleamos un prisma. Pero William Herschel descubrió que había otra clase de luz, la infrarroja, que ni siquiera podemos ver con un prisma.

      —Sí, he oído hablar de eso —Thisbe asintió—. Utilizó un prisma para separar los colores y luego aplicó un termómetro a cada color para comprobar cuál se calentaba más deprisa. Pero lo que descubrió fue que el termómetro subía más rápidamente fuera del espectro. De modo que tenía que haber otra parte del espectro que existe, pero que no podemos ver.

      —Exactamente. Y entonces Ritter encontró otra banda… la luz ultravioleta.

      —¿Entonces cree que un espíritu es algo que existe en otra banda de luz?

      —Creo que puede ser visto en otra banda de luz. ¿Seremos capaces de crear un instrumento que nos permita ver las bandas invisibles del mismo modo que el prisma nos permite ver los colores por separado? —él se encogió de hombros—. Esa es una de las cosas en las que estamos trabajando. Pero hay más.

      —¿Estamos? ¿El señor Gordon y usted?

      —Y algunos otros colegas. El profesor Gordon tiene un patrocinador muy interesado en su investigación, y eso le permite proporcionarnos un laboratorio y el material necesario. Es muy agradable. Quizás le gustaría verlo alguna vez. Quiero decir, bueno, suponiendo que le interese, por supuesto.

      —Eso sería… —Thisbe se interrumpió al ver acercarse a Andrews, con su capa.

      —Me he tomado la libertad de traerle su capa, mila… señorita Moreland. Espero que no le importe.

      —No, claro que no. Gracias —ya no quedaba nada más que hacer salvo marcharse. Thisbe se tomó su tiempo para ajustarse la capa y ponerse los guantes, pero aquello no duró eternamente—. Bueno, pues… —se volvió hacia el hombre.

      —Supongo que deberíamos marcharnos —él volvió a arrastrar los pies—. Yo, eh… Me ha encantado hablar con usted. Ha sido muy generoso por su parte prestarme sus notas —le dio una palmadita al bolsillo, donde había guardado la libreta de Thisbe—. Le prometo cuidarla bien y devolvérsela. ¿En la conferencia de Navidad, quizás?

      —Sí. Eso me parece perfecto —ella le ofreció su mano—. Discúlpeme, debería haberme presentado. Me llamo Thisbe Moreland.

      Él le agarró la mano y Thisbe deseó no haberse puesto ya los guantes.

      —Señorita Moreland, ha sido un placer conocerla. Yo soy Desmond Harrison.

      —Señor Harrison —con una última sonrisa ella se volvió hacia la puerta mientras Desmond se apresuraba a abrirla.

      Y a continuación la siguió escaleras abajo.

      —Por favor, permítame acompañarla hasta su casa.

      Thisbe miró hacia la calle, donde la esperaba el coche de los Moreland. John, el cochero, que permanecía de pie junto a los caballos, la vio y se subió al carruaje. Pero ella le dio la espalda.

      —Eso sería muy amable por su parte, señor Harrison. Gracias.

      Oyó el traqueteo del coche que se aproximaba a ellos, pero echó a andar en dirección contraria, acompañada por Desmond. Puso una mano a la espalda y, discretamente, le hizo una señal al cochero para que se marchara. John lo entendería. Bueno, no lo entendería del todo, pero los sirvientes estaban acostumbrados a las excentricidades de los Moreland.

      Al parecer John captó la señal, pues el golpeteo de los cascos de los caballos se detuvo durante un instante, antes de proseguir, pero a un ritmo mucho más lento. Con suerte, Desmond no miraría hacia atrás y no vería el carruaje siguiéndolos de cerca.

      Thisbe miró a Desmond, que caminaba a su lado con las manos hundidas en los bolsillos.

      —¡Señor Harrison! ¿Dónde está su abrigo? ¿Y los guantes? ¿Y el sombrero? —ella se dio media vuelta— ¿Se los ha dejado en el instituto?

      —No. Me temo que se me olvidaron —contestó él con aspecto avergonzado—. Llegaba tarde y salí corriendo sin abrigo ni sombrero. Los guantes los perdí la semana pasada —su expresión era ligeramente aturdida—. En alguna parte.

      —Me recuerda a Theo. Es incapaz de conservar un par de guantes.

      —¿Theo? —él la miró fijamente.

      —Sí, mi hermano. En realidad mi mellizo.

      —Entiendo —la expresión de Desmond se relajó—. Tiene un hermano mellizo. Los mellizos son fascinantes, aunque es aún mejor cuando son gemelos idénticos, por supuesto —de nuevo la miró—. Lo siento… por supuesto no he querido decir «mejor».