Candace Camp

Entre el amor y la lealtad


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idénticos, casi imposibles de distinguir. Y desde luego son… interesantes.

      —¿Tiene muchos hermanos? —la voz de Desmond sonaba ligeramente melancólica.

      —Tengo cuatro hermanos y dos hermanas. ¿Tiene usted hermanos? —Thisbe se preguntó por el extraño tono en la voz de su acompañante.

      —Tuve una hermana —él sacudió la cabeza—. Murió hace años.

      —Lo siento.

      —Gracias. Era bastante mayor que yo, pero estábamos muy unidos. Ella ayudó a mi tía a criarme. Verá, mi madre murió nada más nacer yo.

      —Qué horrible —Thisbe posó una mano sobre su brazo—. Lo siento muchísimo. ¿Y su padre aún…?

      —No —contestó él tras titubear—. Él también se fue.

      —¿Y qué hará en Navidad? ¿Tiene más parientes aquí? Podría venir a nuestra casa —eso la obligaría a desvelar la situación familiar, claro, cosa que no era lo ideal, pero le partía el alma pensar en ese joven solo durante las fiestas.

      —Es muy amable, pero no hay necesidad de preocuparse —Desmond sonrió—. Pasaré la Navidad con el señor Gordon.

      —Me alegro —Thisbe se dio cuenta de que aún tenía su mano apoyada en el brazo de Desmond y, a regañadientes, la retiró—. Está temblando. Debe de estar muerto de frío. Realmente no hay ninguna necesidad de que me acompañe a casa. He ido sola muchas veces, y estoy perfectamente a salvo.

      —Estoy bien. A menudo me olvido del abrigo o la capa, o… bueno, de un montón de cosas —él sonrió compungido—, de manera que frecuentemente me encuentro en situaciones como esta.

      De ninguna manera podía Thisbe permitirle acompañarla a su casa. Con el tiempo iba a tener que hablarle de su familia, por supuesto, pero todavía no. Un vistazo a Broughton House bastaría para ahuyentar a cualquiera.

      —Está lejos —insistió ella mientras, al frente veía la solución a su problema—. Verá, tengo que tomar el ómnibus —señaló a un montón de personas que esperaban el transporte público—. Será suficiente con que me acompañe hasta la parada.

      Desmond se mostró de acuerdo, aunque insistió en esperar hasta que llegara el vehículo, y ella hubiera subido, antes de marcharse. Thisbe lo vio alejarse a través de la ventanilla del ómnibus. Por desgracia, estaba atrapada allí dentro hasta llegar a la siguiente parada. No tenía ni idea de hacia dónde se dirigía. Tendría que bajarse en cuanto pudiera y regresar hasta su carruaje, que, comprobó, aún la seguía. Empezó a reírse por lo bajo. Sin duda acababa de alimentar otra estupenda historia sobre la locura de los Moreland, historia con la que el cochero deleitaría al resto del servicio durante la cena de aquella noche.

      Pero le daba igual. La tarde había merecido la pena, a pesar de la vergonzosa anécdota que correría de boca en boca entre los sirvientes. Sentía algo nuevo en su interior. Por primera vez en su vida había conocido a un hombre capaz de hacerle olvidar la ciencia.

      Capítulo 2

      Desmond corrió la mayor parte del camino a su casa. Tenía frío, pero también bullía de energía. Thisbe, un nombre encantador. Único y encantador, igual que ella. Se había fijado en ella en cuanto había entrado en la sala, simplemente porque era la única mujer allí. Había despertado su curiosidad. Y por eso había elegido la silla a su lado en lugar de cualquiera de las otras que estaban vacías.

      Y, cuando la había mirado de cerca, su pecho había dado un vuelco. Era hermosa, aunque no hermosa como las muñecas de porcelana, de cabellos rubios, ojos azules y sonrisa bobalicona. Los cabellos que asomaban por debajo de su bonete eran de un color negro azabache, aún más oscuro que los suyos, y sus ojos eran de un impresionante color verde brillante. Era tan alta como él, que no había tenido necesidad de inclinarse para hablar con ella. También era delgada como un junco. Su cuerpo esbelto no poseía la típica forma de reloj de arena, conseguida gracias a encorsetar la cintura hasta cortar la respiración, sino algo que resultaba mucho más atractivo. Se movía con elegancia, a diferencia de la rígida postura de las mujeres encorsetadas. Y su rostro… bueno, no había palabras para describir su rostro, femenino y a la vez con fuerza, de forma cuadrada y barbilla pronunciada, suavizada por la curvatura de su boca y ese carnoso labio inferior. Cielos, qué labio. Casi daba miedo lo mucho que ansiaba sentirlo junto a su boca.

      Pero no era solo su aspecto lo que le había convertido en un torpe desecho sin habla. Esa mujer era totalmente diferente a cualquier otra. Por ejemplo, la ropa: un pequeño sombrero con un sencillo lazo para decorarlo, una falda con miriñaque, pero sin ningún adorno, ni siquiera un volante, y unos botines más robustos que modernos. Y luego estaba su manera de hablar, directa, incluso descarada. Su manera de caminar, con pasos largos, rápidos y decididos. Su manera de mirar a los demás, directamente a los ojos, con confianza. Con ella no había miradas de soslayo, disimuladas, no había risitas tontas o aleteo de las pestañas, ni miradas coquetas. Thisbe era sencillamente… ella misma.

      En cuanto a él, por supuesto se había comportado como un imbécil, mirándola de reojo mientras tomaba notas. No quería ni pensar en las notas que había tomado, y luego había dejado caer el lápiz al levantarse. Y no podía recuperarlo sin tocar su falda, lo que le había parecido demasiado descarado sin pedir permiso. Y, además, le había dado demasiada vergüenza preguntarle. Normalmente era algo tímido, pero sin llegar a ese punto de parálisis. El miedo de fracasar lo había agarrotado, impidiéndole hablar.

      Otro hombre, como su amigo Carson Dunbridge, por ejemplo, habría hablado con ella y habría hecho alguna broma sobre el lápiz caído al suelo. Desmond había visto a Carson hablar con las mujeres, relajado y seguro, engatusándolas con una sonrisa. Pero, claro, Carson era hijo de un caballero, educado desde niño en el correcto comportamiento en sociedad. Estaba acostumbrado a tratar con damas.

      Y era evidente que Thisbe era una dama, a pesar de que su sencillo bonete y las sencillas ropas sugerían que no era adinerada. El inglés culto podía aprenderse, ¿acaso el propio Desmond no había aprendido por sí mismo el correcto uso de la gramática y la oratoria, sin rastro del acento de Dorset? No obstante, Thisbe poseía ese aire indefinible, el que no se enseñaba, de la nobleza. A juzgar por el respeto con el que se había dirigido a ella, el gerente del instituto Covington la había reconocido.

      Desmond, sin embargo, estaba muy lejos de la clase refinada. No había mentido del todo sobre su padre, el hombre se había marchado, aunque la respuesta había sido, en el mejor de los casos, falsa. Su padre había sido un obrero, y ladrón ocasional cuando no conseguía encontrar un trabajo honrado. Había terminado por ser enviado en un barco a la colonia penal de Australia.

      La educación de Desmond había sido, en su mayor parte, autodidacta, con la generosa ayuda del vicario del pueblo, que había sabido reconocer la inteligencia y sed de conocimiento que habitaba en él. Lo que había cortado en seco su carrera en la universidad de Londres, aparte de la escasez de materias científicas, había sido la escasez de fondos. A diferencia de Carson y los demás del laboratorio de Gordon, él no recibía ninguna asignación de los padres y, por tanto, se veía obligado a trabajar en una tienda para mantenerse.

      Ni en sus mejores sueños habría pensado que una mujer como Thisbe fuera a iniciar una conversación con él. Pero lo había hecho. Y entonces había descubierto lo fascinante que era ella realmente. En cuanto habían empezado a conversar, todo había sido más fácil. Desmond siempre había tenido problemas para hablar con las mujeres, ya que solían encontrar mortalmente aburridas las cosas que a él le interesaban. Para ser justos, a la mayoría de los hombres también les resultaban mortalmente aburridas.

      Pero con Thisbe había sido completamente diferente. Incluso cuando se mostraba en desacuerdo con él, lo hacía de un modo amistoso y ameno, incluso vigorizante. Ni siquiera parecía haberle resultado extraño que Desmond pudiese ser tan olvidadizo como para dejarse su abrigo o perder los guantes, algo que, incomprensiblemente, le sucedía a menudo.

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