Ким Лоренс

Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza


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que pensara eso.

      –No creo que tú puedas entenderlo. Eres un hombre con éxito, atractivo, encantador, rico. No es tan fácil para todo el mundo.

      –¿Crees que no tengo mis propios demonios?

      –Creo que sí, pero dudar de ti mismo no es uno de ellos.

      Estaba equivocada. Su ego había sido descrito por los medios de comunicación como vigoroso en general e implacable en el consejo de administración.

      –¿Y tú, Audrey? ¿Puedes entenderlo tú?

      Ella miró el puerto y los rascacielos, asintiendo con la cabeza.

      –Cuando fui al instituto había pasado de ser la chica gordita y lista a la chica normalucha y lista. No me importaba demasiado porque esa era mi identidad, eso era lo mío: la excelencia académica.

      –Ojalá te hubiese conocido entonces.

      Ella se rio.

      –Oh, no… la gente guapa y yo no nos movíamos en el mismo hemisferio. No me habrías visto siquiera.

      –¿Por qué dices eso? Me juzgas mal –se quejó Oliver.

      –Durante los dos primeros años fui invisible y entonces un día… fui descubierta.

      –¿Qué quieres decir?

      –De la misma manera que se descubren especies nuevas, aunque llevan siglos aquí. No me hice un nuevo corte de pelo ni era tutora del capitán del equipo de fútbol, no fue como en las películas. Un día era invisible y, de repente –Audrey se encogió de hombros–, allí estaba.

      –¿Y a partir de entonces todo fue bien?

      –No, para mí no.

      El dolor que había en sus ojos lo turbó.

      –¿Qué pasó?

      –Al principio, nada. Solo me miraban fuera donde fuera, como si no supieran cómo hablar conmigo.

      «Me miraban». Como si fueran una manada.

      –Uno de ellos me preguntó si quería ir al cine con él, Michael Hellier. Yo no sabía cómo rechazarlo amablemente, así que acepté y se enteró todo el instituto. Al día siguiente, un grupo de chicas me acorraló en el servicio, amenazándome y diciendo que Michael no era para mí. Pero me había pedido que fuese al cine con él y no podía rechazarlo después de haber aceptado, así que fui con él. No recuerdo qué película vimos porque solo podía pensar en esas chicas. Me convencí a mí misma de que estaban espiando desde la fila de atrás, así que apenas le dirigí la palabra. No me quité el abrigo, aunque estaba sudando, y cuando intentó abrazarme me quedé rígida. Estuve así durante toda la película y en cuanto terminó salí corriendo del cine.

      –¿En serio?

      –Lo pasé bien, de todas formas. Disfrutaba de la atención de esos chicos y me gustaba que no supieran cómo tratar conmigo. Era diferente y eso me hacía sentir poderosa. Era una especie de venganza por las bromas que soporté de niña. Me gustaba ser invisible y también que me buscasen, que mi corazón latiese más deprisa cuando Michael estaba cerca –Audrey suspiró–. Pero intenté jugar a un juego para el que no estaba preparada y perdí. No volví a cometer ese error, no volví a intentar ser una más y después de un tiempo me parecía normal. Tal vez a tu madre le pasó algo así.

      Oliver había olvidado que estaban hablando de Marlene Harmer.

      Algo le había enseñado a no esperar mucho de la vida. Ni de la gente.

      –¿Es por eso por lo que elegiste a Blake? ¿Porque unos idiotas te enseñaron a no apuntar demasiado alto?

      Era la primera vez que uno de los dos reconocía lo que había ocurrido esa noche. Que ella había concentrado su atención en Blake y no en él, casi hasta el punto de resultar grosera.

      Y también estaba ahí, en luces de neón, la presunción de que Blake era «menos». Pero él sabía que era verdad, sobre todo en comparación con Audrey Devaney.

      Audrey no era la mujer para Blake.

      En un mundo justo no lo sería.

      –Blake estaba a mi alcance –dijo ella por fin, después de pensarlo un momento.

      Oliver se echó hacia atrás en el sofá. Siempre se había preguntado por qué había elegido a Blake, pero era un pensamiento arrogante y poco amable tratándose de su amigo, de modo que había enterrado la pregunta bajo un signo de interrogación.

      Y allí estaba la respuesta.

      Y una absurda esperanza también.

      Audrey no había elegido a Blake porque le pareciese el mejor, sino el más seguro.

      Y así, de repente, estaba descubriendo una faceta de Audrey Devaney que nunca había sospechado.

      –No quiero pensar que mi madre se sentía inferior y que el comportamiento de mi padre reforzaba esa idea.

      ¿Se daría cuenta de que cuando decía «mi madre» en realidad quería decir Audrey? ¿Y que en lugar de su padre se refería a sí mismo? Pensar que ocho años antes aquella mujer extraordinaria había decidido que no merecía la pena, que no estaba a su altura…

      ¿Ella, la mejor de las mujeres?

      Era insoportable.

      –Tú la conoces mejor que yo –murmuró Audrey–. Solo era una hipótesis. Cada uno tiene una historia diferente.

      Estaba dando marcha atrás y era lógico. Se había expuesto demasiado y estaba retirándose a terreno más seguro. Pero él no iba a dejar que lo hiciera cuando por fin estaba abriéndole su corazón, cuando estaba dejando que la conociera de verdad.

      Oliver tomó su mano.

      –Ojalá pudiera explicarle lo asombrosa que es.

      –Podrías decírselo.

      –¿Y me creería? –murmuró él, pasando el pulgar por la palma de su mano.

      –Si se lo dices a menudo, acabará creyéndolo.

      ¿Sería tan sencillo? ¿Podría eso hacerle olvidar la mala experiencia de años?

      Oliver exhaló un suspiro.

      –Yo te habría visto, Audrey. Te doy mi palabra.

      Porque ella era especial, no porque lo fuera él.

      Audrey apoyó la cabeza en el respaldo del sofá.

      –Entonces me habría venido bien un apoyo.

      Oliver la habría defendido contra cualquiera que intentase hacerle daño.

      –Y a mí me habrían venido bien tu fuerza, tu coraje y tu madurez.

      Audrey sonrió, apartando delicadamente la mano.

      –¿De verdad? ¿Eras un chico salvaje?

      «Ah, de vuelta a un tema seguro».

      Pero lo dejó pasar, encantado al haber encontrado la llave para conocerla. Porque lo bueno de las llaves era que uno podía usarlas cuando y como fuera necesario.

      Y mientras tanto podía guardarlas en un lugar seguro, en lo más profundo de su pecho. La dejaría respirar un momento.

      –Ah, las historias que podría contarte…

      –Cuéntamelas –Audrey se arrellanó en el asiento, como si hubiera olvidado que unos minutos antes estaba dispuesta a marcharse–. Aún nos quedan cinco platos.

      Eso era lo que tenía: cinco platos y el resto del día para conseguir que Audrey Devaney no desapareciese de su vida para siempre.

      Granada, naranja sanguina y sorbete de Campari

      ¿CÓMO