como ir a Hong Kong para verse con Oliver. Y no la calentaba por dentro para el resto del año. Era una cena familiar con regalos que nadie necesitaba, explicando hasta la saciedad cada año por qué Blake no estaba allí.
Audrey tomó el puro y se lo puso entre los labios, imitándolo. Dos segundos después se lo quitó de la boca.
–Uf, sabe horrible.
–Te acostumbrarás.
–No lo creo.
Tal vez sabría mejor en los labios de Oliver, pensó, haciendo un esfuerzo para no mirar su boca. Pero él tomó el puro y se lo puso entre los labios… después de haber estado entre los suyos.
Había algo en esa intimidad, en ese acto de compartir saliva, como si fueran una pareja acostumbrada a intercambiar fluidos. Se aceleró el corazón, pero hizo un esfuerzo para disimular.
–Si no somos amigos, ¿qué somos? –le preguntó Oliver entonces.
Audrey se atragantó con el champán.
–¿Perdona?
–Yo acepto tu afirmación de que no somos amigos, pero me pregunto qué somos entonces.
Un conejo, unos faros. Era indigno, pero ella sabía muy bien cómo se sentía ese conejo viendo acercarse su destino inexorablemente.
–Hay dos cosas que definían nuestra amistad para mí –siguió Oliver, usando el verbo «definir» como si quisiera decir «atenazar»–. Una, que eras la mujer de mi amigo. Ahora, trágicamente, ese ya no es el caso. Y la otra, que tú y yo éramos amigos, pero, por lo visto, no es cierto. Así que dime, Audrey –Oliver se echó hacia delante, clavando en ella sus ojos–. ¿Qué somos exactamente?
Capítulo 5
Langosta y calamares braseados con miniaturas de los mares del Sur
LA TENSIÓN hizo que la comida se le hiciera una bola el estómago. Debería haberse imaginado que iba a hacer esa pregunta. Al fin y al cabo, Oliver no se había hecho multimillonario de la noche a la mañana: era un hombre inteligente, astuto, sagaz. Y lo admiraba por ello.
Audrey se pasó una mano por la falda.
–Somos… conocidos.
Él asintió con la cabeza durante un segundo, pero luego pareció pensárselo mejor.
–No, eso no puede ser. Yo no pasaría tanto tiempo con una simple conocida.
–¿Socios, tal vez? –sugirió Audrey.
–De eso nada. Seríamos socios si compartiésemos un negocio y eso es en lo último que pienso cuando estamos juntos. Y por lo que disfruto tanto este almuerzo navideño.
–Entonces, ¿qué sugieres que somos?
Oliver lo pensó un momento.
–Confidentes.
Desde luego, él le había hecho muchas confidencias, pero ella no hacía lo mismo.
–¿Qué tal colegas?
Oliver arrugó la nariz.
–Más bien consortes, en el sentido literal.
No, eso no. Eso creaba una imagen demasiado vívida en su cabeza.
–¿Compañeros?
Oliver se rio, pero sus ojos seguían serios.
–¿Qué tal almas gemelas?
Las palabras, la implicación… Era demasiado íntimo.
–¿Por qué haces esto? –susurró Audrey.
–¿Qué hago?
¿Qué estaba haciendo exactamente, flirtear, presionarla?
–Remover las cosas.
Oliver bebió un trago de champán.
–Solo estoy intentando sacarte de ese sitio frío e impersonal en el que te has colocado para mantener esta conversación.
–No pretendía ser impersonal.
O fría. Aunque ese era un término que había escuchado antes… cortesía de Blake en sus momentos más malvados.
–Sé que no eres así, por eso no estoy enfadado contigo. Es una táctica de supervivencia.
–Ya… –Audrey frunció el ceño–. ¿Y a qué intento sobrevivir?
–¿A este día? –sugirió él–. ¿Tal vez a mí?
–No seas presumido.
Cuatro camareros llegaron en ese momento con el segundo plato de degustación. Dos limpiaron la mesa y los otros dos colocaron unas tabletas de madera decoradas con algas y, en el interior, una selección de frutos del mar: cola de langosta, calamares, un pescado blanco y…
Audrey se inclinó hacia delante para verlo mejor.
–¿Eso es krill, lo que comen las ballenas?
Oliver se rio y su risa alivió un poco la tensión.
–No preguntes, pruébalo.
Fuera lo que fuera, estaba delicioso. Tenía una textura rara, pero era uno de los bocados más sabrosos que había probado nunca. Hasta que probó la cola de langosta.
–Es increíble. Esta vez se han superado a sí mismos.
La degustación iba acompañada de una copa de verdejo español, que disfrutaron tanto como la comida.
–Pregúntame cómo lo sé –dijo Oliver mientras esperaban el siguiente plato–. Pregúntame cómo sé que es eso lo que estás haciendo –le aclaró cuando Audrey enarcó una ceja.
Ella respiró profundamente.
–¿Cómo sabes que es eso lo que estoy haciendo?
–Reconozco las señales porque llevo cinco años luchando con ellas. Ocho si volvemos atrás en el tiempo.
Ah, si pudiera… Las cosas que haría de otra manera…
–Las reconozco porque tengo que guardar las formas contigo –siguió Oliver–. Porque sé dónde están los límites y tengo que medirme. Porque tengo que repetirme incesantemente que solo somos amigos.
El corazón de Audrey se volvió loco.
–Lo somos.
–¿Ahora somos amigos? Decídete.
–No sé qué quieres de mí –dijo ella, exasperada.
–Sí lo sabes, pero no quieres reconocerlo.
–¿Qué no quiero reconocer?
–Lo que somos en realidad.
Eran amigos. No podían ser otra cosa; sencillamente, no podía ser.
–No hay ningún misterio. Eras el mejor amigo de mi marido...
–Dejé de ser amigo de Blake hace tres años.
El anuncio la dejó en silencio. Sabía que había ocurrido algo entre Blake y él, pero… ¿tres años antes?
–¿Tanto tiempo?
–Las amistades cambian, la gente cambia.
–¿Por qué no me lo habías dicho?
¿Y por qué no le había dicho nada Blake? Él sabía que veía a Oliver en Hong Kong cada veinte de diciembre. ¿Por qué no le había dicho que no fuera?
–No te lo dije porque habrías dejado de venir.
Solo el murmullo de las conversaciones, el ruido de los platos y los cubiertos y el zumbido de las libélulas en su tanque interrumpían el silencio. Había mucho más en esa frase de lo que podían decir con palabras.
Dos