otros, pero nunca era nada realmente íntimo, personal.
Desde luego, nunca le había contado esos horribles días en el instituto. Blake no lo hubiera entendido.
Pero, si había un hombre que no debería haberlo entendido, ese era Oliver. Oliver Harmer, con su cómoda viva, su colegio privado y su popularidad era uno de esos chicos del instituto que salían siempre con las más guapas, con aquellas que la habían arrinconado en el servicio.
No debería entenderla y, sin embargo, así era.
–Granada, naranja sanguina y sorbete de Campari –anunció el maître. En perfecta sincronía, los dos camareros sirvieron el sorbete en un abanico de cucharillas antiguas. Parecían bolitas de nieve.
–Gracias –Audrey sonrió al ver que se alejaban haciendo una reverencia–. Son muy respetuosos contigo.
–La calidad del servicio es una de las razones por las que Qingting es tan famoso.
–Sí, ya, pero esas reverencias…
–Me gasto una fortuna cada vez que vengo.
Pensar que podría ir allí con otra gente, tal vez con otras mujeres, la irritó. Aquel era su sitio. No existía cuando ellos no estaban allí, ¿no?
–¿Has sabido algo de Tiffany?
Oliver hizo una mueca.
–Se casó el Día de San Valentín.
–¿Tan rápido? Qué horror.
–Él la adora y no le interesa mantener una conversación inteligente. Y ahora Tiffany tiene más dinero del que puede gastar y un futuro asegurado. Hacen buena pareja.
–¿Mejor que contigo?
–Infinitamente mejor.
–¿Por qué estabas con ella si no te parecía inteligente?
–Tiffany tenía otros atractivos. Además, si quiero conversación inteligente puedo encontrarla en otra parte.
–¿Salías con ella y te daba igual no poder mantener una conversación interesante?
Oliver apretó los labios.
–El intelecto no lo es todo.
–Estamos hablando de ti, Oliver. Si alguien no te estimula mentalmente te mueres de aburrimiento.
–¿Y si no pudiera encontrar nunca a mi alma gemela?
Audrey soltó un bufido.
–Por favor. ¿Crees que ninguna mujer puede estar a tu altura?
–A la mía no, a la tuya.
La cucharilla cayó con estruendo sobre el plato.
–¿Por qué querrías buscar a alguien como yo?
Oliver se echó hacia delante, clavando en ella sus ojos pardos.
–Porque tú eres la mujer con la que comparo a las demás.
–¿Yo?
Él asintió con la cabeza.
–Y aún no he encontrado a nadie como tú. ¿Eso te hace sentir incómoda?
–¡Sí!
–¿Porque no estás de acuerdo conmigo o porque no quieres que mida a las demás por ti?
A Audrey le latía el corazón con tal fuerza que no podía tragar.
–Porque los pedestales son oscilantes.
–Creo que, intelectualmente, estamos hechos el uno para el otro. ¿Eso te pone nerviosa?
Si volvía a decir «intelectualmente» se pondría a gritar porque eso solo servía para recordarle que en otros sentidos no tenían nada que ver.
–Me halaga que digas eso… –entonces vio un brillo travieso en sus ojos–. Ah, me estás tomando el pelo.
–No, en absoluto.
–Pero debes de conocer a gente interesante todos los días.
–Nadie con quien quiera pasar todo un día charlando, te lo aseguro.
–Ah, muy bien, ninguna presión entonces –bromeó Audrey.
Dos clientes giraron la cabeza al oír la carcajada de Oliver.
–Lo próximo que digas debería impresionarme.
–Euouae.
–¿Qué?
–Es una regla nemotécnica que hace referencia a la secuencia de tonos en el pasaje musical Seculorum Amén.
–¿Lo ves? ¿Quién podría saber eso más que tú?
Audrey suspiró.
–También es la palabra más larga en nuestro idioma formada solo por vocales.
–Ahora estás presumiendo. Venga, tómate el sorbete.
–Gracias por el cumplido.
–De nada. No sabes las cenas que he tenido que soportar esperando algo como eweyouu…
–Euouae.
–Alguien que dijese eso.
–Me imagino que ninguna de esas cenas sería tan larga como esta.
Oliver dejó de sonreír.
–Hablo en serio, Audrey. Por tu culpa no puedo mirar a otra mujer.
Ella volvió a quedarse sin palabras.
Intelectualmente, se recordó a sí misma. Solo en ese sentido. Porque las mujeres con las que Oliver Harmer salía eran bellísimas, elegantes, deseables.
–Entonces, ¿has bajado el listón?
–He decidido que para conversación estimulante ya tengo la del veinte de diciembre.
–Suponiendo que tu mujer aceptase que siguiéramos viéndonos. No sé si yo lo haría si fueras…
Audrey no terminó la frase y Oliver se encogió de hombros.
–Eso no sería negociable.
–Famosas últimas palabras. ¿Qué pasaría si estuvieras loco por esa mujer y ella te mirase con sus ojos de color violeta llenos de lágrimas, suplicándote que no vinieras?
–¿Violeta?
–Seguro que sería excepcional.
–Le daría un pañuelo y le diría: «Luego nos vemos».
–¿Y si dejase caer seductoramente su vestido de seda?
A Oliver se le oscurecieron los ojos.
–Entonces vendría en helicóptero para compensar el tiempo perdido.
–¿Y si te amenazase con el divorcio?
–Entonces llamaría a mi abogado –Oliver puso los ojos en blanco–. ¿Crees que soy tan fácil de manipular?
No. Estaba segura de que no caería en ese tipo de trampas.
–¿Y si esa mujer te explicase cuánto le duele que pases el día con otra porque siente que esa extraña puede darte algo que ella no tiene?
Oliver suspiró.
–Dios, Audrey…
¿No había pensado nunca lo que sentiría esa mujer, si algún día existiera? Claro que la alternativa sería no decir nada y sufrir cada veinte de diciembre. Y Audrey no quería eso para nadie porque no lo querría para ella.
–¿Me entiendes ahora?
–De modo que me estás condenando a ser soltero para siempre. Porque he estado buscando y tú no estás por ahí.
–Solo digo que no puedes tener a la novia de Frankenstein.