chuparlo, sonriendo mientras él bajaba el cubito por su barbilla, su garganta, su cuello, besándola mientras la acariciaba por debajo del vestido.
–Esas chicas del instituto debían de saber lo que hacían –murmuró.
–¿Qué?
–Incluso siendo unas crías sabían reconocer una amenaza. Sabían que eras capaz de volver loco a un hombre –Oliver metió una mano bajo sus bragas y Audrey se arqueó.
–¿Sabían que era una desvergonzada?
Oliver se rio, clavando en ella sus ojos.
–Que tenías tanto potencial. Y sí, también que eras un poco desvergonzada. Era lógico que los chicos estuvieran interesados.
Audrey no podía decirle que estaba haciendo algo que no había hecho nunca o que se pasaría el resto de la vida recordándolo. ¿Porque dónde iba a encontrar a alguien como Oliver Harmer?
El mundo real era otra cosa, un sitio donde no podía airear lo que sentía por él.
«Lo que ocurre en Hong Kong, se queda en Hong Kong».
Y el reloj seguía su inexorable marcha.
Hasta ese día había estado a salvo porque solo eran fantasías. Oliver era como una estrella de Hollywood, alguien que podía gustarle porque era imposible. Y ella disfrutaba de su secreta fantasía.
«Cuidado con lo que deseas».
Pero, aunque le daba miedo, sabía que era seguro porque lo que ocurriera allí, se quedaría allí. No tenía nada que ver con el mundo real.
–Deja de pensar –dijo él.
–No puedo evitarlo.
–La Audrey de todos los días no puede evitarlo, vuelve a ser la Audrey impulsiva.
También él se daba cuenta. Había reglas diferentes aquel día.
–Tienes razón, dejemos de pensar y volvamos a sentir.
Oliver la sentó sobre sus rodillas y estudió su despeinado cabello.
–La mejor vista del mundo –murmuró.
–Y eso es decir mucho cuando sabemos lo que hay al otro lado del ventanal.
–Cambio de planes –dijo él entonces–. Y cambio de vista.
La llevó de la mano hasta un sillón que se hallaba frente al ventanal, uno en el que siempre se lo había imaginado sentado, esperándola.
–¿Vamos a sentarnos aquí?
–He querido hacer esto durante años. Tú, recortada contra el paisaje de Hong Kong.
La sentó sobre sus rodillas y Audrey tuvo que subirse un poco el vestido para poner una rodilla a cada lado.
–Eres preciosa. Iluminada por las luces de Hong Kong… es como un halo.
No sabía si eso era lo que les decía a otras mujeres, pero su voz y el brillo de sus ojos provocaban un río de lava.
Oliver tiró de la cremallera del vestido y la tela cayó hasta su cintura, revelando sus pechos desnudos.
–Oliver…
Él deslizó las manos por su espalda, inclinando la cabeza para chupar y acariciar con la lengua la punta de un pezón, produciéndole estremecimientos.
Excitada, hizo algo que siempre había soñado hacer: hundir los dedos en su pelo oscuro. Una y otra vez, tirando, disfrutando mientras él torturaba sus pechos con la lengua, acariciándola con el roce de su incipiente barba.
Tras ellos, el cristal del tanque los reflejaba a los dos y el cielo de Hong Kong. Ella, una silueta medio desnuda sobre las rodillas de Oliver y él con la belleza de Hong Kong a su espalda. Parecía salvaje, provocativa, una extraña…
Eso era lo que Oliver estaba viendo. Era así como la veía y eso fue una liberación. No parecía ridícula, al contrario. Parecía una mujer bella entre los brazos de Oliver.
Hacían buena pareja.
Algo se rompió entonces en su interior, como si hubiera caído el dique que había contenido sus sentimientos hasta ese momento.
Estaban hechos el uno para el otro.
Y, por fin, estaban allí.
Oliver tomó su cara entre las manos, prometiéndole el mundo entero con los ojos, prometiéndole un futuro. Y él era el único hombre que podría darle eso.
Sus labios, cuando se encontraron con los suyos, eran ardientes, posesivos. Y mientras ella estaba distraída pensando en eso, Oliver se incorporó un poco para sacar un paquetito de la cartera.
–¿Cuántos llevas? –le preguntó. Nada como un preservativo para volver a la realidad.
–Solo uno.
Se sintió tontamente decepcionada, aunque no sabría decir por qué. Tal vez porque uno era un número finito.
Pero era absurdo pensar eso cuando volvería a Sídney en unas horas. Además, Oliver no mantenía relaciones serias.
–No lo rompas.
La risa de Oliver interrumpió sus pensamientos y Audrey se olvidó de trivialidades, concentrándose en las sensaciones que le provocaban sus labios, sus dedos, la rapidez con la que eliminó las barreras de ropa entre ellos antes de tomarla por la cintura para guiarla hasta su miembro.
–Eres tan preciosa…
Esas palabras, pronunciadas con voz ronca, la excitaron aún más. Fue como la primera vez, y la segunda, como ponerse un guante hecho a medida. Mejor incluso porque la gravedad estaba de su lado. Audrey se incorporó un poco y luego se dejó caer sobre él.
El gemido ronco de Oliver le pareció el sonido más maravilloso del mundo. ¿Cómo era posible sentirse pequeña y femenina y tan fuerte y poderosa a la vez? Sin embargo, así era. Lo montaba como si fuera un potro salvaje, sin ningún control sobre la poderosa bestia.
Oliver echó la cabeza hacia atrás y Audrey se inclinó hacia delante para besarle el cuello. En esa posición, sus pechos pendían frente a Oliver, que los acarició haciendo círculos sobre ellos con las palmas de las manos, imitando el ritmo de sus caderas.
–Oliver…
A medida que aumentaba el ritmo aumentaban también los jadeos. En el tanque, las libélulas volaban de un lado a otro despidiendo chispas de luz… ¿o eran chispas generadas por la fricción de sus cuerpos? Oliver apretó sus pechos, haciéndole saber que estaba cerca, y eso la excitó más.
Ella le estaba haciendo eso.
Ella.
El ritmo era tan frenético que el sillón empezó a moverse. Audrey echó la cabeza hacia atrás, expresando su pasión con un sonido inarticulado mientras lo apretaba entre sus músculos internos.
–Ahora, preciosa… –dijo Oliver, levantando las caderas–. Termina para mí.
Audrey clavó los ojos en él, poniendo su alma en esa mirada.
Y luego el mundo explotó.
Fue como si las últimas plantas del edificio se hubieran separado de las demás durante unos segundos.
Abrió los ojos a tiempo para ver a Oliver con los ojos cerrados, las manos apretando su cintura, dejando escapar un gemido ronco que duró lo que duró su orgasmo… hasta que masculló una palabrota.
–Qué boca tan sucia –bromeó ella cuando por fin pudo recuperar la voz.
Él jadeaba.
–No tengo dignidad contigo.
Se le encogió el corazón como los músculos entre sus piernas.
«Contigo».
Audrey disfrutó del placer durante