era lo que un hombre quería escuchar. Con la poca energía que le quedaba, Oliver levantó una mano y le dio un azotito en el trasero.
–Aguántate, Blake –bromeó ella–. De modo que no era yo.
–Ya te lo dije.
–Sí, es verdad.
–¿Me crees ahora?
–Sí –Audrey suspiró–. Te creo.
Oliver se quedó mirando al techo, pensando en las palabras que nunca había querido pronunciar y avergonzado de su cobardía.
¿Qué iba a pasar a partir de ese momento?
Eso era lo que quería saber. Por un lado lo temía y por otro sería un crimen no repetirlo. Había tenido a la mujer que más deseaba jadeando debajo de él…
Pero él no tenía relaciones largas, no se atrevía. No sabría hacerlo. Había desperdiciado años esperando a otra mujer con la mezcla perfecta de cualidades: curiosidad, inteligencia, simpatía, elegancia, una sensualidad salvaje y un corazón de oro.
No iba a encontrar a otra mujer en el planeta mejor que Audrey.
Podía disfrutar del maravilloso regalo que le había dado el universo, pero no podía conservarlo.
Porque Audrey era demasiado preciosa como para arriesgarse con alguien tan dañado como él.
El sexo cambiaba a la gente, a las mujeres especialmente. Y a las mujeres como Audrey mucho más. No era virgen, pero estaba seguro de que aquella había sido su primera experiencia sexual gratificante y cuando pasaba eso las mujeres pensaban en el futuro, empezaban a hacer planes.
Y él no hacía planes con una mujer. No podía hacerlos.
Había muchas maneras de engañar en una relación y él había sido falso con todas por no decirles que no estaban a la altura de otra mujer. Por no decirles que lo que había entre ellos solo podía ser algo superficial.
Era tan infiel como lo había sido su padre, pero sin engañarlas con otra. De modo que se había especializado en relaciones cortas. Reservaba las más largas para mujeres que no cambiaban de la primera cita a la última. Mujeres previsibles que no buscaban nada más en una relación. Con ellas salía durante meses enteros.
Audrey no era una mujer a la que pudiera decir adiós en unas semanas. Era alguien que le importaba de verdad y lo que pasara a partir de aquel momento era fundamental para su relación.
Pero nunca le haría daño. Él sabía lo que sufría una mujer con un hombre incapaz de amar.
Hacer infeliz a Audrey, ver cómo se entristecía cada día por su culpa, porque se alejaba como hacía siempre…
No, eso era algo que no podía hacerle a la mujer que él consideraba perfecta, a la que podría amar si supiera lo que significaba eso.
Y, dada su genética, las posibilidades de que lo descubriera eran mínimas.
Pero ahogarse en lo que no podía ser no iba a llevarlos a ninguna parte y sería mejor hablar claro, afrontar la angustia de una vez.
«Pregúntale».
–Bueno, ¿qué va a pasar ahora?
La pregunta más complicada de su vida.
–Depende de la hora que sea.
–Casi las seis.
Y eso significaba que llevaban ocho horas juntos.
Audrey se puso de lado, apoyando la cara en una mano.
–Aún tenemos que disfrutar de la degustación.
¿Estaba pensando en comida mientras él se sentía como un adolescente?
–¿De verdad? ¿El sexo no ha sido un buen sustituto?
Su sonrisa de Mona Lisa no la delataba.
–Tú mismo has dicho que tenemos que recargar las pilas. Deberíamos estirar un poco las piernas y comer algo.
Estirar las piernas, como si hubieran pasado la tarde frente a un ordenador. Oliver la estudió durante unos segundos, pero sus ojos no parecían ocultar nada.
–¿De verdad tienes hambre?
–Claro. Me has hecho sudar.
Audrey Devaney de verdad era la mujer perfecta.
Era lógico que la adorase.
–¿Quieres que nos sirvan aquí?
–No, volvamos al restaurante… bueno, espera un minuto o dos.
Tenía hambre, pero sobre todo quería volver al restaurante con Oliver.
Por el placer de hacerlo. Porque había cambiado, porque ya sabía lo que era hacer el amor con un hombre como Oliver Harmer.
–¿Estás bien?
Ella sonrió, coqueta. Dios, ¿cuándo se había convertido en Marilyn Monroe? Parecía una mujer acostumbrada a darse un revolcón entre plato y plato. Y había sido el mejor de su vida. Seguía ardiendo, con el cuerpo sensible en algunas zonas, encantada consigo misma.
–¿Seguro que estás bien?
–No sé cómo hacerlo –admitió ella.
–¿A qué te refieres?
–A volver al restaurante después de… el plato extra.
Oliver se rio.
–No creo que haya ninguna etiqueta en especial. Tendrás que improvisar.
–Me siento extrañamente transformada.
–Si la gente te mira, será por el vestido.
Claro. No llevaba un tatuaje en la frente que dijera «¿A que no sabes dónde tenía la boca hace cinco minutos?».
Bajaron al restaurante y entraron juntos, de la mano.
Qué raro que, a pesar de todo lo que se habían hecho el uno al otro en las últimas horas, eso le pareciese tabú. Como cruzar al lado oscuro. Se sentó en el sofá, del otro lado por primera vez en cinco años, mientras él la miraba fijamente.
Debía de parecer a punto de salir corriendo y se estiró como una gata.
–Este también es muy cómodo.
–A mí siempre me ha gustado.
–De hecho, creo que este es mejor.
–Estoy de acuerdo, tiene muy buena vista –respondió Oliver, mirándola a los ojos.
Qué encanto. Aterrador, pero un encanto.
Oliver le hizo un gesto a un camarero y, segundos después, el hombre apareció con dos copas de vino blanco.
Audrey sonrió mientras miraba el tanque de las libélulas, que normalmente estaba tras ella, y las puertas que llevaban a la cocina.
–Siempre había pensado que sabías por intuición cuándo llegaba un nuevo plato, pero me estabas engañando. Puedes ver la cocina desde aquí.
–Parece que esta noche vamos a desvelar todos nuestros secretos.
–Sí, es verdad.
–¿Quieres hablar de ello?
«Ello».
–No quiero estropearlo –murmuró Audrey. Ni gafarlo–. Pero tampoco quiero que pienses que intento evitar la conversación.
–¿Quieres que hablemos de otra cosa?
«Desesperadamente».
–¿De qué?
Oliver se arrellanó en el sofá, con su copa de vino en la mano.
–Háblame del Testore.
Los instrumentos que buscaba por todo el