Tenía a Oliver allí, en aquel momento, algo que nunca se hubiera imaginado.
Y pensaba aprovecharlo.
–¿A qué hora cierra el restaurante?
Oliver se puso tenso.
–¿Tienes que tomar un avión?
Audrey giró la cabeza.
–Quiero estar a solas contigo.
–Podemos volver arriba.
–No, quiero que estemos solos aquí.
Oliver murmuró un improperio.
¿Era demasiado? ¿Había cruzado una línea invisible? Se volvió hacia el ventanal como si no tuviera importancia, pero preparándose para un rechazo.
–O no. No tenemos que hacerlo.
Oliver inclinó la cabeza para hablarle al oído.
–No te muevas.
Y luego desapareció, dejándola sola, sin el calor de su cuerpo.
No se le daba nada bien eso de la seducción.
Ni arriesgarse.
Pero volvió unos segundos después y la abrazó de nuevo, como si no se hubiera ido. De modo que tal vez no estaba rechazándola. El espectáculo seguía, deslumbrante, épico, pero Audrey solo podía pensar en el calor del cuerpo de Oliver, en el duro torso contra su espalda.
¿Espectáculo de luces? ¿Qué espectáculo de luces?
Por fin, reconoció las notas que anunciaban el final del espectáculo, pero no quería abandonar el refugio de sus brazos.
Tras ella oyó entonces ruido de pasos apresurados. Los empleados se llevaban platos y copas a la cocina...
El maître hablaba con los clientes que quedaban y todos se levantaban sin protestar, mirándolos con cara de curiosidad. Unos segundos después, habían desaparecido.
–¿Oliver…?
–Aparentemente, tus deseos son órdenes para mí.
Audrey lo miró, boquiabierta.
–¿Los has echado?
–Ha ocurrido un repentino problema en la cocina, pero hemos ofrecido una cena gratis para cada pareja. Seguro que están encantados.
–Considerando que estaban ya en el último plato… –y considerando lo que costaba una degustación en Qingting– seguro que sí.
Oliver la llevó al sofá.
Min-húa apareció con una botella de vino blanco, una jarra de agua y un mando a distancia y dejó las tres cosas sobre la mesa.
–Buenas noches, señor Harmer, señora Devaney.
Luego desapareció en la cocina y salió por la puerta por la que habían desaparecido los demás empleados.
Ella se volvió, asombrada.
–¿Así de fácil?
–Lo limpiarán todo antes del desayuno.
–¿Siempre consigues lo que quieres?
–En general, sí. Pero pensé que eso era lo que tú querías.
–Querer y conseguir no suelen ir de la mano en mi mundo.
–¿Has cambiado de opinión?
–No… exactamente –respondió Audrey.
Oliver se inclinó hacia ella.
–Te has acobardado.
–No es verdad. Es que me ha sorprendido la rapidez con que lo has solucionado todo.
–Cuidado con lo que deseas, ya sabes.
Audrey miró la puerta. Luego a Oliver.
–Solo necesito un momento –murmuró, levantándose.
–¿Dónde vas?
–Quiero ver cómo vive la otra mitad.
La vista era mejor en la esquina, con las libélulas. Bueno, era igual, pero ella tenía a Oliver.
Audrey se levantó un poco el vestido y paseó por el restaurante vacío.
–Estás loca –dijo él, sin apartar los ojos de sus piernas desnudas.
–No, estoy cotilleando.
Asomó la cabeza en la elegante cocina... todo estaba bien ordenado, pero alguien tendría que limpiar antes del desayuno. Un lavavajillas industrial en la esquina estaba en marcha, pero apenas hacía ruido.
Cuando volvió a pasar al lado del sofá, Oliver la tomó del brazo y tiró de ella para sentarla en sus rodillas. Su grito de protesta quedó ahogado por la gruesa moqueta.
–¿Hay cámaras de seguridad?
–¿Crees que no saben por qué los he enviado a casa?
Pensar que estaban saliendo a la calle, mirando hacia arriba e imaginando…
Audrey sintió que le ardía la cara.
–Hay una gran diferencia entre saber y ver. O compartir en YouTube.
–Tranquila. Solo hay cámaras de seguridad en las entradas y en la escalera de incendios. El único público que vamos a tener es invertebrado.
Audrey miró las libélulas, que estaban como siempre revoloteando de un lado a otro.
Oliver utilizó la mano libre para pulsar un botón del mando a distancia y las luces del restaurante fueron bajando hasta dejarlos en penumbra.
–Seremos tan anónimos como tu ladrón de chelos.
Con la suave luz del tanque de las libélulas y las de Hong Kong al otro lado del ventanal resultaba fácil imaginar que eran invisibles.
–¿Qué decías sobre estar solos?
–Tenemos tan poco tiempo… no quería compartirte con un montón de gente.
Una sombra cruzó los ojos de Oliver.
–Lo mismo digo.
Sus labios eran suaves, más cálidos, más dulces que antes. Como si tuvieran todo el tiempo del mundo en lugar de unas horas. Ella le devolvió el beso, tomándose el tiempo que ninguno de los dos se había tomado arriba. Oliver no insistió, aparentemente tan contento de disfrutar el momento como ella.
Pero no eran superhéroes y unos minutos después Audrey pensó que iba a explotar. Oliver se quitó la chaqueta y ella levantó el bajo del vestido en un triste intento de buscar ventilación.
–Me siento como un crío haciéndolo en el asiento trasero del coche de mis padres.
–Salvo que ahora sabes que conseguirás lo que quieres –dijo Audrey.
Ya lo había hecho, dos veces.
Oliver sonrió.
–Contigo no doy nada por sentado.
–Venga, los dos sabemos que me tienes segura.
Oliver se rio mientras ella le besaba el mentón, la nuez, la garganta. Sabía a sal y a colonia. El mejor plato de todos.
Se quedaron así, abrazados, besándose, tocándose por todas partes durante una hora. Tiempo suficiente para que el vino se calentase y la jarra de agua desapareciera.
–Espero que no vayas a emborracharte. No me servirías de nada –bromeó cuando Oliver se sirvió una copa de vino.
Él le hizo un guiño.
–Alguien se ha bebido toda el agua y en un maratón lo importante es estar hidratado.
–¿Esta es una prueba de resistencia?
–Para mí, sí.