estás enfadando a propósito.
–Tal vez porque sé qué hacer cuando te enfadas. Nunca te había visto así, pero ese fuego en tus ojos, esa lengua… eso lo conozco bien –Oliver le pasó un brazo por la cintura–. Eso y lo que me hace sentir a mí.
Sin decir nada más, tomó su mano y la puso sobre su corazón, que latía alocadamente.
–¿Lo notas? Eso es lo que me haces, así que, por favor, no me digas que no me siento atraído por ti.
Audrey se echó hacia atrás, mirándolo con recelo.
–Estás loco.
Oliver la soltó y se dirigió al ventanal.
–Me matas, de verdad. Tienes tantas cosas que no valoras… no te das cuenta –suspirando, se metió las manos en los bolsillos del pantalón para no volver a abrazarla–. Y yo te veo cada veinte de diciembre, deseándote y preguntándome cuándo vas a darte cuenta, si se te habrá ocurrido alguna vez pensar que es así.
Hablaba en serio. Se sentía atraído por ella. ¿Qué iba a hacer?
–Lo siento, Oliver.
Él se dio la vuelta.
–No buscaba una disculpa. Estoy enfadado por ti, no contigo. Estoy enfadado porque no tienes fe en ti misma a pesar de lo asombrosa que eres. Y estoy enfadado conmigo mismo porque, a pesar de lo que me dice la cabeza, a pesar de que nunca me has dado señales, mi cuerpo no entiende el mensaje.
No estaba enfadado, estaba dolido, pensó ella, con el corazón encogido.
–Nunca me lo has hecho saber.
–Si hay algo que hago bien es controlar mis más bajos instintos.
Audrey se mordió los labios. Era Oliver, un hombre al que quería y al que respetaba. El protagonista de muchos pensamientos inapropiados durante esos años. Y estaba diciéndole que la atracción era mutua.
–¿Cómo iba a…? –empezó a decir.
–Lo entiendo, Audrey.
–No, no lo entiendes. ¿Cómo iba a hacértelo saber cuando estaba casada con tu mejor amigo y sabía, además, que la fidelidad era tan importante para ti? No quería que pensaras mal de mí.
«Tú no».
–¿Por qué iba a pensar mal de ti?
–Lo habrías hecho. Si hubieras podido leerme el pensamiento cuando estaba contigo, lo habrías hecho.
Y cuando no estaba con él.
Oliver se quedó muy quieto. Peligrosamente alerta.
–¿Qué estás diciendo?
–Necesito que tengas buena opinión de mí –Audrey respiró profundamente–. Por eso tenía que disimular.
–Ya no estás casada –le recordó Oliver–. Y, dadas las fantasías que tenía cuando eras la mujer de mi amigo, yo no estoy en posición de juzgarte.
Nada los detenía. Blake ya no estaba y la lealtad que sentía por él se había disuelto al conocer sus infidelidades. Oliver no salía con nadie, los dos estaban libres, solos en aquel sitio. Y no volvería a verlo en un año.
Y nadie más lo sabría.
No había ninguna razón para no cruzar el espacio que los separaba y tocar a Oliver Harmer como había soñado hacerlo durante tantos años.
Y esa libertad era aterradora.
Audrey se dirigió al ventanal y miró la ciudad que se extendía a sus pies. Millones de personas moviéndose de un lado a otro, sin saber del tormento que estaba sufriendo.
Podía sentir su calor tras ella, pero no la tocaba. Y no era capaz de darse la vuelta, de modo que siguió mirando hacia abajo, agarrándose a la gente como a un ancla.
–No tiene por qué ser algo raro –susurró él–. Seguimos siendo las mismas personas.
Por eso era tan raro, pero también emocionante. Y su pulso lo atestiguaba.
–Pero tienes que desearlo y tienes que pensarlo bien. Necesito que tomes una decisión.
–¿Quieres que sea yo quien dé el primer paso?
–Quiero que estés segura del todo.
Audrey apoyó las manos en el cristal.
–¿Y si no… funcionase? –susurró.
–Audrey, ni siquiera estoy tocándote y ya estoy a punto de subirme por las paredes.
Oliver se acercó un poco más, el calor de su cuerpo confirmaba sus palabras, el contraste con el frío cristal la hacía temblar.
–Deja que te lo demuestre –murmuró, acariciándole el pelo. Y fue eso, más que cualquier otra cosa que pudiera haber hecho, lo que la convenció.
Ver esos dedos largos y seguros temblando como una hoja.
Audrey cerró los ojos, intentando no pensar en nada, olvidar sus miedos, sentir. En cuanto echó la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto su garganta, Oliver la besó y se le doblaron las rodillas. Si no hubiera sido por la presión del cuerpo masculino habría terminado en el suelo.
Oliver alargó las manos para acariciarla por encima del vestido de seda. Rozaba sus pechos con los nudillos, su cintura, la curva de sus caderas, dejándola temblando… y viva. Luego puso una mano sobre su vientre mientras con la otra trazaba la curva de sus nalgas.
Audrey abrió los ojos.
–Siéntelo –murmuró él–. Sé valiente.
Empezó a besarle el cuello, el lóbulo de la oreja, la barbilla, la cara. Y, cuando llegó a sus labios, Audrey estaba más que preparada.
Se apoderó de su boca dejando escapar un masculino gemido y Audrey se giró ligeramente para apretarse contra él.
Sentía oleadas de vértigo apretada entre el cielo y aquel hombre y el aliento escapó de sus pulmones mezclándose con el de Oliver. Se agarraba a sus labios como si fueran lo único que impedía que cayese al suelo.
Era como había soñado que sería: masculino, delicioso, duro, ardiente, posesivo.
Pero mucho mejor aún. No se parecía a nada que hubiera experimentado en su vida.
«Sé valiente», le había dicho. Y tenía que arriesgarse.
De modo que se puso de puntillas y enredó los brazos en su cuello.
Oliver metió una pierna entre las suyas, apretándose contra ella, pero también sujetándola mientras sus manos quedaban libres para acariciarla por todas partes. Con una le acariciaba el pelo, con la otra los pechos, acariciándolos suavemente.
Oliver se apartó para respirar, sin dejar de acariciarla.
–¿No llevas sujetador?
–Estará en la pila de ropa –respondió ella, desconcertada.
–Entonces va a ser un poco más difícil.
–¿Qué va a ser más difícil?
–Parar.
–¿Por qué íbamos a parar?
–Porque estamos a punto de recibir visita.
Audrey se apartó.
–¿Qué quieres decir?
–He pedido que siguieran sirviendo la cena aquí.
–¿Por qué?
–No sabía que esto iba a pasar y no hemos terminado de comer –dijo Oliver, tirando hacia arriba del vestido.
–Ahora mismo prefiero que estemos solos.
–No tenemos que comer ahora mismo. Podemos seguir en