Кэрол Мортимер

Destinos cruzados


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por el enfado—. ¿Eres tonta, meterte en una piscina sola cuando ni siquiera puedes nadar? Retiro lo que dije de la sirena. ¡Pareces una ballena encallada en la playa en este momento!

      Ella abrió la boca para protestar, pero la volvió a cerrar. Ese hombre parecía capaz de llevar a cabo su amenaza de darle unas palmadas. Lo cual no era sorprendente, ya que se había tirado al agua totalmente vestido para salvarla. No, no debía reírse, porque entonces sí que él le daría la azotaina. Ese no era el momento de verle el lado gracioso, tendría que esperar.

      —¡Qué delicado de su parte! —dijo ella con ironía—. Contrariamente a lo que usted pueda pensar, sé nadar. Muy bien, por cierto —lo que pasaba era que la había sorprendido tanto la identidad de ese hombre que se había olvidado de nadar.

      Gideon Byrne. El director de cine ganador de un Oscar. Ella misma lo había visto por la tele levantarse para recibir la estatuilla y dar un breve discurso de agradecimiento. Alto y moreno, con ojos gris metálico, tenía una presencia que hubiese sido magnética en una película o en el escenario, pero había elegido usar su talento detrás de las cámaras. Se hallaba tan lejos de ella en el mundo del cine como el sol se hallaba de la luna, ¡y ella lo había estado tratando como si no fuese más que un intruso irritante!

      —Entonces, supongo que en esta ocasión has perdido el sentido de la dirección, porque te dirigías al fondo de la piscina, no a la superficie! —se mofó disgustado, levantándose para sentarse al borde de la piscina mientras se pasaba la mano por el cabello mojado.

      Ella se dio cuenta de su propio aspecto desarreglado: el cabello rubio, una masa enredada que le caía por los hombros y la espalda, el biquini, apenas cubriéndola. Se puso de pie con un fluido movimiento, acercándose a la tumbona donde había dejado su albornoz al bajar. Al cubrirse con él, entró en calor inmediatamente y se sintió más dispuesta a lidiar con la situación.

      —Lo siento mucho, señor Byrne —se disculpó—, yo…

      —¿Sabes quién soy? —le espetó rudamente y le lanzó una mirada fría y acusadora.

      —Por supuesto —reconoció ella con naturalidad—, ¿acaso no lo sabe todo el mundo? —añadió alegremente al ver que él la seguía mirando con enfado.

      Después de su éxito el año pasado, se habían publicado fotos y artículos de él en todos los periódicos. Lo cierto era que siempre salía con cara de enfado en las fotos, haciéndola pensar que era porque no le gustaba que le sacasen fotos, pero no era tan diferente en la realidad, se dio cuenta con ironía. Quizás nunca sonreía, después de todo…

      —Que yo sepa, no —descartó con frialdad, poniéndose de pie.

      Llevaba vaqueros negros y una camisa de color gris pálido, de seda, si no se equivocaba. Y tenía las dos prendas pegadas al cuerpo con el agua que las empapaba, revelando lo masculino que era, con hombros anchos y poderosos, estómago plano y caderas estrechas. Estaría incomodísimo, y todo por pensar que se estaba ahogando.

      —Subestima su fama, señor Byrne —le respondió sin darle demasiada importancia—. Creo que tendría que quitarse esa ropa mojada —sugirió, con una mueca de culpabilidad—, antes de que pille una pulmonía.

      —No lo creo posible con este calor —dijo, pero comenzó a desabrocharse la camisa, desvelando el oscuro vello que le cubría el ancho pecho al quitársela y tirarla al suelo antes de desabrocharse los vaqueros, obviamente con intención de hacer lo mismo con ellos.

      Por más que tuviese veintidós años y no fuese totalmente ingenua en lo que a hombres se refería, no estaba acostumbrada a que los desconocidos se desnudasen frente a ella.

      —Ejem, creo que tío Edgar dejó uno de sus albornoces en el vestuario —se dio la vuelta incómoda—. Iré e ver —dijo, alejándose con prisa, las mejillas ruborizadas de la vergüenza mientras Gideon Byrne seguía quitándose los vaqueros. Era cierto que llevaba calzoncillos negros debajo, pero eso no era ninguna garantía de que se los fuese a dejar puestos.

      Gideon Byrne, pensó nerviosa mientras corría hacia los vestuarios, intentando recordar exactamente lo que había leído sobre él en los periódicos el año anterior. Treinta y ocho, cabello castaño oscuro, ojos grises, soltero, el único hijo del hacía años fallecido actor John Byrne…

      Pero ninguno de esos datos la habría preparado para el hombre de carne y hueso. ¿Cómo podrían los periódicos describir el aura de energía que lo rodeaba, o el cinismo que teñía cada una de sus palabras?

      Bueno, al menos había logrado encontrar la cura contra el desfase horario: ¡una dosis de Gideon Byrne y todo el cansancio de su viaje había desaparecido!

      El tío Edgar no le había mencionado que tenía un invitado tan famoso alojado allí cuando la fue a buscar al aeropuerto, ni tampoco en la casa luego. Habría estado más preparada. Sin embargo, no se hallaba más preparada para la belleza de su cuerpo viril cuando volvió con el albornoz, aunque, gracias a Dios, él no se había quitado los calzoncillos.

      Supuso que mediría más de un metro ochenta y cinco, ya que parecía que le sacaba bastante, y ella medía uno setenta y cinco. Su musculoso cuerpo estaba profundamente bronceado y cubierto por un leve vello oscuro que se hacía más espeso en el pecho. ¡Era guapísimo!

      —Gracias.

      —Perdón —murmuró incómoda, metiendo las manos en los bolsillos de su albornoz en cuanto él agarró el que le alargaba para cubrir su casi completa desnudez.

      —¿Tío Edgar? —levantó las cejas interrogantes mientras se ataba el cinturón.

      —Es un título honorario —la alivió hablar de algo normal después del impacto que ese hombre había tenido en sus sentidos, esperando no haber hecho un ridículo demasiado grande—. Mi nombre es Madison Mcguire —le dijo con naturalidad, alargando la mano—. Edgar Remington es mi padrino.

      Gideon no pareció impresionarse ante su explicación. Su boca hizo una mueca de mofa al tocar su mano ligeramente. Pero el contacto fue lo suficiente para que Madison sintiese una excitante electricidad subiéndole por el brazo.

      —Edgar es muchas cosas para mucha gente, pero esta es la primera vez que oigo que lo llaman El Padrino —dijo con cinismo—. Aunque sea un manipulador de primer rango.

      Ella conocía a Edgar Remington de toda la vida. Era amigo de sus padres y también su benevolente padrino, pero era consciente de que tenía que haber otras facetas de su carácter que lo habían llevado a ser el director de uno de los estudios de cine más importantes, trabajo que desarrollaba a la perfección. Quizás ese era el aspecto que Gideon Byrne conocía mejor.

      —No lo sé —dijo Madison, encogiéndose de hombros. Su pequeño papel era en una película producida por la compañía de Edgar, pero aun así, no había tenido contacto con su tío por él, ya que su casi inexistente papel había sido filmado enteramente en Escocia.

      Pero lo que sí sabía era que la cena se serviría en una hora y se tenía que dar una ducha y arreglar el cabello antes. Además, ahora que se había despejado del todo, tenía hambre.

      —Se está haciendo tarde, señor Byrne…

      —Llámame Gideon —dijo él rudamente.

      ¡Qué modales! ¡Y ella que creía que los británicos eran tan corteses!

      —Ha sido muy amable de su parte tirarse a la piscina para salvarme —le dijo con una ligera inclinación de cabeza.

      —Cuando me conozcas un poco más, Madison, te darás cuenta de que la amabilidad no forma parte de mi personalidad.

      No, ella no creía que lo fuese. Daba la impresión de ser un hombre duro, inflexible, que sonreía poco. Y dudaba mucho que llegara a conocerlo «un poco más», sus caminos no se volverían a cruzar después de ese fin de semana.

      —Además, según has dicho, no necesitabas que te salvase —añadió él desdeñoso.

      No,