Elizabeth August

Secretos del ayer


Скачать книгу

nombre a la lista de pasajeros y nadie debió fijarse en que entraba en el avión.

      –¿Pero cómo saliste tú del avión? –preguntó Sarita, confundida. –Las autoridades dijeron que fue un accidente terrible.

      –Mi cinturón de seguridad debía estar defectuoso. Debí salir lanzado por la ventanilla del avión y me golpeé con algo en la cabeza, porque perdí el sentido. Cuando desperté me encontraba a unos quince metros del avión carbonizado, en bastante mal estado, pero vivo –la amargura de su voz se intensificó–. Supongo que no hubo nadie lo suficientemente interesado como para cuestionar la identidad de los cadáveres. Mi muerte suponía una solución tan buena como cualquier otra para los conflictos que tenía con mi padre.

      Todo el mundo en el pueblo sabía que Wolf se fue por los amargos sentimientos que existían entre él y su padre. Era posible que no le importara, pero Sarita pensó que merecía saber que su muerte afectó mucho a su padre.

      –Estoy segura de que no sintió eso. Tomo casi a diario el atajo del cementerio para rezar ante la tumba de mis padres y de mi abuela. Vi a tu padre muy a menudo aquí. En la fecha de tu cumpleaños traía algo especial… una pluma, una roca. El dolor que vi en su rostro me convenció de que lamentaba que las cosas no se arreglaran entre vosotros.

      Saber que su padre había sentido remordimientos provocó una momentánea grieta en la armadura de cinismo de Wolf, pero los recuerdos la sellaron de inmediato.

      –Su arrepentimiento llegó un poco tarde.

      Sarita aún tenía dificultades para asimilar el giro de los acontecimientos.

      –¿Cómo sobreviviste? ¿Dónde has estado?

      –Un viejo leñador me encontró y me ayudó a recuperarme. Por primera vez tras la muerte de mi madre encontré la paz junto a él en los bosques. Y ya que nadie fue a buscarme, supuse que nadie me echaba de menos, así que me quedé –Wolf miró a Sarita, volviendo a sentir curiosidad por su presencia en aquel lugar–. ¿Por qué estás aquí? Nunca nos llevamos demasiado bien.

      Ella misma se había hecho aquella pregunta muchas veces, aunque sin lograr encontrar una respuesta. No había motivo para que la muerte de Wolf la hubiera afectado como lo hizo. Su orgullo le impidió dejarle ver que lo había echado de menos, de manera que se encogió de hombros.

      –Tras la muerte de tu padre, pensé que alguien debía recordarte –no queriendo darle la oportunidad de interrogarla más a fondo, Sarita se alejó.

      Wolf la miró. Tenía razón respecto a que probablemente no quedaba nadie que lamentara su muerte. Katherine, su madrastra, le enseñó a ser desconfiado y cortante. Para cuando se fue a inspeccionar las posesiones de su padre en Alaska, había conseguido alejar a mucha gente de su lado.

      Recordó a Joe Johnson, el viejo leñador que lo encontró. «La rabia confunde la mente y abotarga los sentidos», le decía en muchas ocasiones. «Hace que te conviertas en la presa en lugar de en el cazador».

      Wolf se volvió hacia la tumba de su padre. No había sido totalmente sincero con Sarita. Admitió a regañadientes que, al menos en parte, se quedó en los bosques con Joe para esconderse, para huir de los constantes enfrentamientos con su madre.

      –No volveré a ser vencido por esa diablesa con la que te casaste –prometió, volviendo a recuperar el control de sus emociones.

      Cuando el cosquilleo que sentía en la parte trasera del cuello cesó, Sarita miró por encima de su hombro y vio a Wolf mirando la tumba de su padre. Una sonrisa curvó brevemente sus labios. Quiso gritar de alegría. ¡Estaba vivo! Había sido como si un golpe de aire fresco la acariciara, confiriendo al día un nuevo sentido de energía y renovación.

      Un instante después la sonrisa se transformó en ceño fruncido. No tenía sentido que el hecho de que Wolf estuviera vivo significara tanto para ella. Tenían la misma edad y habían crecido en el mismo lugar. Y desde el principio, Wolf O’Malley y ella se habían llevado mal. Una repentina vergüenza hizo que se ruborizara. Probablemente, Wolf estaría pensando que debía estar muy sola para malgastar su tiempo deteniéndose frente a la tumba de un hombre que ni siquiera fue su amigo.

      Y no podría culparlo si pensaba eso. Había habido muchas ocasiones en que se había planteado eliminar aquellas visitas de su ruta matutina. Pero no lo había hecho. Pensó en aquello mientras seguía su camino hacia el pueblo.

      –Parece que has visto un fantasma –dijo Gladys Kowalski, la compañera camarera de Sarita, cuando ésta entró en el Cactus Café. La bonita rubia de treinta y dos años agitó su cuerpo, imitando un exagerado escalofrío–. No sé cómo eres capaz de pasar por ese cementerio cada mañana.

      –Las almas infelices rondan los lugares donde murieron, no sus tumbas –replicó Sarita, incapaz de recordar cuántas veces habían intercambiado aquellas frases Gladys y ella.

      Su compañera siguió mirándola.

      –No, en serio. Esta mañana tu expresión me dice que algo te ha conmocionado realmente.

      Sarita no pensaba ponerse a hablar de Wolf O’Malley. Además, pensó que tal vez él no quería que se supiera que había vuelto. Había elegido una hora muy temprana para visitar el cementerio.

      –Lo que sucede es que hay algo extraño en el ambiente, ¿no te parece? –preguntó, encaminándose al cuarto trasero para ponerse un mandil.

      –¿Qué hace que mis dos encantadoras camareras parezcan a punto de tener una discusión esta mañana? –preguntó Jules Desmond, dueño y chef del café, cuando las dos mujeres entraron en la cocina–. Las peleas no son buenas para la digestión de los clientes.

      –Tampoco lo es tu comida con todo ese picante que le pones –replicó Gladys.

      Jules, de cincuenta y ocho años, viudo, calvo y un poco grueso, puso una exagerada expresión de disgusto.

      –Eso ha sido un golpe bajo.

      Arrepentida, Gladys pasó un brazo por sus hombros.

      –Tienes razón. Lo cierto es que tu comida es muy buena.

      Jules volvió a sonreír.

      –¿Qué pasa entre vosotras?

      –Nada –aseguró Sarita.

      Jules se mostró decepcionado.

      –En Nueva York siempre había algún sabroso cotilleo con que empezar el día, o al menos una disputa entre dos empleados a los que había que aplacar. Aquí no pasa nada.

      –El médico te mandó aquí para que cuidaras de tu salud. Se supone que debes vivir en un entorno sano y relajado –le recordó Gladys.

      –Ya lo sé, pero me gustaría que hubiera algo más excitante que hacer que preguntarme si Charlie Gregor va a pedir hoy su tortilla con pepinillos o sin ellos.

      –Puede que lo consigas. Sarita dice que siente algo extraño en el ambiente.

      Jules miró a Sarita.

      –Puede que tengas razón. Mary Beth vino anoche a preparar tartas, pero además de las de siempre, preparó una de grosella y otra de coco.

      –Supongo que vuelve a estar embarazada –dijo Gladys–. O puede que se haya peleado con Ned. Ambas cosas le producen ataques de comer dulce.

      Una llamada en la puerta hizo que todos se volvieran hacia ésta.

      –Parece que Charlie ha llegado –dijo Jules, mirando el reloj de la pared–. Y justo a tiempo. Es hora de abrir.

      –Apuesto cincuenta centavos a que pide pepinillos –dijo Gladys mientras salía de la cocina.

      –Yo no apuesto nada –replicó Sarita–. Esta mañana no me sorprendería ni aunque pidiera chucrut.

      Glays se volvió a mirarla.

      –Has dicho en serio lo de que había algo extraño en el ambiente, ¿no?

      –Te