Elizabeth August

Secretos del ayer


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el hecho de que Katherine haya dejado clara su intención de solicitar al juzgado que retire a Dillion como albacea de los bienes de Frank y ponga a Greg Pike en su lugar puede tener algo que ver con la alegría de Dillion al ver a Wolf. Wolf luchará a brazo partido para lograr que los deseos de su padre se sigan al pie de la letra, sobre todo cualquiera que vaya contra Katherine –dijo uno de los hombres que se hallaba en la parte trasera.

      –Si yo fuera Katherine O’Malley, contrataría un guarda espaldas –Vivian asintió enfáticamente a la vez que hablaba.

      La paciencia de Sarita estaba a punto de llegar a su límite.

      –Eso es lo más absurdo que he escuchado –al ver que Charlie fue el único que la apoyó con un gruñido, estalló. Dedicando una penetrante mirada a todos los reunidos, preguntó–: ¿Acaso no tenéis nada mejor que hacer para pasar la tarde que dedicaros a cotillear?

      Jules la miró con preocupación y luego miró con expresión de disculpa a los clientes.

      –Son más de las tres –dijo.

      En un suave revuelo de actividad, todos pagaron y se fueron.

      Cuando Jules, Gladys y Sarita se quedaron solos, ésta se preparó para ser despedida. En lugar de ello, su jefe la miró con verdadero interés.

      –Nunca te he visto perder el control. ¿Acaso fue Wolf O’Malley un viejo amor cuya llama aún no se ha extinguido?

      –Ni siquiera sabía que lo conocías –murmuró Gladys, observándola–. No se puede decir que esta mañana os hayáis comportado como viejos amigos.

      –Asistimos juntos a la escuela. Y tienes razón, no éramos amigos. Pero he sentido que alguien debía defenderlo. Esto ha sido como un linchamiento –no queriendo responder a más preguntas, Sarita miró a Jules y dijo–: Y ahora, ¿vas a despedirme, o limpiamos el bar para poder irnos a casa?

      –Ha sido un día muy largo. Limpiemos el bar.

      Tanto Gladys como Jules dejaron en paz a Sarita mientras recogían, pero ella notó que, de vez en cuando, le lanzaban una mirada cargada de curiosidad, y se alegró cuando finalmente pudo volver a casa.

      La vieja casa ranchera de adobe en la que vivía con su abuelo estaba a un par de millas del pueblo. Cuando hacía mal tiempo utilizaba el coche. De lo contrario, prefería andar. Mientras se acercaba pudo ver a Luis Lopez en el porche, sentado en su silla de mimbre, tallando un trozo de madera. La silla estaba balanceada sobre sus patas traseras y él tenía los pies apoyados en la barandilla.

      –¿Te has enterado de la noticia, abuelo? –preguntó Sarita, subiendo las escaleras del porche.

      Él sonrió, y las arrugas de su curtido rostro se volvieron aún más pronunciadas.

      –Si te refieres al regreso de Wolf O’Malley, sí. Estaba ocupándome del jardín de la señora Yager cuando la joven Ballori vino a decírmelo. Al parecer, su vuelta ha causado un verdadero revuelo.

      Sarita asintió.

      –Este giro de los acontecimientos hará que Greg Pike deje de darnos la lata para comprar esta tierra.

      –Eso habría sido lo lógico –la sonrisa de Luis abandonó su rostro–. Pero lo cierto es que cuando he regresado a casa me lo he encontrado en el porche, esperando a hacerme una oferta aún mejor. Dice que ya que tenemos el arroyo en nuestra propiedad, Kate aún puede construir el balneario.

      –Cuando se empeña en algo, es como un perro con un hueso –murmuró Sarita.

      –He estado pensando que tal vez deberíamos vender.

      El rostro de Sarita reveló su conmoción.

      –No puedes hablar en serio. Amas esta tierra.

      –Soy viejo. Estoy satisfecho con mi vida. Pero tú…tú podrías utilizar el dinero para viajar, para ver el mundo.

      Sarita vio la preocupación que había en los ojos de su abuelo y adivinó lo que estaba pensando realmente.

      –Me gusta este sitio. Esta tierra forma parte de mí tanto como de ti. Es el lugar al que pertenezco. Y si quisiera ver mundo, tengo lo suficiente ahorrado como para hacer un viaje.

      –Podrías ir a la universidad.

      También habían tenido antes esa discusión.

      –No quiero ir a la universidad. Me gusta mi vida tal como es.

      –Te has tomado demasiado en serio la promesa que le hiciste a tu padre de cuidarme. Has restringido tus oportunidades. Trabajas en el café, vienes a casa, trabajas en el jardín, montas tu caballo y me cuidas. ¿Qué clase de vida es ésa?

      –Una vida pacífica –Sarita admitió para sí que, a veces, su vida parecía carecer de plenitud, pero no pensaba admitirlo ante su abuelo. Su madre y su abuela murieron siendo ella muy joven. Su padre y su abuelo la criaron. Tras la muerte de su padre, ella fue la única que quedó para cuidar del hombre que tenía ante sí, y no pensaba eludir ese deber.

      –Me preocupa lo que pueda pasarte cuando me haya ido. No quiero verte sola en el mundo. Deberías tener un marido y una familia.

      Habían tenido aquella conversación cientos de veces antes. La respuesta normal de Sarita solía ser que le iría muy bien sola, que le gustaba ser una mujer independiente. Las palabras se formaron en la punta de su lengua, pero cuando abrió la boca se oyó decir:

      –De acuerdo. Admito que me gustaría encontrar un marido y tener una familia. Pero no estoy tan desesperada como para tomar tu dinero y salir a recorrer el mundo y sus universidades.

      Un destello de triunfo iluminó la mirada de Luis.

      –Podrías ir a quedarte con mi primo José en Méjico –dijo–. La última vez que estuviste te hicieron cuatro proposiciones de matrimonio.

      –Querían una esposa norteamericana para poder venir a vivir a este país.

      –No tienes suficiente fe en ti misma. Puede que uno o dos tuvieran esa idea en mente, pero no los cuatro. Sé con certeza que Greco estaba enamorado de ti.

      –Pues lo superó con mucha rapidez. Dos meses después de mi marcha se había casado y nueve meses más tarde era padre de gemelos.

      –Lo rechazaste y se vio obligado a seguir adelante con su vida.

      –Para ser alguien tan desesperadamente enamorado como decía, se movió rápidamente, ¿no te parece?

      Luis entrecerró los ojos.

      –Quiero verte casada, con un marido que te cuide.

      –No necesito que nadie me cuide –dijo Sarita, impaciente–. ¡Hombres! Si fuera un hombre no te preocuparía tanto que me casara.

      –Estás equivocada. Querría que tuvieras una esposa que te cuidara. Cuando Dios ordenó a Noé que agrupara a los animales por parejas, lo hizo por un motivo. El hombre cuida de la mujer y la mujer del hombre. Juntos forman un todo.

      –Me siento completa sin necesidad de un marido.

      –Buenas tardes –dijo una voz masculina, a la vez que su dueño giraba en la esquina de la casa.

      Sarita se volvió, sorprendida.

      –Supongo que he olvidado mencionarte que Wolf va a quedarse con nosotros –dijo su abuelo.

      –He pasado por aquí para echar un vistazo a mi propiedad cuando he visto el cartel de habitación en alquiler –dijo Wolf, subiendo las escaleras del porche.

      Sarita lo miró.

      –¿Tú y yo bajo el mismo techo?

      –Sé que solíamos pelearnos de pequeños, pero ahora somos adultos. Supongo que sabremos controlarnos.

      –Claro, por supuesto –Sarita sabía que sonaría infantil si expresaba en alto sus dudas, pero la idea de la continua presencia de Wolf en