Nazaret Castro

Carro de combate


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manufactura, distribución o circulación, consumo y fase de excreción o desechos. En el sistema capitalista, patriarcal y colonial en el que vivimos, cada una de esas fases está orientada a la maximización de la ganancia: es decir, a que los empresarios ganen el máximo posible. ¿Y cómo lo hacen? De una forma un tanto cínica, o al menos eufemística, se ha llamado «externalidades» a aquellas consecuencias de la actividad económica que no están incluidas en los balances contables. (3) Todo aquello que no pagan la empresa ni el consumidor, pero que alguien paga, ajeno a esa transacción. Después de analizar los productos que reúne este volumen, concluimos que esas grandes empresas que controlan el mundo dejarían de ser rentables si incluyeran en sus balances tales externalidades negativas: es decir, si pagasen salarios dignos, si protegieran el medio ambiente y, también, si no contaran con los subsidios directos e indirectos que reciben de los Estados, principalmente derivados del hecho de que pagan muy pocos impuestos.

      La primera investigación con profundidad que realizamos se centró en la industria del azúcar y dio origen a nuestro primer libro, autoeditado y publicado el 1 de mayo de 2013: Amarga dulzura. Una historia sobre el origen del azúcar. Ya entonces entendimos que nuestro trabajo de investigación encontraría una enorme dificultad para trazar el origen de los productos: las empresas suelen ser muy opacas, y las cadenas de producción son cada vez más complejas. Desde los años 70 del siglo pasado, cuando se consolidó lo que podríamos llamar la fase neoliberal y globalizada del modo de producción capitalista, se ha emprendido un paulatino proceso de deslocalización de la producción que ha llevado a que la mayor parte de las multinacionales tercericen su producción. El textil es un claro ejemplo: ni Inditex, ni Nike ni ninguna otra gran marca de moda y calzado posee talleres propios, o posee muy pocos; la inmensa parte de su producción la compran a talleres, muchas veces clandestinos, ubicados en países del Sur global. Con ello, no solo se garantizan pagar salarios más bajos, sino que se ahorran rendir cuentas sobre las consecuencias que genera su lucrativa actividad. Si en el textil es una vieja conocida, también nos encontramos semejante falta de transparencia en muchos de los productos que fuimos investigando en nuestros Informes de Combate, que confeccionamos desde 2013 —siempre gracias a los donativos de nuestros mecenas, que siguen siendo nuestra única fuente de financiación— y que fueron germinando en el libro que tenéis entre vuestras manos, que se publicó en 2014 y que aparece, seis años después, en una segunda edición revisada y actualizada.

      En estos seis años, algunas tendencias que denunciábamos en el libro se han acentuado: varios sectores de la economía están cada vez más oligopolizados, esto es, en manos de empresas que concentran cada vez más poder. Al revisar y actualizar los datos, nos sorprendió ver, por ejemplo, que la fortuna del dueño de Inditex, Amancio Ortega, pasó en estos años de 43.000 millones de euros a 63.000 millones, según los cálculos de Forbes. Según un informe de Oxfam publicado en enero de 2020, los 2.153 milmillonarios que hay en el mundo poseen más riqueza que 4.600 millones de personas, es decir, que el 60% de la población mundial. Año tras año vemos cifras de desigualdad cada vez más obscenas, mientras los científicos alertan de que se nos acaba el tiempo para revertir la emergencia climática, sin que nuestros gobernantes parezcan cerca de llegar a una solución en las sucesivas cumbres climáticas. Pero también hemos visto llamadas a la esperanza: como el movimiento juvenil que, de la mano de Greta Thunberg, comienza a decir alto y claro que las nuevas generaciones no están dispuestas a pagar los platos rotos de nuestra irresponsabilidad. O la efervescencia de los feminismos, que colocan en el centro la vida y los cuidados, y así nos aportan claves para pensar cómo construir sociedades postcapitalistas.

      La deslocalización de la producción y la complejidad de las cadenas globales han hecho que la fetichización de la mercancía y la invisibilización de las relaciones sociales que implica nuestro consumo sea mayor que nunca. Quien repone su iPad antes incluso de la temprana fecha de caducidad que impone la obsolescencia programada probablemente ignora que la fabricación de ese gadget requiere no solo la mano de obra sobreexplotada de trabajadores en el Sudeste asiático, sino también la extracción de minerales escasos que provocan guerras en África. La palma de aceite de la chocolatina de Nestlé que compro en el supermercado de la esquina provoca deforestación, pérdida de biodiversidad y desplazamiento de comunidades indígenas a diez mil kilómetros de casa. Las «externalidades» de las mercancías que compramos se sufren a menudo muy lejos del punto de compra, lo que las oculta aún más; pero ahí están. Y la Covid-19 ha evidenciado que nos afectan de forma mucho más directa de lo que hubiésemos pensado.

      Carro de Combate nació de una intuición que después fuimos convirtiendo en convicción: si nuestros actos de consumo generan consecuencias en cuerpos y ecosistemas, entonces consumir es un acto político; y si esto es así, la primera batalla es la de la información, porque un consumo crítico y consciente requiere de un conocimiento acerca de las consecuencias de los circuitos convencionales de producción y distribución, así como la divulgación de las alternativas que ya existen y, de hecho, emergen continuamente. Estos temas aparecen de vez en cuando en los medios de comunicación hegemónicos, pero normalmente aparecen como casos aislados, que impiden ver el cuadro completo, y entender que, por ejemplo, cuando decimos que Adidas no respeta los derechos de las personas que fabrican sus zapatillas, no se trata de una excepción, sino de la regla de funcionamiento con la que operan la práctica totalidad de las grandes empresas del sector.

      La primera batalla es la de la información porque, además, la gran victoria del sistema capitalista ha sido la victoria cultural: habernos hecho creer que no hay alternativa: There is no alternative, dijo una de las líderes ideológicas del modelo neoliberal, Margaret Thatcher. Y fue también la Dama de Hierro quien nos dejó una frase que describe muy bien el penetrante funcionamiento del neoliberalismo: «La economía es el método; el objetivo son las almas».

      Para llegar a nuestras almas, la publicidad ha sido la estrategia fundamental de un sistema que necesita de la creciente y constante acumulación del capital. La ideología del consumo o, diría el filósofo francés Gilles Lipovetsky, del hiperconsumo. Hoy, la estrategia publicitaria, basada cada vez más en el big data, logra personalizar los mensajes comerciales a partir de los datos que dejamos constantemente en nuestros dispositivos.

      Sin embargo, pese al silencio cómplice de los medios de comunicación hegemónicos y al creciente poder de las empresas tecnológicas, algo está cambiando. Nosotras pudimos comprobarlo con la buena acogida de nuestras investigaciones: cada vez más gente entiende la necesidad de un cambio, que la pandemia muestra mucho más urgente de lo que muchos querían creer. Cada vez más personas quieren saber lo que hay detrás del engranaje del sistema, y buscan alternativas que no solo comportan la posibilidad de un mundo más justo, sino también, más feliz. Porque el sistema agroalimentario global nos alimenta cada vez peor, y el hiperconsumo generalizado nos ha hecho más infelices, así como el exceso de pantallas interconectadas nos hace sentir más solos. La ideología del tanto tienes, tanto vales; la eterna promesa de que seremos más felices si nos compramos el último modelo de teléfono móvil, o aquellas zapatillas de marca, o esas vacaciones en el Caribe. Bajo el capitalismo, no importa ser, sino tener, como describió Erich Fromm en su célebre ensayo ¿Tener o ser? Los griegos lo llamaban pleonexia, y Platón lo consideraba una enfermedad: el apetito insaciable de cosas materiales.

       Un sistema despilfarrador

      La destrucción de los ecosistemas no para de crecer, al mismo e insoportable ritmo que la desigualdad global. El orden neoliberal hace retroceder lo público, mercantiliza los bienes comunes, convierte cada sector de la economía en un oligopolio en manos de cada vez menos empresas, y más poderosas, que cuentan en muchos casos con un historial deleznable en cuanto a derechos humanos: Coca Cola, Nestlé, Nike, Bayer-Monsanto,