Javier Fernández Aguado

2000 años liderando equipos


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joven gracias al esfuerzo. No se anduvo con chiquitas; para vencer una tentación sexual se revolcó en unas zarzas. Estudió en Roma y tras residir en Efinde se estableció como eremita cerca de Subiaco. Viviría en una cueva de esa localidad, como siglos después lo haría Ignacio de Loyola en Manresa. Al conocer de su existencia algunos decidieron agregárselo llegando a fundar doce monasterios. Conscientes de su valía, le ofrecieron la dirección de uno preexistente cercano a Vicovaro, pero cuando experimentaron su exigencia trataron de envenenarle. Él les perdonó, pero… regresó a Subiaco.

      Aprovechando los cimientos de un antiguo templo pagano fundó Montecassino en torno al 525 y sus primeros colaboradores fueron san Plácido y san Mauro. Allí redactó normas que han trascendido el tiempo. Parte de la inspiración procede de un texto sin autor conocido, denominado la Regla del Maestro. También tomó san Benito de lo prescrito por san Agustín y por Juan Casiano. Muchos le consideran la culminación de un proceso comenzado en Egipto en el siglo IV. Benedictinos, cistercienses, cartujos y otros se inspirarán en esa reglamentación.

      Montecassino sería destruido cuarenta años después del fallecimiento de san Benito. Los lombardos saquearon a conciencia el cenobio, pero los monjes escaparon hacia Roma llevándose una copia de la regla. Pelagio II, papa reinante, les permitió erigir un monasterio junto a la basílica de Letrán. Allí residieron hasta que regresaron a Montecassino. La consolidación lograda por los abades Valentiniano y Simplicio, discípulos de San Benito, impulsó a solicitar la creación de una familia monástica. Un potentado romano, de nombre Gregorio, les proporcionó unas posesiones en Monte Celio para que construyesen un monasterio dedicado a san Andrés. Él mismo se sumó como monje. Llegaría a ser papa y biógrafo de san Benito con el nombre de san Gregorio Magno.

      Los tipos de organización que habían ido configurándose hasta el momento eran:

       Cenobitas, que residen en un monasterio y obedecen una regla interpretada por un abad. En ellos se inspiró San Benito.

       Anacoretas, quienes tras un tiempo de probación en el monasterio prosiguen su ascenso hacia Dios en solitario.

       Sarabaítas, fieles al mundo, pretenden engatusar con su tonsura. Viven en tándem o por tríos, sin pastor al que obedecer. Califican de santo lo que les agrada.

       Giróvagos, que viven como jipis palurdos sin estabilidad. Su descamino más habitual es la gula.

      San Columbano había publicado una regla antes de san Benito. La protección de los reyes merovingios podría haber inclinado a que se extendiese más que la de san Benito. Sin embargo no sucedió así. Según Mabillón, analista benedictino, la regla de san Benito ha alcanzado más seguimiento por su excelencia y el elogio que mereció del papa san Gregorio Magno.

      El conjunto manifiesta un admirable espíritu de mansedumbre y firmeza, gobierno paternal y espíritu de familia, prueba severa del noviciado, votos indisolubles y rigor, justo equilibrio del poder confiado a uno solo emanado del sufragio de la comunidad, sentimiento de concordia e igualdad entre los hermanos, práctica de la hospitalidad y cuidado de los enfermos. Impulsaba al trabajo manual como triaca para sortear haraganes, alejaba el fantasma del maullar de las tripas mediante la laboriosidad estratégicamente orientada, promovía la industria con artes y oficios, subrayaba la relevancia del estudio. Entreabría lo que se iría configurando como cultura europea. Todo ello empapado por el oficio divino, la obra de Dios (opus Dei), que junto al resto del culto litúrgico era mimado.

      Un abad debía ser un dechado de virtudes, respondiendo al nombre asumido, que hace referencia a Dios mismo. No improvisaba ordenanzas; la responsabilidad de los superiores consistía en facilitar el camino a los demás. Había de tener presente la cuenta que pedirá el Creador. Debía enseñar más con su proceder que con palabras, lo cual no excluye que se impusiese la necesaria disciplina. No debía hacerse acepción de personas, inclinándose por la meritocracia. El superior había de reprender a los díscolos, exhortar a los mansos y pacientes, y castigar a los negligentes y arrogantes. Normas que, a grandes rasgos, rubricaría cualquier organización.

      Recomienda actuar sin paños calientes en temas esenciales y de manera moderada en lo accidental. En aquella época no se excluían los azotes u otros castigos corporales. Seguían en este punto al Libro de los Proverbios: «Pega a tu hijo con la vara, y librarás su alma de la muerte» (23, 14). Se advierte a los seguidores de la regla: «Sepa qué difícil y ardua es la tarea que toma: regir almas y servir a los temperamentos de muchos, pues con unos debe emplear halagos, reprensiones con otros, y con otros consejos. Deberá conformarse y adaptarse a todos según su condición e inteligencia, de modo que no solo no padezca detrimento la grey que le ha sido confiada, sino que él pueda alegrarse con el crecimiento del rebaño. Ante todo, no se preocupe de las cosas pasajeras, terrenas y caducas de tal modo que descuide o no dé importancia a la salud de las almas a él encomendadas. Piense siempre que recibió el gobierno de almas de las que ha de dar cuenta».

      La gestión del poder se inicia de forma participativa. Siempre que en el monasterio hubiese que tratar de asuntos de importancia, el abad convocaba a la comunidad. «Oiga el consejo de los hermanos, reflexione consigo mismo, y haga lo que juzgue más útil. Hemos dicho que todos sean llamados a consejo porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor». Podía discreparse, pero siempre con respeto. «Los hermanos den su consejo con toda sumisión y humildad, y no se atrevan a defender con insolencia su opinión. La decisión dependa del parecer del abad y todos obedecerán lo que él juzgue más oportuno. Pero, así como conviene que los discípulos obedezcan al maestro, así corresponde que este disponga todo con probidad y justicia (…). Todos sigan, pues, la regla como la maestra de todas las cosas, y nadie se aparte temerariamente de ella. Nadie siga en el monasterio la voluntad de su propio corazón. Ninguno se atreva a discutir con su abad osadamente. Pero si alguno se atreve, quede sujeto a la disciplina regular. Mas el mismo abad haga todo con temor de Dios y observando la regla, sabiendo que ha de dar cuenta, sin duda alguna, de todos sus juicios a Dios, justísimo juez». Si los temas eran de escasa importancia, bastaba aconsejarse con los ancianos.

      He aquí un elenco de tesituras esenciales para los seguidores de san Benito: 1. No ceder a la ira; 2. No guardar rencor; 3. No jurar; 4. No devolver mal por mal; 5. No maldecir a los que maldicen, sino procurar bendecirlos; 6. Sufrir persecución por la justicia; 7. No ser bravucón; 8. No bisbisear.

      Como no es posible dar abasto, aconsejaba delegar. Si la comunidad era numerosa, se elegirían hermanos con buena fama y vida santa como decanos para que velasen con solicitud según los mandamientos de Dios y los decretos del abad. Los mandos intermedios no debían ser elegidos por mera antigüedad, sino por su vida y sabiduría. Si alguno se hinchaba de orgullo, había que corregirle, concediéndole hasta tres oportunidades. Si no mejoraba, se le sustituiría. Las medidas de prudencia se multiplican. De haberse aplicado algunas en nuestro tiempo se habrían evitado no pocos problemas e incluso delitos: «Los hermanos más jóvenes no tengan camas contiguas, sino intercaladas con las de los ancianos. Cuando se levanten para la Obra de Dios anímense discretamente unos a otros, para que los soñolientos no puedan excusarse».

      La definición de puestos manifiesta sapiencia. Se elegiría para administrador del monasterio a alguien sabio, maduro y frugal, ni engolado, ni agitado, ni propenso a injurias, temeroso de Dios, para que fuese como un padre. «Tenga cuidado de todo –se recomienda–. No haga nada sin orden del abad, sino que cumpla todo lo que se le mande. No contriste a los hermanos. Si quizás algún hermano pide algo sin razón, no lo desprecie, sino niéguele razonablemente y con humildad lo que él pide indebidamente (…). Si se sorprende a alguno que se complace en este pésimo vicio (de guardarse cosas para su uso personal), amonéstelo una y otra vez, y si no se enmienda sométasele a corrección».

      A pesar de la buena actitud que se presupone, aconseja disponer de auditores que contribuyan al buen comportamiento. Hoy lo llamaríamos compliance. Se designaban uno o dos provectos para que recorriesen el monasterio durante las horas de estudio. Si hallaban a alguien casquivano, se le reconvenía; si no se corregía, se llegaría hasta la expulsión.

      Para el proceso de admisión más valía calidad que cantidad. «Si quien viene persevera llamando y parece soportar con paciencia durante cuatro