de los benedictinos camaldulenses la llevó a cabo san Romualdo (951-1025), quien en el año 1024 promovió en la abadía de Camaldoli (Toscana, Italia) una reforma entre los monjes de san Benito. Cuatro siglos más tarde, destacó Ambrosio Traversari, abad de Santa María de los Ángeles en Florencia y general de los camaldulenses a partir de 1431. De él diría Ludwig von Pastor: «Este varón eminente fue, como hombre y como sacerdote, dechado de pureza y santidad; como general, un ejemplo de prudente seriedad y blandura; como sabio, un provechoso escritor y trabajador; y como legado, uno de los más sagaces, activos y valerosos políticos de su época. Traversari fue propiamente el primero que llevó al terreno eclesiástico el movimiento humanista, reuniendo en su monasterio de Florencia a la flor y nata de los eruditos florentinos, clérigos y laicos a la vez, para oír con gran atención sus conferencias sobre las lenguas griega y latina y la literatura, y sus disquisiciones sobre cuestiones filosóficas y teológicas».
Como luego se verá, el dominico santo Tomás de Aquino, referente intelectual del catolicismo, residió en la abadía benedictina de Montecassino y acabaría falleciendo en otro monasterio benedictino, camino del Concilio de Lyon al que el papa le había convocado. Su madre siempre había deseado que su vástago fuese el abad y no un mendicante. Consideraba que el prestigio de su opulenta alcurnia se vería mancillado por la incorporación a otra institución que no fuesen los ensalzados benedictinos.
Los celestinos, de quien luego departiremos al tratar de Piero Morrone, fueron rama benedictina, al igual que, entre otras, la creada por san Silvestre Gozzolini (1177-1267), quien había alcanzado una canonjía, aunque renunció en 1227 para asumir una vida eremítica. Promovió la construcción de un monasterio en Montefano y allí aplicó la regla de san Benito. Inocencio IV aprobó en 1247 la nueva congregación. Los silvestrinos adoptaron como imagen de marca el color azul de su hábito.
El papa Benedicto XII, monje cisterciense, publicó en 1336 la bula Summi Magistri, también conocida como benedictina, por la que dividió la orden en treinta y dos provincias en función de las circunscripciones eclesiásticas.
El Concilio de Constanza (1414-1418), al abordar la reforma de la Iglesia dedicó atención prioritaria a las órdenes monásticas, específicamente a la vigencia de los capítulos generales concernientes a la observancia de la disciplina. Obligó a los abades benedictinos de Alemania a mancomunarse para regularizar la celebración de los capítulos y para legislar sobre los modos de mantener el espíritu primitivo. Reunidos en Peterhausen corroboraron los estatutos de la orden benedictina y se esbozó la futura congregación de Bursfeld, cuyo principal propagador fue Juan de Münden. La congregación de Bursfeld recibe ese nombre en honor al monasterio deshabitado del ducado de Brunswick que el propio Juan restauró con ayuda ducal para convertirlo en cuna de una nueva reforma, que se sumaría a las previas de Cluny y el Císter. El Concilio de Basilea confirmaría lo realizado y se difundiría por los conventos de Alemania, hasta un total de ciento cuarenta en su mejor época. Buena parte de esta labor la llevó a cabo el insigne cardenal Nicolás de Cusa (1401-1464), legado del papa Nicolás V (1397-1455) en Alemania. Mediante decretos, visitas, reuniones y capítulos infundió vida a monasterios decadentes. Tanto Nicolás V como Pío II impulsaron esta labor para retornar al fervor de los orígenes. La tracción cuajó y duró en buena medida hasta que en el siglo XVIII los revolucionarios franceses asesinaron a incontables inocentes monjes.
Otras reformas tuvieron lugar a principios del siglo XV, también en Italia, donde el centro de los renovadores pilotaba en la abadía de Santa Justina de Padua. Tuvo que soportar dificultades, fundamentalmente por parte de los venecianos, hasta que una bula de Martín V contuvo al dux.
Grandes vicisitudes surgieron en Gran Bretaña, como luego se explicará con más precisión, por la ausencia de control de Enrique VIII sobre sus pasiones, además de que olfateó que le resultaba más lucrativa una Iglesia manipulable. Al negarse Clemente VII a consentir su divorcio de Catalina de Aragón, el ególatra monarca inglés trocó en implacable perseguidor. Suprimió de un plumazo ochocientos monasterios en Inglaterra, arrebatándoles las rentas, y ordenó el asesinato de innumerables fieles, superándose los setenta mil homicidios. Entre ellos, la práctica totalidad de los monjes benedictinos residentes en Gran Bretaña.
Muchas fueron las reformas posteriores, como la de la Trapa, expuesta más adelante. También la de Martín de Vargas, en 1425, en Castilla; la de Portugal, en 1567; la de Aragón, a la que pertenecieron los monasterios de Poblet y Creus, en 1616; la Toscana, que se desarrolló entre 1496 y 1511, y la de ambas Calabrias en 1633; o la de los Feuillants, promovida en 1595 por Juan de la Barrièrre.
No se puede olvidar, en fin, la impulsada por el maestro de teología mística Louis de Blois (1506-1566). Se había incorporado al monasterio de Liessies, en la diócesis de Cambrais, donde despuntó por su compromiso. Amigo de infancia de Carlos V, este le ofreció el arzobispado de Cambrais, pero Louis lo rechazó porque para él hubiera sido incorporarse al carrusel equivocado. Falleció en 1566, dejando para sus seguidores tratados de gran calado intelectual como Espejo de monjes, Guía espiritual o Institución espiritual.
Algunas enseñanzas
Siempre hay más de un camino para llegar a un fin
Cada uno alega a favor de su opción
Cuando las ideas son buenas superan el sañudo crisol del tiempo
Cualquier grupo humano, por motivado que esté, precisa de normas
Coordinar los esfuerzos en un objetivo común potencia los resultados
Claustrum sine armario, quasi castrum sine armamentario, o estudiar libros de referencia es indispensable para no convertirse en un eunuco intelectual
Las iniciativas de calado son revitalizadas por la persona adecuada
La colaboración entre proyectos no debería ser excepcional
El comité de disciplina no es una opción, sino una necesidad
Para reinventar un proyecto resulta imprescindible un líder
Defender el «core business»
San Gregorio I (540-604)
San Gregorio el Grande. Fotografía: Zvonimir Atletic, Shutterstock.
Gregorio I nació en Roma en el 540, dentro de la noble familia de los Anicios. Su padre fue el senador Giordano; su madre se llamaba Silvia. La saga había proporcionado tres mujeres a la ascética, todas hermanas de su padre, Tarsilia, Aemaliana y Gordiana, y dos romanos pontífices, Félix II (483-492) y San Agapito I (535-536), pero Gregorio I es el más relevante de la antigüedad cristiana.
Quien llegaría a ser Gregorio I se matriculó en Derecho, en el que se graduó con honores. Recién cumplidos los treinta fue nombrado prefecto de Roma. Durante las invasiones lombardas fungía como pretor. Conoció en primera fila la carencia de ética que campaba por la vida pública e indagó un ámbito en el que fuese más sencillo vivir unos mínimos morales.
El corazón se guarda en la cartera. El de Gregorio I era magnánimo; parte de la abultada herencia la invirtió en la puesta en marcha de seis monasterios benedictinos en Sicilia. Su palacio romano del monte Celio, en el vicus Scauri, lo transmutó en el monasterio de San Andrés. Con treinta y cinco años, corría el 575, optó por hacerse él mismo monje.
Gregorio añoraría siempre la soledad. Cuando no la gozaba por los encargos recibidos escribió: «La nave que en el puerto no está bien amarrada con facilidad es llevada por el viento (…) y ahora que he perdido la paz que se disfruta en el monasterio la amo más y comprendo mejor los atractivos que tiene». Los tiempos gorgoteaban turbios. En su primera década de vida su ciudad natal fue invadida dos veces por los bárbaros y reconquistada tres por los bizantinos. Antes de esos sucesos eran doscientos los obispos en el conjunto de la península itálica; en el 568 solo quedaban sesenta. «En esta tierra en la que vivimos, el mundo no anuncia