colectivo, ni únicamente individual. Pero estas consideraciones deleuzianas que lanzan “toda la memoria del mundo” hacia ese territorio que fue más que un lugar un proyecto, además de dejar afuera otras tendencias del cine tercermundista latinoamericano, como el documental, no tienen en cuenta que, cuando escribe sus estudios, aquello que habría intentado mostrar el cine era otra falta –producto de transiciones que habrían sido hacia el capitalismo neoliberal y las dictaduras–, la de los cuerpos desaparecidos. Esta diferencia resignifica todo el concepto de cine de cuerpo deleuziano y el grito filosófico kierkegardiano con el que comienza el capítulo 8 de la La imagen-tiempo: “Dadme, pues, un cuerpo” (Deleuze, 1987: 251).
Podría considerarse así el momento en que Deleuze escribe estos libros. En 1985 se estrenó el documental de más de nueve horas Shoah que, bajo un encargo del gobierno israelí, llevó casi diez años a Lanzmann realizarlo. Este trabajo dio un vuelco no solo al problema de la memoria y la representación en el cine, sino a la historia del siglo XX europeo a partir de la difusión de las tesis de La destrucción de los judíos europeos (1961) del historiador Raul Hilberg expuestas en el film. La importancia del largometraje se evidencia en que el término “Shoah” se incorporó al léxico internacional después de esta obra.18 Desde el título y la duración, sin imágenes de archivo y sin mayor protagonismo de mujeres, como señaló Hirsch, este documental llevó al límite el problema de la representación a través de imágenes, poniendo toda la fuerza en un coro inmenso de testimonios, incluso en algunos momentos forzados. Calificado como una obra maestra por Simone de Beauvoir el mismo año de su estreno, Shoah dio que pensar sobre la figura del testigo, en todos sus participantes y desde el comienzo con las palabras de Simon Srebrnik: “Es difícil de reconocer, pero era aquí”. Este posicionamiento de Lanzmann respecto al documental de testimonio frente al de archivo estuvo presente en los debates en torno a lo “irrepresentable”, desde Rancière (2005), Nancy (2006) y, en un tono más polémico, en el libro de Didi-Huberman Imágenes pese a todo (2004), en el cual hizo una crítica no del documental en sí mismo, sino de los posicionamientos posteriores de Lanzmann sobre los archivos.
Pero, a diferencia del análisis del cine de Resnais (desde la hipótesis de una “memoria mundo” y un “cine de cerebro”), visto como una superposición de mapas que define un conjunto de transformaciones de capas de memoria, redistribuciones de funciones y fragmentaciones de objetos (las edades superpuestas de Auschwitz) y a diferencia de la definición de Noche y niebla como “la suma de todas las maneras de escapar al flashback y a la falsa piedad de la imagen-recuerdo” (Deleuze, 1987: 166), no se menciona nunca el largometraje Shoah en los estudios sobre cine deleuzianos. El cine de Resnais (como la memoria) no tenía que ver para Deleuze tanto con el archivo, la representación o el testimonio, sino más bien con lo imaginario. Tampoco el concepto y el problema de la representación19 están planteados como en otros de sus textos (en relación con la repetición y con la diferencia), ni del modo en que los enunciará luego Rancière entre otras perspectivas, teniendo en cuenta, además, la crítica que se haría del problema de la representación y del concepto de “tercer mundo”, en Deleuze, Foucault y otros, desde los estudios subalternos.
Es también a mediados de los 80 cuando comenzaba el Juicio a las Juntas y cuando más producciones que aludían explícitamente a la dictadura se realizaron. Desde la ficción, el documental y el experimental, con La historia oficial (Luis Puenzo, 1985), El exilio de Gardel (Tangos) (Fernando Solanas, 1985), La noche de los lápices (Héctor Olivera, 1986), el díptico La República perdida I y II (Miguel Pérez, 1983-1985), el documental Juan, como si nada hubiera sucedido (Carlos Echeverría, 1987) y un film experimental que, al igual que el de Echeverría, tendría menor distribución y circulación, Habeas Corpus (Jorge Acha, 1986), entre otras producciones alegóricas como Camila (María Luisa Bemberg, 1984), Asesinato en el Senado de la Nación (Juan José Jusid, 1984) o Darse cuenta (Alejandro Doria, 1984). Sin embargo, sin mencionar estas películas, Deleuze sigue pensando la producción tercermundista como cine de memoria20 y “trance” desde el cine de Rocha. No tiene tampoco en cuenta otras versiones como el Cine Liberación, el Cine de la Base, otras corrientes documentalistas como la de Bolivia o la cubana, aunque algunas circularon a través de revistas francesas como Positif. Tampoco se estaba refiriendo a la producción latinoamericana de ese momento, que, en el caso del cine argentino con el llamado “realismo melodramático” o las formas alegóricas, configuró una narrativa extensa y explícita en relación con otras cinematografías de la región. Este anacronismo, que dejaría fuera la singularidad de otras cinematografías,21 sin embargo, produce una brecha en la misma articulación de los estudios deleuzianos, así como en la máquina de clasificación en la que podría volverse, a partir de los conceptos de imagen-movimiento e imagen-tiempo. Como si se produjera una fuga en el interior mismo del segundo de sus libros sobre cine. Porque cuando Deleuze aborda el cine político y el del tercer mundo, las categorías de imagen-tiempo e imagen-movimiento que se diferencian y escinden entre sí dividiendo en dos los estudios a partir de una crisis y una serie de acontecimientos históricos22 ya no funcionan del mismo modo. Como si la imagen-tiempo se escindiera a su vez, o se fugara de sí misma en una proyección utópica, en una fuga que se desvincula de la memoria del pasado europeo, pero de algún modo también del presente del tercer mundo. Así produce una cierta analogía con la tradición judía a través de Kafka, aunque Deleuze se manifestara por la causa palestina, en un acontecimiento que se expresa como devenir pueblo, un devenir minoritario, ante un pueblo que no existe todavía o falta, pero que no es el que “nunca hubo” en cuanto negación colonizadora, y que reenvía el problema de lo político, lo literario y lo artístico a este devenir.
El concepto de imagen-tiempo –cuya complejidad y dimensiones no se pretende agotar– en el marco de los estudios de cine en Argentina fue puesto en juego para abordar una serie de películas incluidas a la hora de analizar la cuestión de una memoria en imágenes y el lugar del cine en la construcción de la memoria colectiva, o de producir tecnologías de la memoria. Desde este concepto, Deleuze reinventaba bergsonianamente el análisis del cine moderno, las bifurcaciones del relato en Alain Resnais, Joseph Mankiewicz, Orson Welles y Jean-Luc Godard… con la hipótesis del flashback (imagen-recuerdo) y su función de relato, la imagen-sueño, la imagen-cristal, sus capas de presente, pasado y futuro que producen nuevos signos ópticos y sonoros, en un devenir que atraviesa el concepto de memoria psicológica (representación indirecta) y el de imagen-recuerdo (antiguo presente). Incluso este devenir atraviesa los momentos “patológicos” haciéndolos creativos –olvido, surmenage, alucinación: el fracaso del reconocimiento atento– hasta llegar a una conceptualización de una memoria más profunda: aquella que explora directamente el tiempo, y alcanza en el pasado lo que se sustrae al recuerdo. Este concepto de imagen-tiempo circula y está presente no solo como concepto metodológico, sino con todas sus dimensiones poéticas, afectivas y perceptivas en muchos de los trabajos que abordaron el cine argentino, como los de Ana Amado (2009) y Gonzalo Aguilar (2006, 2015). Mientras que el posicionamiento deleuziano acerca del cine tercermundista produjo una trama de respuestas acerca de la proyección hacia el tercer mundo, si el devenir se entiende como utópico, así como acerca de lo menor en el cine (Aguilar, 2015), lecturas críticas del devenir que se asemejan a las primeras críticas feministas de este concepto, como las de De Lauretis, en cuanto “devenir mujer”.
La primera parte del capítulo 8 de La imagen-tiempo comenzaba con lo que Deleuze había llamado un “grito filosófico”.23 Allí enuncia un “cine de cuerpo”, yendo más allá del esquema sensorio-motor, que articula la narración cinematográfica de la imagen-acción, al reescribir el gesto brechtiano, atravesando las actitudes corporales en la nouvelle vague y en la pos-nouvelle vague. A partir de ahí, mencionaba una primera creencia de Antonin Artaud en la carne y en el cuerpo (aunque no utiliza aquí el concepto de “cuerpo sin órganos”, ni el de carne como en su trabajo sobre Francis Bacon), y desde allí, la relación entre cine y teatro, describiendo como “cine de cuerpo” cotidiano o ceremonial las producciones de Michelangelo Antonioni, Carmelo Bene, John Casavettes, y, entre ambos, el cine experimental de Andy Warhol, entre