Dedicatoria
A la memoria de mi mujer, la única persona que fue capaz de darle un giro total a mi existencia, haciendo de mí un hombre nuevo y logrando que fuera feliz durante muchos años. La muerte me la arrebató, pero su recuerdo no se extingue.
A mis hijos —tres, como en los cuentos—, que, de niños, lo eran todo para mí: además de hijos, amigos, camaradas, compañeros de juegos, cómplices, creadores de sueños, promotores de fantasía y forjadores de ilusiones. Ahora, mucho más maduros que yo en casi todos los aspectos, aparte del inmenso agradecimiento que les tengo por su aportación a la libertad de la que estoy gozando, son los irremplazables báculos de mi vejez. Porque a estas alturas de mi vida me resulta casi imposible caminar solo, en todos los sentidos.
A mis nietos —también tres, como en los cuentos, de momento—, una especie de «hijos pequeños» que me han llegado después de traspasar la barrera de los setenta, aportándome una ilusión que nunca pensé volver a tener y consiguiendo renovar mi vida y proporcionarle nuevos alicientes.
A aquellos familiares y amigos que me impulsaron a terminar de escribir esta novela, que con tanto cariño acogieron desde que publiqué el primer capítulo.
Con mi mayor gratitud a todos.
Prólogo
Magdalena empezó siendo un relato corto, uno más de entre los muchos que había escrito en Facebook… y de los que, más tarde, seguiría escribiendo. Pero mis lectores, no sé por qué, me dijeron en esta ocasión:
—Esperamos que esta historia continúe.
Después de meditarlo, no quise defraudarlos: y la continué.
Cuando pensé publicarla como novela completa —mi primera novela: tardía, pero cierta—, sus capítulos dejaron de aparecer en Facebook. Quise que quedara pendiente una parte de la historia que mis lectores no conocían aún. Ni yo tampoco, para ser sincero.
Tras tenerla en barbecho durante cierto tiempo, poco a poco, la fui continuando; y procuré que no perdiera su ritmo.
Como soy meticuloso hasta el extremo, he ido corrigiendo página por página, letra por letra, desde la primera coma hasta el último punto suspensivo.
No esperéis un argumento enrevesado, ni emociones de infarto, ni viajes exóticos, ni escenarios impresionantes…
Pero, a cambio, creo que no se parece en nada a los libros que se publican hoy. Y esto, para mí, es un punto a su favor.
Se trata de una historia muy sencilla, accesible para cualquiera, basada en muchas de las situaciones y episodios que observé siendo niño —incluidas expresiones orales, determinadas frases, actitudes…—, y que, luego, seguí viendo en mi deambular por la vida.
He procurado que sea lo más sencilla posible —creo humildemente que esta narración así lo requiere—, prescindiendo de florituras y de adornos innecesarios. De hecho, he borrado muchos de sus párrafos «más bonitos», tratando de conseguir la sencillez que buscaba.
Quiero, además, que sirva de homenaje al año cincuenta del siglo pasado y a los que lo vivimos: fue el año en el que hice la primera comunión, en el que, en teoría, empecé a tener «uso de razón», y que, además, guarda para mí un montón de recuerdos entrañables.
Lleno de dudas y con algún temor —como cada vez que uno de mis libros ve la luz, sea cual fuere el resultado—, lo cierto es que le he ido tomando un gran cariño a todos y cada uno de los personajes que desfilan por estas páginas a medida que iba «conociéndolos» mejor —espero que mis lectores lo perciban— y casi los he dejado actuar a su aire, procurando que se desenvolvieran por sí solos.
No me gusta agobiar a nadie, ni imponer mis criterios: ni siquiera a estos seres de ficción creados por mi imaginación y rubricados por mi humilde pluma. No pretendo que los demás vean el mundo a través de mis ojos, sino de los suyos: cada cual tiene derecho a ser libre.
Al final, mis personajes han terminado dándome una lección. ¡Ojalá muchos humanos fueran capaces de actuar como ellos!
Capítulo I
PROBLEMAS MATRIMONIALES
Magdalena no era lo que se conoce como una mujer hermosa…, pero tenía muy buenos pechos.
Nunca aprendió a leer y a escribir, pero supo dar a luz a diez hijos, amamantarlos, cuidarlos, educarlos a su manera… y «quererlos más que ninguna madre del mundo», como ella solía decir. Con eso y con hacer juegos malabares para poder alimentarlos, vestirlos y calzarlos, un año y otro, se daba por muy satisfecha. Y no era para menos.
Poseía, además, una buena dosis de filosofía barata, de gramática parda y de refranes archisabidos: de los de toda la vida. Lo malo era que, a veces, no los decía a derechas.
Solía exhalar frecuentes resoplidos y se propinaba, cada dos por tres, algún que otro tortazo sobre sus redondeadas caderas. Era bastante supersticiosa —aunque no le gustaba reconocerlo—, aficionada a comprar, con lo poquísimo que le sobraba, alguna papeleta de lotería y muy adicta al café solo, muy cargado, junto con unos fortísimos analgésicos —que estaban por aquel entonces de última moda— para amortiguar sus frecuentes jaquecas. Nerviosa hasta el extremo y con tendencia a dramatizar, casi a diario, traía de cabeza a su familia con su parloteo incesante y sus exageraciones.
Julián, su esposo, bastante más feo que ella y desgarbado como él solo, apenas pudo asistir a la escuela cuando era niño, pero sabía leer y escribir, para defenderse, y «las cuatro reglas», como se decía entonces.
A él le bastaba con tener las manos encallecidas, la voz ronca, el pecho hirsuto, la barba pinchosa y unas bolsas hinchadas, como pequeñas talegas vacías, bajo sus oscuros ojos de hombre curtido por la vida y el trabajo.
Solía beber alcohol a diario —aguardiente por las mañanas y unas copas de vino al terminar el trabajo—, por lo que su circulación se resentía.
Fumaba como un carretero —lo que, por cierto, le iba como anillo al dedo, ya que había ejercido, entre otros muchos, este oficio— y su adicción al tabaco le provocaba que, aparte de tener las yemas de los dedos de un color amarillo tostado, casi ocre, tosiera como un condenado en las frías madrugadas de aquellos largos, interminables inviernos.
Además de todo esto, la mayoría de las veces le daba la impresión de que tenía la cintura partida de tanto trabajar.
Pepona, la hija mayor, la que ayudaba a su madre en los quehaceres de la casa, era una muchacha muy responsable y bondadosa, con un carácter «de pasta de almendras», que sabía fregar y barrer a conciencia, preparar sabrosos guisos, cuidar de los niños, planchar, repasar la ropa y hacer labores de ganchillo y bordado, hasta el punto de que sus cansadas espaldas amenazaban con empezar a encorvarse en plena juventud.
El abuelo, Manuel, algo cascarrabias, escuchimizado hasta el extremo y muy pequeño de estatura —con una prominente barriguilla, impropia de su cuerpo endeble—, ya vencido por los años, estaba completamente calvo y arrugado como una pasa, pero sabía liar un cigarrillo como nadie. Hablaba con frecuencia de cuando «sirvió al rey», allá por el año de Maricastaña, y era este uno de sus temas favoritos de conversación. Muy aficionado a la albañilería y a la carpintería, a veces, sentado a la puerta de su casa, muy ufano y repantigado —como un señorón, pensaba él—, a la hora del atardecer se fumaba uno de aquellos hermosos puros que el amo le regalaba a su yerno mientras entornaba sus pequeños ojillos de viejo zorro, inundando su cabeza de antiguos recuerdos, que desfilaban ante su mente como si de una vieja película, vista mil veces, se tratara.
El amo, don Eufrasio —nombre extraño, elegido por sus padres antes de su nacimiento para evitar posteriores apodos, tan propios de los pueblos—, era el hombre más rico