en verso, ja, ja, ja!
—Hija mía —dijo Magdalena con cara de abnegada resignación, mientras se propinaba un fuerte tortazo en su cadera derecha y ponía los ojos en blanco—, no quisiera decírtelo otra vez, pero… ¡qué mala sombra tienes!
—Entre lo larguirucha que soy, que parezco una espingarda —contestó «Madalenita» muy irónica—, y la poca gracia que usted me encuentra, me parece que no voy a encontrar quien me quiera por esposa. Pero bueno, ¿y qué? ¡Ni falta que me hace!
Diciendo esto, se dio media vuelta mientras salía de su casa canturreando a media voz:
—¡A la lima y al limón, que no tengo quien me quiera. A la lima y al limón, me voy a quedar soltera…!
Y se fue, tan campante, a pasear con su amiga Merceditas, la hija de Soplavientos.
—Por una vez, estoy de acuerdo con ella: porque no va a haber quien le hinque el diente —dijo Magdalena, poco caritativa, en cuanto salió la joven—. ¿Quién se atreverá a cargar con esta espingarda?
A continuación empezó su retahíla interminable de refranes, sin orden ni concierto.
—¡Mujer —la reprendió su esposo—, la tienes tomada con ella! ¡Pobrecilla!
—Pues ¿sabes lo que te digo…? Que, en el fondo, —respondió Magdalena— creo que es a la que más quiero de mis hijos.
—Pues, esposa, de ser así… ¡cómo sabes disimularlo! —dijo Julián bastante guasón.
Sin querer —quizás para desahogar un poco los nervios tensos de aquellos días—, al resto de la familia le dio un ataque de risa.
Magdalena, al final, se contagió.
Parecía, con sus carcajadas nerviosas, estentóreas y exageradísimas, la loca de Jane Eyre, que se había escapado de la torre.
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