Joaquín Vergara

Magdalena


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con el tema de su habitual estreñimiento. Para él, un problema de tan escasa importancia había llegado a convertirse en una auténtica obsesión.

      En cuando despuntaba el alba, al oír el primer quiquiriquí del gallo —y muchas veces incluso antes—, se iba a hacer sus necesidades —o, al menos, a intentarlo— debajo de un ciruelo que él mismo había plantado unos años atrás.

      Aquel rincón era su excusado particular. El hombre se colocaba allí, en cuclillas, aguardando a que ocurriera el esperado «prodigio». Así solía estar durante un largo rato, porque, generalmente, tardaba mucho en lograr su propósito. Pero como tenía la cabeza tan dura como un adoquín podía pasarse en aquella incómoda postura una buena parte del día. O, mejor dicho, del amanecer.

      Su familia, que ya conocía sus manías de anciano, tomaba aquella costumbre como una cosa muy natural, a la que estaban habituados, pero la pobre Magdalena, de cuando en cuando, no tenía más remedio que explotar. Era tan nerviosa que, al final, si se hallaban en lo más crudo del invierno, le decía, desesperada, mientras resoplaba y se daba un fuerte manotazo en su cadera derecha:

      —¡Padre! ¡Que se va usted a morir de frío si sigue ahí!

      El viejo, desde lejos, la tranquilizaba:

      —Ya parece que va faltando poco. ¡No te preocupes, que tengo puesta la pelliza!

      Si estaban en verano, variaba la cantinela:

      —¡Padre, que va usted a asfixiarse de calor!

      Y el abuelo le respondía:

      —¡No, hija: todavía falta un rato para que apriete!

      Lo más curioso era que cuando el árbol, aquel ciruelo tan frondoso, daba sus frutos, el abuelo celebraba el acontecimiento como si se tratara de una fiesta y los ingería en extrema abundancia. Hasta hacía acopio de ellos «para más adelante», guardando cajas llenas de ciruelas debajo de su cama, que luego, como es natural, terminaban pudriéndose.

      Tantas era capaz de consumir que muchas veces le producían un efecto tan fulminante que se veía obligado a salir disparado cada cinco minutos para realizar lo que había sido durante años su «primordial objetivo».

      Aquella mañana, muy temprano, se presentó Gabriel con la intención de recoger a Pepona. Tenían que ir a la capital, como tantas veces, a comprar juegos de cama, lencería, etc., porque su boda se iba aproximando más y más.

      La señá Paca le dijo a su hijo que cuando fueran a encargar el vestido de novia quería acompañarles, puesto que ella no tenía más remedio que darle el visto bueno.

      De un día a otro Pepona iría a visitar, por primera vez, la casa de su futura suegra, que a ella se le antojaba algo así como un castillo encantado.

      Pues bien: Manuel, el abuelo, obsesionado por «el buen funcionamiento de su vientre», no esperaba ni por asomo aquella visita a horas tan intempestivas y poco oportunas.

      El pobre viejo, espantado al ver que su futuro nieto político avanzaba hacia allí y temiendo que terminara viéndolo, se subió como pudo los pantalones, se puso todo lo erguido que le permitía su encorvada espalda y salió escopetado, como un rayo, hacia la casa de su hija. ¡Qué vergüenza si aquel señorito lo cogía «in fraganti»!

      Partieron en el coche de Gabriel, además de él, Pepona y «Madalenita», que iba de carabina. ¿Qué dirían las comadres del pueblo si vieran a los novios irse solos en un vehículo a motor…?

      En cuanto se perdieron de vista, allá que fue el abuelo a colocarse, otra vez, en su puesto favorito, bajo el ciruelo.

      Don Elías, el cura, que era muy madrugador, antes de oficiar la misa de ocho —si la decía más temprano no iba apenas nadie— solía dar un paseo matutino. Y aquella mañana se dirigió a casa de Magdalena.

      Estaba un poco preocupado con Pepona, que era una muchacha buenísima pero demasiado cavilosa. Llevaba varios días sin verla y pensaba que la última vez que ella le consultó algo pudo haber sido él, sin pretenderlo, un poco brusco, dada la sensibilidad de la joven.

      Cuando el abuelo Manuel vio aparecer al cura en el momento en que creía estar a punto de realizar su propósito, su cara se tornó lívida.

      ¡Otra carrera hacia la casa con los pantalones a medio subir!

      Don Elías lo vio desde lejos y sonrió:

      —Manías propias de los viejos —pensó.

      Estaba Julián saboreando su café migado con picatostes cuando entró don Elías en la casa.

      —¡Buenos días, familia! Venía dando mi paseo habitual y me acordé de vosotros.

      —Se agradece, señor cura —dijo Magdalena.

      —¿Y Pepona? ¿No se ha levantado aún?

      —¡Sí, claro que sí, don Elías! ¡Bueno, si ella es la que más madruga de esta casa…! Lo que pasa es que ha ido a la capital, con Grabiel y «Madalenita», a encargar cosas para la boda. Para el ajuar, como decimos las mujeres. ¿La quería usted para algo especial?

      —No, mujer. Solo para hablar un poco con ella. Esta Pepona es buenísima pero algo enrevesada…

      —¿Y eso qué quiere decir? No será nada malo, ¿verdad?

      —¡Ni mucho menos, mujer! Es que a veces su cabeza es como un tiovivo.

      —¡Ay, don Elías, yo no entiendo lo que usted me dice! Eso de tiovivo… ¿no será que la encuentra usted algo así… como un marimacho, con perdón, ni cosas por el estilo? Porque yo le aseguro que de eso nada.

      Don Elías soltó una carcajada.

      —¡Ay, Magdalena, Magdalena… qué cosas se te ocurren! Quiero decir que le da muchas vueltas a las cosas.

      —Es que mi mujer está demasiado rústica, don Elías —dijo Julián—. Se va a tener que afinar un poco sin más remedio. Y a estas alturas lo veo difícil.

      —¿Quiere usted probar mi torta de aceite? —le preguntó Magdalena cambiando de tema, como era habitual en ella—. Está recién hecha. Anoche mismo me la cocieron.

      —Mujer, ahora no puedo. Voy a decir la misa. Aunque de sobra sé que tus tortas son únicas.

      —Pues le voy a liar un trozo en una servilleta para que usted se lo lleve y se lo coma después. La servilleta está muy limpia, ¿sabe usted?

      El pobre Manuel, mientras tanto, seguía esperando y esperando. ¿Cuándo se marcharía el cura y se podría quedar tranquilo?

      Don Elías miró su reloj.

      —¡Uy, son ya las ocho menos veinte y me gustaría andar un poco más! Me tengo que ir. Ya hablaré con Pepona otro día. Y muchísimas gracias por el trozo de torta, Magdalena. Seguro que estará tan rica como siempre.

      Cuando se aseguró de que el sacerdote se había marchado, Manuel salió de nuevo al patio.

      —¡Ya lo voy a conseguir! ¡Por fin! —pensó, como si en ello le fuera la vida.

      Estaba el hombre en el momento más delicado y trascendental de la «faena» cuando, de repente, vio aparecer a don Eufrasio. ¡Nada menos que a don Eufrasio, el dueño del cortijo! ¡El hombre más rico del pueblo!

      Y esta vez, por mucho que lo lamentara, no se podía levantar, como hubiera deseado. Le resultaba imposible en aquel momento.

      —¡Don Eufrasio! —dijo desde su puesto, con la voz ahogada y un tanto enronquecida a causa del esfuerzo—. ¡No se acerque usted por aquí! Tire por el otro lado.

      —Ya, ya veo, Manuel, que no está usted para visitas —dijo el dueño del cortijo con una buena dosis de humor— ¡No se preocupe, hombre! ¡Si viera los ratos que me paso