en plena canícula. En tal caso, la casa se convertía en un horno.
Hacía pocos meses que había comenzado el año 1950.
Todavía, se notaban los últimos coletazos de la posguerra, pero, quizás, empezaba a vislumbrarse algo distinto: daba la impresión de que se iba entrando en una nueva etapa, en la que se notaba algún leve indicio de una prosperidad de la que se había carecido durante mucho tiempo.
Hasta el aire parecía llegar más fresco aquel año, como renovado, e incluso se diría que se respiraba un ambiente más optimista, de una relativa modernidad, en el que se iban avistando nuevos horizontes. ¡No había que olvidar que habíamos llegado a la segunda mitad del siglo XX! Aunque en los pueblos pequeños, adormecidos en su rutina diaria, en su permanente modorra, no se notaran apenas los cambios del progreso.
Magdalena —muy alterada y nerviosa ante la perspectiva de la próxima boda de su hija—, como primera medida, empezó a plantearse los atuendos que deberían llevar su familia y ella ese día. ¡Sobre todo, ella!
No le importaba gastar la mayor parte de sus exiguos ahorros en tal acontecimiento: y, si era preciso, podría recurrir a su cuñado Frasquito, el marido de su hermana Dolores —que, además de poseer una bondad fuera de serie, tenía fama de ser muy generoso—, para pedirle dinero prestado. Y si él, en vez de prestárselo, se lo regalaba, ¡pues muchísimo mejor!
Frasquito y Dolores eran un matrimonio acomodado, dueños de una pequeña tienda de comestibles en la que él entró —siendo casi un niño— como dependiente, y que, después, por las vicisitudes de la vida, pasó a sus manos. El negocio, aunque modesto, les daba para ir viviendo y para que les sobrara algo. Como no tenían hijos y el hombre era tan desprendido, su cuñada, cuando se encontraba en algún apuro, veía en él su tabla de salvación.
Pero volviendo a los «problemas» acuciantes de Magdalena, el primero que se le presentaba era el volumen de su pecho: aquella pechera enorme, descomunal, ya un poco caída a fuerza de amamantar, que habría que intentar subir a su sitio con un armazón adecuado.
Aprovechó que Gabriel y Pepona iban a la capital para acompañarles y visitar una buena corsetería.
—Señora —le dijo la dependienta, esbozando una sonrisita en la que Magdalena creyó percibir un punto de ironía—, su talla… en este momento no la tenemos. No es frecuente que vengan señoras «tan bien dotadas» como usted. Pero, desde luego, podemos hacerle un sujetador a medida.
Se lo entregaron al cabo de dos semanas. Magdalena se lo probó y, al verse delante del espejo y saberse tan rejuvenecida y exuberante, quedó muy satisfecha con el resultado.
Estaba deseando ver la reacción de su marido.
Cuando Julián la vio aparecer con la nueva prenda ajustada a su cuerpo estaba tomando un café muy caliente, casi hirviendo, como siempre solía hacer, y por poco se quema de la impresión que se llevó al ver a su mujer de aquella guisa. En primer lugar se atragantó; y, a continuación, estalló en carcajadas:
—Pero, chiquilla, ¿esto qué es? ¿Tú te has mirado bien al espejo? A mí me da mucha fatiga de que te presentes así delante de la gente, con esos pechos en la boca, como si fueras una mocita. ¡Y con el pedazo de mostrador que tienes! ¿Qué van a pensar de ti? ¿Y de mí, que soy tu esposo y te lo consiento…?
Antoñillo, uno de los hijos pequeños, entró en ese momento a desayunar y se quedó absorto.
—Madre, ¿qué le ha pasado a usted? ¿Por qué se ha puesto tan gorda… por la parte de arriba?
Julián redobló sus carcajadas.
—Sí, hijo, sí. Tu madre ¡a la vejez, viruelas! —le decía con mucha sorna al niño.
—¡Eso podría decírtelo yo a ti! ¡Mira quién va a hablar! —contestó la mujer, bastante picajosa y desilusionada—. ¡Cría cuervos…!
—Pues nada, mujer. No hay más que hablar. ¡Si yo en el fondo soy un cacho de pan, un infeliz, como nos pasa a la mayoría de los hombres! Ponte lo que quieras, siempre que vayas a gusto. Ahora, si la señá Paca se escandaliza al verte, no me vengas luego con lagrimitas ni quejas.
Pepona, que acababa de entrar en ese momento, intervino:
—Padre, no sea usted así, que madre no tiene la culpa de tener tanto pecho. No me la vaya a acomplejar ahora… Ella, lo mismo que usted, tiene que ir a la boda de acuerdo con la categoría de Gabriel.
—¡Uy, uy, uy…! ¡A ti se te están subiendo los humos y el tonteo a la cabeza, hija! —le respondió su padre—. Esto de casarse con gente de más categoría que nosotros tendrá sus ventajas, no digo yo que no, pero también acarrea inconvenientes. ¡Y temo que muy pronto nos vas a hacer de menos, Pepona!
—Pero, padre, ¿cómo puede pensar así? ¡Si usted supiera lo sencillo que es Gabriel…! A propósito, ¿no podrían pronunciar bien su nombre? A él no le gusta nada eso de que le llamen Grabiel. Y a su madre, todavía menos.
—¿Lo ves, hija? —intervino Julián—. Ya empezamos con tiquismiquis y pamplinas.
—¡Haced el favor, si podéis! Intentad pronunciarlo bien, dadme ese gusto —insistió Pepona.
—Bueno, vamos a dejarnos de tonterías sin importancia, ¡que en lo que hay que pensar es en mi vestido! —dijo Magdalena, muy práctica, haciéndose la protagonista, cosa que le encantaba—. ¿Os parece bien de color granate, de brocado? ¿O un gris perla tirando a humo?
—Hija, con ese mostrador… con cualquier cosa que te pongas vas a resultar llamativa, no te preocupes —respondió Julián entre risas.
—Pues tú, en vez de tomarme a broma, ¡bien que debías haberte encargado ya el traje!
—Tiempo tenemos, mujer. De todas formas le pediré permiso al amo. ¡Qué remedio me queda…! Tendremos que ir los dos a la capital a preparar nuestra ropa —respondió Julián suspirando hondamente, como si se tratara de un gran sacrificio.
Pepona, mientras los escuchaba parlotear, no hacía más que darle vueltas a su próximo matrimonio: estaba obsesionada con el tema de la noche de bodas, pero se guardaba para sí su preocupación.
Aquella tarde —se encontraban en la segunda quincena de mayo—, Magdalena estaba planchando en la cocina cuando sufrió un desmayo.
Acudieron, rápidas, las vecinas y se lo achacaron al calor, que había llegado demasiado pronto.
Pero tardaba en volver en sí.
Como Julián estaba trabajando en el cortijo, uno de sus hijos, muy asustado, fue a galope tendido en busca del médico.
Tuvo suerte, porque don José, aunque estaba pasando consulta, cogió enseguida su viejo coche, muy alarmado por si lo de Magdalena era grave.
Cuando llegó a la casa, la mujer, rodeada de comadres, estaba empezando a volver en sí. La habían llevado entre todas a la alcoba matrimonial y la habían acostado. El abuelo Manuel no hacía más que llorar a moco tendido.
La verdad es que Magdalena no tenía buena cara. Todas las mujeres que la acompañaban, al unísono, se empeñaban en que tomara algo: que si tila, que si manzanilla, que si un té, que si un zumo…
Don José les pidió que se salieran todas, porque tenía que reconocer a la enferma. Cuando, después de un rato, salió de la alcoba, lo notaron satisfecho, casi sonriente:
—No os alarméis por lo de Magdalena. Esta mujer no tiene ningún mal. Lo que le pasa es que está, de nuevo, preñada. De más de dos meses. Lo que ella creyó la llegada de la menopausia no era más que el comienzo de un nuevo embarazo. ¡Bueno, os dejo, que tengo en mi consulta un montón de enfermos que atender! Pepona, díselo a tu padre y dale mi enhorabuena. Y las demás, aunque no dudo de vuestra buena intención, haced el favor de dejarla tranquila, que la vais a agobiar.
—¡Uy,