impresión que se llevó. Hubiera deseado que la tierra se lo tragara en ese momento. Se quedó como paralizado, y supo claramente que lo que acababa de oír era cierto. Fue como si un velo muy tupido, que le hubiera ocultado la verdad desde que era niño, se hubiera descorrido ante sus ojos dejando ver, por fin, la luz: mostrándole la espantosa verdad en toda su crudeza.
Fue atando cabos en pocos segundos: siempre hubo cierto misterio, algo oscuro y difuso, en lo concerniente a la muerte de aquel hombre. Su madre, cuando no había más remedio que hablar del tema —procuraba eludirlo—, le decía que su padre había ido a la capital a hacer unos negocios y que había muerto de un ataque al corazón mientras dormía en un hotel.
Ahora, el muchacho lo entendía todo mejor, y empezaba a comprender la exagerada aversión de su madre hacia «las mujeres de vida alegre», como ella las llamaba, y su desilusión acerca de todo lo relacionado con el matrimonio.
Ante las crueles palabras de su amigo, Gabriel no quiso ni pudo seguir hablando de aquel asunto tan doloroso para él. Como es natural, le había afectado muchísimo.
Sentía una angustia inmensa, que nunca había experimentado hasta entonces, y físicamente notaba como una paralización que casi le impedía avanzar por la calle. No se dignó ni a contestarle a su interlocutor. Permaneció callado, con la cabeza baja.
El otro, por torpe e insensible que fuera, se dio cuenta de que había obrado mal. Tal vez, por alguna causa que Gabriel ignoraba, le había querido hacer un poco de daño, pero no hasta ese punto.
Aunque era tarde para rectificar. Ya estaba todo dicho.
Gabriel pasó unos días horribles. Apenas dormía, no podía comer, nada le interesaba, no pisaba la calle…
No paraba de darle vueltas y vueltas a lo mismo. Incluso se extrañaba de que a nadie se le hubiera escapado decírselo mucho antes.
Su madre estaba muy alarmada, preocupadísima: la única persona a la que quería con locura era a su hijo.
Al final, el muchacho, pasados dos o tres días, no pudo seguir callando; pero, como no se atrevía a revelar aquel descubrimiento de una vez, se lo fue contando a su madre a base de rodeos de palabras, como no atreviéndose a relatarle el tremendo final.
Doña Paca intentaba ayudarle, preguntándole:
—¿Se trata de esto… o de aquello…?
Mientras le hablaba de los amargos recuerdos que ella tenía de la vida de su esposo: de otras mujeres, de otras historias anteriores, igualmente escabrosas; y, en cierto modo, todavía más graves.
Él se quedó anonadado, porque no se trataba solo de lo que le había contado su amigo, sino que hubo mucho más… desde que sus padres estaban recién casados.
Su ídolo, su héroe, aquel padre al que tenía en un pedestal, se le había venido abajo de golpe y porrazo.
Se acostó tiritando. Y no de frío.
Estaba ya en su lecho cuando su madre entró a su cuarto. Se sentó en su cama, cosa nada habitual en ella, y le recordó aquellas hermosas palabras de Santa Teresa de Jesús, mientras le temblaba un poco la voz:
—Nada te turbe, nada te espante…
Y terminó diciendo:
—Quien a Dios tiene nada le falta: solo Dios basta.
En ese momento, mientras su madre lo besaba en la frente, Gabriel notó que no era tan áspera ni tan segura de sí misma como aparentaba. Ni tan fuerte. El muchacho, percibiendo claramente de qué manera lo quería, se incorporó con la acuciante necesidad de abrazarla muy fuerte, con desesperación. Y, como es natural, desde aquel momento se sintió mucho más cerca de ella de lo que hasta entonces había estado.
Aquella noche, por haber desahogado su angustia después de que sus ojos se anegaran en lágrimas —mezcla de dolor, decepción y rabia—, consiguió dormir de un tirón.
Luego, durante una temporada, Gabriel creyó que tenía vocación religiosa. Vivió unos días de intenso misticismo, provocado, sin duda, por los últimos descubrimientos y el derrumbamiento moral que había experimentado.
Pasaba muchas horas en la iglesia: y, ayudado por el párroco del pueblo, encontró parte del consuelo que necesitaba. No rompió del todo con su amigo —que se mostraba arrepentido, avergonzado y confuso—, pero, a raíz de tan doloroso momento, nunca más volvió a ser para él el que había sido antes.
Durante un tiempo, excepto con el cura, no volvió a hablar con nadie de la azarosa vida de su padre. Pero a raíz de aquel episodio empezaron a sobrevenirle frecuentes crisis de angustia: confusión, sensación de pánico, temor a volverse loco, pérdida de autoestima… hasta que se vio obligado a confesar a su madre el estado en el que se encontraba. A doña Paca se le vino el mundo encima; y tanto ella como el sacerdote se convencieron de que Gabriel necesitaba más ayuda de la que ellos le podían ofrecer.
Acababa de llegar al pueblo un médico joven, muy simpático y bondadoso, llamado don José, al que acudió la señora a contarle la preocupación que sentía por su hijo.
A los pocos días, el muchacho fue a su consulta. El médico le dijo que aunque, naturalmente, no era especialista en enfermedades nerviosas, haría por él cuanto estuviera en su mano.
Gabriel se fue desahogando, contándole a retazos su vida: sus primeros recuerdos, el amor que le tuvo a su padre, sus sueños de niño, la época de la pubertad con sus inquietantes deseos… y, como es natural, la dolorosa revelación de su amigo, con sus consecuentes traumas psíquicos y su actual angustia.
Don José se vio obligado a recetarle unos tranquilizantes para empezar el tratamiento. Además, el muchacho lo visitaba al anochecer, cuando ya el médico había terminado con todos sus pacientes, y hablaba con él una media hora a la semana. Quitándose horas de sueño, don José estudiaba su caso, leyendo y releyendo libros de psiquiatría.
Pero, transcurrido más de un mes y viendo que el joven apenas mejoraba, el médico le aconsejó que visitara a un famoso psiquiatra de la capital. Gabriel sintió como si le cayera un jarro de agua fría: le daba la impresión de que «esa clase de médicos» no eran para él.
Pero don José insistía… y el joven tuvo que empezar, de nuevo, a contar todos los pormenores de su vida.
Iba a la capital una vez por semana. Luego, cada dos. Y así fue espaciando las visitas. Ya no le costaba el menor sacrificio hablar y hablar de sus cosas más íntimas. Al revés: lo necesitaba.
El psiquiatra, al contrario de lo que Gabriel había prejuzgado, era un hombre muy amable y comprensivo, bondadoso, jovial —a pesar de ser bastante mayor—, con una sonrisa casi constante y una buena dosis de ironía. Jamás hubiera pensado Gabriel que llegarían a ser tan buenos amigos: ni, menos aún, que el médico llegara a contarle episodios de su propia vida.
El muchacho empezó a mejorar ostensiblemente.
Más adelante, pasados unos meses, se fueron espaciando las consultas más y más… hasta que, casi sin darse cuenta, dejó de ir al psiquiatra. Ya no lo necesitaba.
La profunda amistad que había entablado Gabriel con don José echó raíces para toda la vida: el joven se sentía secretamente orgulloso de que dos personas de tan excelsas cualidades —el médico del pueblo y el psiquiatra de la capital— le hubieran otorgado su amistad y su afecto, por lo que, en cierto modo, llegaron a reemplazar en su mente a aquella imagen paterna, tan necesaria para él, que había resultado ser un pobre ídolo de barro… que se le había desplomado en un santiamén.
Capítulo VI
LOS ANTOJOS DE MAGDALENA Y LA EDUCACIÓN DE PEPONA
Volviendo a la vida y milagros de Magdalena en su nuevo «estado interesante» —como ella solía decir para darse importancia—, a la mujer le dio por cantar y cantar. Parecía un disco