Joaquín Vergara

Magdalena


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a usted por aquí, don Eufrasio? —dijo Julián, que acababa de tomar el último sorbo de café, al ver aparecer al dueño del cortijo en su casa, asombrado por el tropel incesante de visitas mañaneras en aquella mañana de primeros de junio.

      —Pues mira, hombre, tengo una buena noticia que daros: he hablado con Gabriel, y entre él y yo os vamos a costear un cuarto de baño. No es cosa de que el pobre abuelo se pase las madrugadas en cuclillas, debajo del ciruelo, ni de que vosotros os tengáis que bañar en un barreño. Además, para que el bueno de Manuel no os interrumpa, ni vosotros a él, como sois tantos… le vamos a instalar un inodoro aparte, para él solo. En el corral tenéis sitio de sobra para eso y para más.

      —¡Ay, don Eufrasio de mi vida, de mi alma y de mi corazón! —dijo Magdalena en el colmo de la felicidad—. ¡Pero qué requetebuenísimo es usted!

      Se dirigió a él y le cubrió las manos de besos.

      —¡Quita, hija, quita, por Dios…! —dijo don Eufrasio, notando que sus mejillas enrojecían—. Es lo menos que puedo hacer por vosotros.

      El abuelo, mientras tanto, continuaba debajo del ciruelo terminando su «operación diaria», su «ansiado objetivo», la «ilusión de su vejez», cuando una bandada de pájaros se le acercó y vino a posarse justamente en «su árbol», en aquel hermoso ciruelo que él había plantado y que «abonaba» a diario.

      El viejo, entre divertido y enfadado, dijo en voz alta:

      —¡Puñeta y cien mil pares de puñetas! ¡Vaya día que llevo! ¿Será posible? ¡Hasta los pajarillos se han empeñado en verme el culo esta mañana!

      Y luego añadió:

      —¡Ay, si mi difunta levantara la cabeza, con lo celosísima que era…!

      Capítulo VIII

       PEPONA VISITA LA CASA DE LA SEÑÁ PACA

      Cuando doña Francisca de Asís de Guzmán y de Posadillo, viuda de De Calvete —en el pueblo, la señá Paca— se enteró de la noticia del embarazo de su próxima consuegra, podéis imaginaros cómo se puso: una expresión de profundo asombro y desagrado se reflejó en su rostro enjuto y apergaminado, surcado de innumerables arrugas.

      No sabía más que murmurar: «Uff, uff», con una cara de desdén difícil de describir, mientras movía la cabeza acompasadamente, de un lado para otro, y se llevaba las manos a las sienes.

      —¡Mamá, tampoco se trata de nada malo, mujer! Tienes que ser más comprensiva, más flexible. Hazlo por mí —le dijo Gabriel, que se sentía obligado a intervenir.

      —¡Es lo único que le faltaba a la familia de Julianillo el Pelao! ¿A una mujer de la edad de Magdalena le pega quedarse en estado? ¡Qué gente más rara deben ser! Hijo, haz el favor de traerme las pastillas de la tensión, porque me encuentro a punto de que me dé una congestión —terminó diciendo, con la voz desfallecida y algo ficticia.

      —¡Mamá, por favor, cálmate! Quiero que de un día a otro venga Pepona a conocerte. Nos falta muy poco para la boda y me gustaría que, cuando ocurra esto, saliera contenta de aquí. No quiero que la intimides. Ni mucho menos que le demuestres tu descontento.

      —¡Si no es por la muchacha en sí! Si me basta, al fin y al cabo, con que tú la hayas elegido. ¡Pero qué trabajito me va a costar transigir con su familia!

      Hizo una pausa después de ingerir el hipotensor. Luego dijo:

      —Tu primera mujer la escogí yo, lo reconozco. Y tengo que admitir que me equivoqué. Aunque como sé que «el tema Adela» prefieres eludirlo, me callo. Lo que sí te digo es que a raíz de entonces me prometí a mí misma que jamás volvería a intervenir en tus relaciones amorosas.

      Quedó en silencio de nuevo, y luego añadió:

      —Pero en este caso no me gusta nada la familia. Y no lo digo porque sean gente humilde, ni mucho menos. Es… otra cosa, no sé. Presiento que nos van a dar mucha lata.

      Gabriel suspiró, resignado. ¡Estaba tan acostumbrado a las reacciones de su madre…! A veces, aunque le costaba trabajo admitirlo, le daba la impresión de que aquella mujer había venido al mundo con el único propósito de fastidiar la vida de los demás: excluidos, por supuesto, él y Socorro, la sirvienta de toda la vida.

      Pero como —aparte de ser su madre— sabía que lo quería tanto y conocía una buena parte de las amarguras que ella había vivido durante su fracasado matrimonio, procuraba llevar aquella cruz de la mejor manera posible, por lo que prefirió no seguir hablando del asunto. ¿Para qué darle vueltas y vueltas si no iban a salir del mismo círculo?

      Y como era muy devoto de santa Rita de Casia, le pidió a la santa por enésima vez que, al menos, le siguiera dando paciencia.

      Pepona, después de visitar la casa de su suegra —que también sería la suya dentro de muy poco—, no paraba de hablar de ella cuando llegó a su casa: de las cosas tan bonitas que había visto, de los muebles lujosos, las gruesas alfombras, las cortinas, los antiguos bargueños, los jarrones de porcelana…

      —Madre —decía—, ¡si viera usted el salón rojo…! ¡Qué maravilla! ¡Es la habitación más bonita que he visto en mi vida! Todos los muebles están forrados de terciopelo, igual que el de las cortinas. ¡Qué lámpara, madre!¡Y qué asientos, de esos muy antiguos, llenos de botones!

      Magdalena comenzó a resoplar: se estaba empezando a cansar del tema. Ella, aunque buena, era muy celosa y temía que Pepona les hiciera de menos ante el desconocido lujo que se le presentaba.

      —Hija —le contestó con mucho retintín—, yo tengo por ahí una caja llena de botones. ¡Si te parece, se los podemos pegar a las sillas para estar a la altura de la familia de tu novio! Y ese salón rojo, por lo que me figuro, te va a venir de perlas cuando alguno de tus niños, si llegas a tenerlos algún día, pase el sarampión. ¡En cinco minutos, curado!

      —Ay, madre, ¡qué cosas tiene usted! —dijo Pepona, abrazándola—. ¡Si comprendo que esas cosas son lo de menos! Lo importante es que ya he conocido a mi futura suegra. Me aconsejó la madre Asunción que me mostrara ante ella muy natural, tal como soy, pero creo que me pasé, madre, me pasé… Me quise poner tan natural, tan sencilla, que creo que doña Francisca me ha debido tomar por tonta o poco menos. Además, no es una mujer que te dé confianza. La encuentro demasiado segura de sí misma y eso me corta muchísimo. Es bastante estirada. A su manera es amable, sí, pero con una amabilidad tan distinta de la nuestra, de la tuya… Menos mal que Gabriel, que es un santo, me ha tranquilizado.

      Julián entró en ese momento. Venía reventado de trabajar. Se sirvió una copa de vino y se sentó con ellas y el abuelo.

      —Hija, no es fácil dar el paso que tú vas a dar —dijo el hombre, que había oído la parte final de la conversación—. Hay mucha diferencia entre ellos y nosotros. Estoy contento con tu casamiento, eso es aparte; a nadie le amarga un dulce. Pero, como dice tu madre, no hay rosa sin espinas. Aunque me tranquiliza una cosa: que Ga-briel (ya estoy aprendiendo a decir bien su nombre) es mucho más campechano de lo que yo pensaba.

      —¡Padre —dijo Pepona emocionada—, es usted el mejor hombre del mundo! ¡Cuánto le quiero, de verdad…!

      Le dio un abrazo tan fuerte que casi le cortó la respiración. Mientras se lo comía a besos, Julián se emocionó hasta el punto de que asomó a sus ojos alguna lágrima no deseada.

      —¡Anda, chiquillo! —dijo Magdalena—. ¡Luego te quejarás de tus hijos…!

      Y, como lo dramático le gustaba tanto, se puso a llorar a moco tendido a causa de la emoción que sentía.

      El abuelo Manuel, que había permanecido callado, intervino al fin:

      —Yo no quisiera decir nada,