Luisa Carnés

Tea Rooms


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«El cliente siempre tiene razón». Y otra: «Al cliente hay que sonreírle siempre y engañarle cuando haya ocasión». Y esto, sólo en lo relativo al público. Que es de lo más heterogéneo. El público da color y marca cada hora del establecimiento. Al principio se multiplican en él las sirvientas, con sus cestas de hule; la modista, la mecanógrafa, el empleado, que adquieren su bollo de hojaldre; más tarde, el mozo de almacén, el botones, el continental. («Oiga, un pastel»). Luego, la vieja repintada y sus niñas cursis, las beatas, al regreso de la iglesia; la dueña de la pensión modesta, que hace su pedido de tartas de las más económicas; la dueña de casa, que adquiere sus flanes o su nata. A la tarde, después del frugal almuerzo —Ópera-Cuatro Caminos, Cuatro Caminos-Ópera—, una hora de calma, que se aprovecha para pasarle un paño a los mostradores, a las vitrinas, etc., y de nuevo el desfile: las parejas de novios que comen un pastelillo en pie, mirándose a la cara; los grupos de muchachas que eligen alocadamente sus pastelillos, de pescado o ternera; los jóvenes que devoran el dulce con grosería, que ellos titulan «naturalismo»; los que, por el contrario, se violentan por demostrar su distinción y acaban, invariablemente, obscureciendo su americana con una lágrima de chocolate o de grosella. Y queda todavía el señor jubilado, que se toma su merienda y se va lentamente siempre por el mismo camino; y la cliente que hizo su encargo por teléfono, y el funcionario que adquiere el postre de la noche.

      La noche. Duelen las plantas de los pies, y los muslos y el índice de la mano izquierda, producto de la experiencia del nudo corredizo, y se tiene un peso enorme encima de los párpados. ¿Cuántas horas? Diez. Diez horas.

      El reloj resuena nueve veces. Y una nueva empleada —ojos despiertos, cabello húmedo, impecable, como si acabara de arreglarse, de despertar (¿qué hora es?):

      —Son las nueve. Yo hago el turno de la noche.

      La noche.

      Diez horas, cansancio, tres pesetas.

      Fuera hace calor.

      A la puerta, un viejo pregona los diarios nocturnos.

      El público que sale de los cines y teatros emite comentarios en voz alta.

      Diez horas, cansancio, tres pesetas.

      5

      El único salón público del establecimiento es amplio y está decorado con mal gusto. Las mesas de cristal, las perchas de níquel y el pavimento encerado, relucen.

      De cinco en adelante el salón es invadido por un público semiselecto, compuesto casi exclusivamente de parejas de novios y grupos de muchachas.

      El público «bien» de los días hábiles difiere notoriamente del público de los días festivos. Los días de fiesta el salón permanece lleno hasta bien entrada la noche, y en esos días todo es aprovechable —los pasteles averiados, los dulces demasiado secos—. Los matrimonios domingueros parecen disfrutar de un paladar nada exquisito. La menuda prole tampoco distingue estas deficiencias. Además, la celeridad lo justifica todo. Los mozos corren de un lado para otro del local, manteniendo el raro equilibrio de su bandeja en alto; las dependientas preparan los platos de a «seis» pasteles, deprisa, sin hablar entre sí; la encargada taladra los tickets a los camareros y vigila desde su caja registradora. El resto de la semana el público es más atildado y exigente. A pesar de lo cual las dependientas prefieren los días de labor. Los domingos aumenta considerablemente el trabajo y hay que atender simultáneamente al mostrador y a los pedidos del salón, y al anochecer los tobillos duelen enormemente. De todo esto resulta un aumento en los ingresos del día. No obstante, el jornal de la empleada es el mismo. Pero hay otro motivo para que la dependienta aborrezca los días festivos. Desde por la mañana, todo proclama la fiesta —además del enorme aumento del género—: los comercios no levantan sus persianas ruidosas. Vocean las floristas más alegremente en las calles. Ante las taquillas del cinema de enfrente se forman colas numerosas; las mujeres se adornan más que de ordinario; y luego, a la tarde, el desfile de parejas de novios ante los escaparates del establecimiento. Y «una», «una», a «lo suyo»: «Seis pasteles». «Media de bizcochos». «A ver, una al teléfono». «Una» no tiene más que medio día cada semana, es decir, cinco horas de asueto por cada sesenta y cinco de trabajo. «Una» está aquí, «entre toda esta pringue». Fuera, el ocio, el lujo, las diversiones y el amor. Los hombres que desfilan por el salón apenas miran a la dependienta. La dependienta, dentro de su uniforme, no es más que un aditamento del salón, un utilísimo aditamento humano. Nada más. Ella corresponde a esta indiferencia con desprecio. Para ella, el público se compone de una interminable serie de autómatas; de seres de ojos, palabras y ademanes idénticos —todos la misma actitud: el índice, tieso, indicando el dulce elegido y un brillo glotón en los ojos; un brillo repugnante—. «Aquí no son ustedes mujeres; aquí no son ustedes más que dependientas». Al crear este apotegma, la encargada se ha excluido a sí misma. La encargada es eminentemente coqueta e insinuante con los clientes, en particular con un señor alto, enjuto, que usa un ridículo bigotito hitleriano y unas camisas blancas impecables; es militar —comandante o coronel—; tiene los ademanes muy rígidos y los dientes perfectos. Cuando ríe, enseña un colmillo de oro. Este cliente, que viene invariablemente cada noche a por «su» pastel de grosella, es el dilecto de la encargada. Por nada del mundo dejaría ella a «su cliente» sin «su» pastel.

      Una empleada que omitió tal cuidado hubo de sufrir una seria reprimenda. El coronel, o comandante, parece estimar las atenciones de la encargada y corresponderla; sus cotidianos saludos son bastante expresivos, e incluso una noche la obsequió con una rosa que llevaba en el ojal de la americana y cuya vista despertó los celos de la encargada. Pero, al parecer, no pasa de ahí. En general, la encargada es efusiva con todo el mundo, menos con los empleados de la casa; cuando el salón está vacío de público, sus ojos repasan cada bandeja, cada objeto, cada papel. Es rigurosa y seca con las muchachas, y tiene palabras duras para los camareros, que la odian. Ella conoce muy bien la hostilidad que inspira a sus subordinados y se venga zahiriéndoles con «estúpidos» y «torpes» prodigados. Ni Cañete se libra de sus denuestos. Pero, en cuanto a este Cañete, todo sucede en apariencia. ¡Bah! Es «pan comido». ¿Para qué hablar de «cosas antiguas»? Estos son términos de Esperanza, la asistenta. Esperanza es vieja en la casa y sabe muy bien «del pie que cojea cada cual». «Buenos bocadillos que se jama el gachó a cuenta de la muy pellejo. ¡Valiente pendón!». Esperanza tiene más de cincuenta años. Vive en los arrabales, cerca de Fuencarral. Es soltera y ya olvidó la historia de sus amores con un militar que se ahorcó por motivo de un desfalco cometido en la Caja del regimiento. Es sucia, huraña y soez. Una muchacha planchadora, que tuvo en casa en calidad de pupila, la robó setenta duros que había economizado penosamente. Desde entonces, vive sola con sus miserables trapajos. Esperanza, Antonia y Paco el cocinero, «abren» la tienda. Antonia recibe el género que va llegando, comprueba la cantidad de cada producto y comienza la limpieza. Paco envasa la leche en los botellines después de removerla con una pala de madera para que se distribuya el bicarbonato, y calienta el pequeño horno de la cocina. Esperanza maneja la aspiradora —rrrrrrr—. Alguna vez se toma un vaso de leche en la cocina, deprisa —«no vaya a llegar esa puta vieja»—; luego baja al sótano a lavar los paños de la limpieza. En el sótano hace frío, aun en pleno verano; allí están los depósitos del hielo y la frigorífica, y hay unas desagradables emanaciones de moho. Mientras lava, gruñe: «Por diez jodíos reales que gana una». No tiene de la casa la menor gratificación, ni siquiera los pasteles averiados o los bollos secos. Aquí todo se aprovecha: los pasteles endurecidos, los recortes de jamón de los sandwichs, los bombones rancios, para rellenos o como pudding «especial de la casa».

      Esperanza lava y gruñe. No se adivina cuál fue el primitivo color de su bata. Sus alpargatas chapotean en un charco de agua sucia. De vez en cuando la uña de su pulgar derecho desprende una gota de chocolate o grosella endurecida.

      Suena el teléfono. El teléfono está en la escalera de acceso al sótano y los timbrazos aturden a Esperanza.

      —¡Teléfono!

      —Ya.

      Matilde está al habla. Un encargo.

      Matilde lo registra: «Dos tartas de almendra a la pensión Carlota». Y se vuelve hacia