Luisa Carnés

Tea Rooms


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de la Sociedad de Tranvías engrasa los raíles relucientes. Cruza un hombre vestido de blanco, empujando el tenderete ambulante de los helados económicos.

      Lentamente, la encargada descorteza un plátano.

      Antonia, sentada en la única silla reservada a la dependencia femenina, rellena las casillas de la hoja de pedidos.

      Matilde ordena las bandejas de pasteles, retira las vacías y las lleva a la cocina. Luego se sitúa al lado de Antonia y permanece en pie, de cara a la mesa que ocupa la encargada.

      —Mira a ver si hay bastantes bombones en las bandejas, Matilde, y rellénalas, no «vaya» a decir algo.

      Antonia habla sin dejar de escribir. Es preciso no estar ociosa. Unos ojos claros, feos, vigilan oblicuamente.

      Matilde revisa las bandejas de los bombones.

      La encargada se hurga los dientes con un palillo mentolizado:

      —¡Qué calor!

      —Yo estoy empapada en sudor.

      De ordinario, en las primeras horas de la tarde no ocurre nada sensacional. El sopor agobia y sobre los párpados pone plomo el calor.

      Los ventiladores zumban, etc.

      Hasta que la puerta se abre e irrumpen en el local una pandilla de actores cinematográficos, que hacen tertulia en una mesa próxima al mostrador de los pasteles.

      Entonces la encargada gruñe al camarero que dormita:

      —Vamos; ya tendrá tiempo de dormir.

      7

      Esperanza sale envuelta en su bata, cuyo primitivo color no puede adivinarse, y se aleja muy deprisa hacia unas oficinas de la Gran Vía, donde hace limpieza diaria. A prudente distancia del salón de té saca del bolsillo de su bata un papel arrugado y del papel unos recortes de jamón cocido, que engulle precipitadamente. Cuando puede, recoge de la máquina los residuos de la noche anterior. Siempre que la encargada no ande alrededor, porque «esa tía pellejo está en todo». «Es lo que va una a sacar en limpio.» Y en las oficinas, también. Allí hay papel y sobres en cantidad y ocasión de guardar alguna cosa; después, entre la vecindad, «siempre se vende algo». «Todo el mundo hace lo mismo. El que no roba es porque no tiene de dónde».

      Frente a las oficinas se cruza con Felisa, que va corriendo hacia su pesada jornada. Al correr, un mechón de rizos rubios la golpea en el ojo derecho. La arden las mejillas anchas. La voz le silba en la garganta reseca:

      —Adiós.

      —Ya ha llegado el coche con el género, y «la otra»; prepárate.

      —¡Bueno! Por una más…

      Felisa es alegre y frívola. Tiene dieciocho años graciosos. Los ojos, chiquitos, brillantes; el cabello, rizado, muy claro. Poca estatura y forma varonil. Pecho y caderas planos.

      Las nueve y cuarto.

      En la cabina, Trini se empolva la nariz ante el espejo colgado detrás de la puerta.

      —Vengo con la lengua fuera.

      —¡Ay, hija; por poco me tiras la polvera!

      —A ver ahora dónde está mi bata.

      Sobre los clavos se amontonan los vestidos de las empleadas. Felisa busca entre ellos su uniforme, lo encuentra y se embute en él rápidamente. En la búsqueda, un vestido rosa cae sobre un papel pringoso y allí se queda.

      —¿Te ha dicho algo?

      —A mí, no; ¿y a ti?

      —Tampoco; se conoce que hoy la han salido bien las cuentas. Cuando llegué, estaba canturreando; debía de aprovechar hoy Clara para pedirla el permiso.

      —¿Cuándo lo quiere?

      —La última quincena de agosto.

      —¿Y tú?

      —¿Yo? Me da igual. Te lo advierto, que entre hacer el burro en mi casa y esto, no sé qué decirte. ¿Te vienes?

      —Sí.

      Felisa abotona su cinturón.

      —Vamos. La luz. ¡Uy!, por poco me mato.

      Da un puntapié a un zapato. Maneja el conmutador y cierra la puerta con llave.

      La encargada abrillanta las uñas de su mano derecha sobre la manga izquierda de su bata de trabajo. La encargada es muy alta y fuerte; sus hombros son anchos; sus pies, grandes; sus piernas, demasiado gruesas. Sus manos enormes están habituadas a los duros trabajos. Antes de ingresar en la casa fue lavaplatos en una fonda y camarera en una pensión de primer orden.

      Felisa deja la llave en un cajón del mostrador de los fiambres.

      Paca enjabona y frota el cinc de la mesita de preparar los emparedados.

      Dos camareros provistos de grandes plumeros desempolvan las paredes y las sillas del local. Otro, subido en una escalera, limpia los globos de la luz.

      Antonia coloca las bandejas sucias unas sobre otras y las entrega a Trini.

      —Lleva esto a la cocina.

      —Hola, Antoñina.

      —¡Chist! Anda, date prisa, que va a venir «el ogro».

      —¡Uy, qué miedo!

      —Anda, que es tarde.

      «El ogro» es el jefe supremo, el propietario. Es brusco, grosero, autoritario; adora la disciplina. Cuando llega al establecimiento se dedica a pasar un dedo sobre los mostradores, sobre las vitrinas y la registradora; tira de los cajones, lo hurga todo y, de súbito, interpela a una de las muchachas: «Vamos a ver: ¿cuánto valen tres docenas y media de pasteles?». El más leve titubeo en la respuesta puede originar un despido.

      —Oye, Antonia: ¿has visto qué buen humor «tiene» hoy? ¿No has visto la pulsera que trae?

      —No.

      —Muy mona: un aro de oro y un lacito con un granate en medio.

      —Se lo habrá regalado «su» cliente.

      —No creo; el regalo debe venir de otro lado.

      —¡Anda ya!

      —¡Chist!

      La encargada se acerca:

      —Oiga usted, Antonia: ¿encargó anoche la docena de cazuelitas para rellenar que la dije?

      —Sí.

      —¿Y el pan de molde?

      —Y el pan de molde. Ya iba yo a decírselo a usted.

      —Muy bien. Mire, Felisa, qué regalo me han hecho.

      —¿A ver? ¡Uy, es preciosa!

      —Es monísima. ¿Verdad, Antonia?

      —Sí, es muy fina; ya se lo he dicho.

      —Mañana es mi santo.

      —Ya pagaré un sandwich y una cerveza; nada más, ¿eh?, que están malos los tiempos.

      Se aleja.

      Felisa inicia un paso de baile.

      —Trú, lalá.

      —Quieta, Felisa.

      —Oye: está de muerte.

      Trini, que coloca en el escaparate las bandejas llenas de género, hace un guiño.

      Matilde cuenta las ensaimadas.

      —…veintiséis, veintisiete…

      —Oye, Matilde: ¿tú no has visto el regalo?

      —…treinta, treinta y una —cuidado, está mirando—, treinta y dos, treinta y tres…

      8