Luisa Carnés

Tea Rooms


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porrazos que el cocinero descarga en el sótano sobre el hielo, con un mazo de madera.

      Zumban los ventiladores, arrojando un viento calentón y duro sobre las cosas.

      Felisa, que acababa de colocar en las vitrinas las bandejas colmadas de pasteles, aparta un plato de merengues, bañados de chocolate, deshechos y feos.

      Al poco, el inglés se retira.

      No se ha vuelto a hablar más del asunto de la supresión de «salidas». Felisa ha estado toda la mañana canturreando por lo bajo, como de ordinario; Antonia, con su sonrisa bobalicona en los labios delgados, resignada, sometida a todo desde hace muchos años; sólo Trini ha demostrado su disconformidad, continuando su sistema de sabotaje por todos los medios a su alcance.

      En el mostrador de enfrente parece no haber alterado los nervios la orden. La encargada sigue en su puesto, con los ojos azules, redondos, antipáticos, fijos en todo. En cuanto a Paca, ¡oh!, ésa, con su cara pálida y humildita de beata, cualquiera adivina lo que piensa.

      9

      El ambiente del salón es áspero, caliginoso, pesado. Sin embargo, no falta público dominguero, gustoso en aspirarlo, en envenenarse con él. Sobre todo ese viudo, con sus dos niños enlutados e iguales. Ese viudo con sus dos criaturas es algo que subraya la presencia del domingo en el salón de té, tanto como el aumento de género en el escaparate. Durante algún tiempo vinieron con la mamá, una señora muy gruesa y muy blanca, no fea del todo. Siempre solía pedir un vaso de leche y un brioche; pero antes de formular el pedido en firme al camarero solicitaba con los ojos al esposo un signo de aprobación. En el verano se permitían su merengada y sus galletas de vainilla, o su mantecado, que ingerían a pequeños sorbos prudentes. «Cuidado, Tele; retenlo un poquitín en la boca, que está demasiado frío». A pesar de tantas precauciones la esposa falleció demasiado joven. El viudo guardó un luto prudente, como conviene a todo buen esposo, al cabo del cual reapareció con sus dos niños, un domingo, naturalmente. Desde entonces no han vuelto a regatear su presencia en ninguna ocasión. Siempre hacen idéntico pedido al mozo: dos merengadas y una ración de galletas, que se dividen fraternalmente. En cuanto a las merengadas, hacen lo propio: el padre consume una de ellas y la otra la liquidan entre los dos niños. Es digna de admiración la pericia con que simultanean su paja amarilla en la nieve dulzarrona del vaso. Cuando terminan se ponen a leer por riguroso turno, que ambos respetan, una de esas idiotas revistas infantiles con las que se tiende a sumir a los hombres en la más profunda sima de la estupidez desde sus más tempranos años. Suele hacer acto de presencia, también las tardes dominicales, una señora con un niño. Antes de entrar se la ve advertir algo al chico ante la puerta, al tiempo que busca o comprueba algo, tanteando su bolso de mano. El chiquillo hace invariablemente un gesto de asentimiento, y una vez dentro del local adopta un desdeñoso aire de suficiencia. Cuando el camarero se acerca con la servilleta blanca cuidadosamente plegada encima del brazo, la señora pide «una naranjada, y al niño, un pastel de crema. ¿No, Ricardín?». «No; a mí, un bocadillo de jamón y un vaso de leche». La madre aprueba ante el camarero; pero cuando éste se aleja le da al chico un puntapié por debajo de la mesa, sin dejar de sonreírle, porque ante todo es una señora distinguida y sabe cubrir las apariencias como cumple a una persona de su condición.

      Los fraques asalariados apenas pueden reparar los domingos en tales casos curiosísimos, a causa de su actividad ininterrumpida.

      La puerta de la cocina gira incesantemente, produciendo un crujido molesto. En el mostrador de los fiambres se despliega una actividad inusitada. Paca prepara sandwichs y baja de cuando en cuando al sótano a buscar algo a la frigorífica. La encargada taladra los tickets a los camareros y comprueba los servicios que éstos portan.

      En el mostrador de los pasteles —¡cosa rara!— el ocio inmoviliza los miembros perezosos de las muchachas. Antonia permanece en pie, con las manos enlazadas atrás; Matilde y Trini están juntas, silenciosas. Felisa, sentada, se hurga entre las uñas con un alfiler.

      Con frecuencia, un camarero se acerca y demanda concisamente:

      —Una de soletilla.

      —Seis pasteles.

      —Dos ensaimadas.

      Una de las muchachas sirve el pedido. Otra lo anota en un block: «Salón: Una de soletilla», etcétera. Y de nuevo se reintegran a su puesto, inmóviles.

      Las batas negras, los cuellos almidonados, se recortan del plano ocre del fondo.

      Cae la tarde, pesada y caliente.

      De pronto, algo singular surge en la puerta de la calle; algo que atrae todas las miradas del interior, que hace distender los músculos del cuello y replegarse los párpados grasientos. Una persona avanza hacia el mostrador de la pastelería. Viste un atavío liviano de suaves sedas, estampadas de anchos crisantemos amarillos y azules. Sus pies, demasiado grandes. Sus codos, demasiado puntiagudos, obscuros y arrugados; sobradamente acusados los músculos del cuello. Algo extraño. Que avanza.

      —Deme un pastel.

      —¿Para llevar?

      —No.

      Aquel ser que acaba de romper con su presencia la inmovilidad espesa del ambiente —en el cual la curiosidad hace distender los cuellos hasta el dolor— alarga unos dedos descarnados y rojos, como de sirvienta endomingada, y toma un pastel bañado con huevo y con una encarnada cereza en su centro. Lo engulle lentamente, mirando al través de los cristales hacia el exterior, donde comienzan a evolucionar los verdes y blancos eléctricos del cinema de enfrente.

      No se sabe cuándo —probablemente inmediatas a la aparición del extraño ser— han aparecido en el vano de la puerta de la calle varias cabezas greñudas y numerosos ojos sin color. Y de pronto, una voz chillona grita:

      —¡Es un hombre!

      Aquel ser permanece inmutable, masticando su pastel. Sólo las aletas de su fina nariz sufren un leve temblor.

      —A ver, señorita: haga el favor.

      Antonia le alarga el pastel que pide.

      —Gracias.

      Su voz no es sospechosa.

      —¡Es un hombre!

      Esta vez, un camarero se acerca a la puerta y expulsa a los chicos:

      —¡Largo!

      Aquel ser aún se come dos pasteles más. Y cuando los chicuelos han desaparecido, paga y sale. Más deprisa que entró…

      Ya en la calle, llama al primer taxi que cruza.

      Todo adquiere de pronto un aspecto distinto. La quietud ha sido substituida por una vivacidad de movimiento sorprendente. El silencio es roto por un fuerte murmullo de conversaciones. Es el caso de esos barracones de las verbenas, los «Rosita: para un niño», a los que la presencia de una moneda infunde una fuerte vitalidad.

      Y aún hay otra sorpresa dominical. Hacia las ocho de la noche, cuando el «distinguido» comienza a establecer vanos en el local. Felisa emite un grito agudo y da un salto:

      —¡Un ratón!

      Se produce una violenta conmoción. Dos o tres señoras se ponen en pie. Los hombres sonríen. En general, el disgusto se manifiesta en todos los presentes. Cada cual busca con la vista en sus pasteles la huella de los roedores. Varios pedidos quedarán intactos sobre las mesas.

      La confusión de los empleados es indescriptible.

      La encargada, más pálida y seca que de costumbre, cruza despacio hacia el mostrador de los pasteles, con una fría sonrisa en los labios resecos, enseñando los dientes.

      —¿Qué ha pasado?

      Felisa, muy encarnada, titubea:

      —Nada; que yo…

      —Ya lo sé: que usted, en venganza por haber sido despedida, trata de empañar el buen crédito de la casa. Usted sabe perfectamente la pulcritud que preside la limpieza del establecimiento. Sus palabras sólo obedecen a un deliberado