Shannon Waverly

El jefe necesita esposa


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      Le dijeron que el seguro de Derek, del cual ellos eran sus beneficiarios, cubría los gastos. Pero incluso ella, por muy ingenua que fuera, sabía que diez mil dólares no daban para tanto.

      Pero lo que más agradeció fue el amor que mostraban por Gracie. Adoraban a su nieta. Se habían quedado destrozados por la muerte de Derek. Sólo habían tenido un hijo y había sido el centro de su universo. En Gracie vieron una luz que les podía iluminar la oscuridad en la que estaban sumidos.

      Cuando Meg entró en la calle sin embargo volvió a tener el mismo sentimiento de claustrofobia de siempre. A pesar de todo lo que los Gilbert hacían por ella, tenía sus desventajas vivir tan cerca de ellos.

      Meg aparcó el coche y apagó el motor.

      –¡Mami! –llamó Gracie saliendo a saludarla desde el jardín de los Gilbert. Llevaba una especie de bata muy larga y una corona hecha de papel de aluminio. Se había disfrazado, que era el juego que más le gustaba.

      –Hola, cariño –Meg se bajó del coche, con el corazón henchido de alegría cuando vio a su hija. Gracie era una niña muy guapa. Había heredado los rizos dorados de su padre y sus ojos azules. Meg estaba ya acostumbrada a que muchos le dijeran que podía llegar a ser modelo, que incluso podía llegar a ser actriz.

      Pero a pesar de lo guapa que era Gracie, lo que más impresionaba a la gente era su inteligencia y su personalidad. Se quedaban boquiabiertos al ver lo bien que hablaba y lo sociable que era.

      –Es una niña superdotada –era otro de los comentarios que Meg oía–. No hay muchos niños como ella.

      Meg lo sabía. Pero al tiempo que su hija era una fuente de orgullo también lo era de preocupación. Meg sentía sobre sus hombros el peso de la responsabilidad. Tenía que decidir su educación, como disciplinarla, las actividades que tenía que hacer, los deportes que tenía que practicar, los parques y museos a los que tenía que llevarla, los programas que tenía que ver. No sabía si lo estaba haciendo bien, o si le estaba dando o no lo suficiente.

      Vera consideraba todo aquello un poco absurdo.

      –Es sólo una niña. Déjala jugar –Meg había preferido no discutir. Vera no creía que hubiera que leer ningún libro para criar a un hijo. Meg también se fiaba del sentido común y aceptaba sus consejos.

      Abrió la puerta del jardín y levantó a Gracie en brazos.

      –Hola, cariño. ¿Qué has estado haciendo todo el día?

      –Jugando a que era una princesa –Gracie se agarró a su cuello y la rodeó la cintura con sus piernas–. Esta noche voy a ir a un baile.

      –¿De verdad? ¿Dónde?

      –Al castillo. Voy a bailar con el príncipe –Gracie, al parecer, había estado viendo demasiadas películas de Disney.

      –¿Y cómo vas a ir hasta allí?

      –En mi alfombra mágica.

      –Pensé que ibas a decir que en tu carroza de calabaza.

      –No –le respondió Gracie–. Está estropeada.

      –Qué pena. ¿Qué le ha pasado?

      –El carburador.

      –Eso es lo que le pasó al coche del abuelo la semana pasada, ¿no?

      Gracie asintió.

      –Bueno, por suerte tienes una alfombra mágica. ¿Podría ir yo también al baile?

      –Claro –le respondió su hija–. Pero tendrás que ponerte un vestido.

      –Claro, claro. ¿Y podré conocer también al príncipe?

      –Sí –asintió con la cabeza Gracie–. Pero no puedes masticar chicle en el baile.

      –¿No? –Meg intentó como pudo no echarse a reír.

      –Ni tampoco te puedes meter el dedo en la nariz.

      En esa ocasión Meg no pudo aguantarse.

      Vera levantó la cabeza del jarrón de flores que estaba arreglando. Era una mujer regordeta, redonda de cara y pelo rubio.

      –¿Qué os hace tanta gracia? –les preguntó.

      –Nada –Meg intentó no enfadarse por la necesidad que tenía Vera de enterarse de todo lo que hablaban madre e hija–. ¿Ha habido correo hoy?

      –Sí, lo he puesto en la mesa de la cocina.

      Meg volvió a colocar a Gracie en el suelo.

      –¿Hemos recibido algo de la escuela Círculo Infantil? –le preguntó, sabiendo que ella comprobaba todo el correo que llegaba.

      Vera se puso de pie, resoplando.

      –¿El Círculo Infantil? –frunció el ceño como si no hubiera oído nunca ese nombre.

      –Sí, el colegio al que apunté a Gracie.

      –No nada.

      –Es raro. Las clases van a empezar la semana que viene. Me dijeron que me iban a escribir –Meg se mordió el labio y miró su reloj–. Les voy a llamar. Todavía debe haber alguien en la dirección.

      –¿Por qué no llamas mañana?

      –Mejor llamo hoy –tomó a su hija de la mano y empezó a subir las escaleras de su apartamento.

      –He hecho un guiso. ¿Por qué no entras en casa y cenas antes?

      –Ya he hecho yo cena.

      Dentro del apartamento, Meg dejó el bolso y la chaqueta en el sofá y se fue directamente al teléfono. Mientras esperaba que contestaran la llamada, abrió el frigorífico y sacó unas sobras que tenía guardadas.

      –¿Círculo Infantil? –respondió una voz agradable.

      –Hola, me llamo Meg Gilbert. He apuntado a mi hija para que empiece el colegio el nueve de septiembre y todavía no he recibido ninguna respuesta.

      –¿Cómo se llama la niña?

      –Grace. Grace Gilbert.

      Meg metió el plato en el microondas y esperó a que la otra mujer buscara la ficha.

      –¿Cuándo trajo la solicitud?

      –La mandé por correo –la carta se la había dado a Vera para que la echara. De pronto empezó a sentir lo peor.

      –Lo siento, pero no encuentro ninguna solicitud a nombre de Grace Gilbert.

      Meg agarró el teléfono con las dos manos.

      –¿Está segura?

      –Sí.

      –¿Puedo pasarme mañana y rellenar otra solicitud?

      –Lo siento, pero ya no queda ninguna plaza.

      Meg cerró los ojos tratando de calmarse.

      –¿Puedo llamar dentro de un par de semanas para ver si queda alguna vacante? A lo mejor alguien decide no llevar a su hijo.

      –No creo que merezca la pena, porque tenemos lista de espera. Si quiere inténtelo a mitad de curso. Es lo único que le puedo decir.

      –Muchas gracias –se despidió resignada.

      Cuando tuvo preparada la comida de Gracie, Meg sentó a la niña delante del televisor, aunque no le gustaba que se entretuviera viéndola mientras cenaba.

      –Voy a ver a la abuelita un minuto. No te muevas hasta que yo vuelva.

      Segundos más tarde, Meg estaba frente a la puerta trasera de la casa de sus suegros, desde donde podía ver las escaleras de su apartamento. Jay Gilbert acababa de llegar de trabajar y estaba sentado bebiéndose una cerveza. Al igual que su mujer, era un hombre regordete y casi nunca tenía nada interesante que decir. Pensaba casi siempre lo mismo que su mujer.