Shannon Waverly

El jefe necesita esposa


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rato en que los dos guardaron silencio–. Si yo ya estoy con alguien…

      Meg se quedó pensando su propuesta durante unos segundos, al cabo de los cuales movió en sentido negativo la cabeza.

      –No creo que funcione.

      –¿Por qué no? Mi madre desistiría si viese que ya estoy comprometido. Y resolvería su problema también. ¿O se ha olvidado de Walter?

      –Pero nadie se lo va a creer.

      –¿Por qué no?

      Meg no se atrevía a responderle.

      –Porque no soy su tipo.

      –Bueno, no… –aunque era verdad, le dolía que él lo admitiera–. Pero si la presento como a alguien a quien estoy viendo, tendrían que aceptarlo. ¿Quién lo va a poner en duda delante de nosotros? –Meg comprobó cómo volvía a recuperar la confianza en sí mismo. Tan sólo había tenido que pasar el mal trago al principio. Pero una vez expuesta su idea, se sentía capaz de defender su postura.

      –¿No cree que es actuar a la desesperada?

      –Hay momentos que requieren actuar a la desesperada.

      –Pero seguro que alguien se dará cuenta de que casi no nos conocemos. Nos preguntarán cosas que no podremos responder.

      –Eso no es problema. Podemos decir que hace poco que salimos juntos –miró con esperanza a Meg–. ¿Qué piensa? ¿Le parece bien la idea?

      –No. ¿Quién se supone que soy yo?

      –Seguiría siendo una de mis secretarias. No hay por qué fingir en ese aspecto.

      –Eso es tan absurdo que nadie se lo va a creer.

      Nathan estiró la mano se la puso en el hombro y le dio un apretón cariñoso.

      –Me doy cuenta de que su trabajo va a ser más difícil, así que naturalmente tendré que compensarle económicamente por su esfuerzo añadido –esperó a ver que respondía.

      Ella picó en el anzuelo.

      –¿Cuánto más?

      Cuando él le dijo lo que le iba a pagar, casi se desmaya.

      –¿Y bien Margaret?

      Meg se estaba mordiendo las uñas, mientras se imaginaba lo que podía hacer con el dinero que podía ganar prestándose a aquel juego. Por Gracie podía hacer cualquier cosa.

      –Está bien, lo intentaré.

      –Muy bien –Nathan Forrest sonrió. Cada vez que sonreía estaba más atractivo–. En tal caso te sugeriría que dejaras de llamarme señor Forrest y empezaras a llamarme Nathan.

      –A mí casi todos me llaman Meg.

      –¿De verdad? ¿Y por qué no me lo dijiste antes?

      –No me pareció importante.

      –Meg –repitió él–. Sí, creo que es mejor.

      Cuando llegaron a la casa, ya había anochecido. Sin embargo había suficiente luz artificial como para ver el sitio donde vivían. Había visto sitios bonitos, pero nunca había logrado entrar en ninguno.

      –¿Esta es la «granja» de tu familia? –le preguntó.

      –Sí. Beechcroft. Es una casa del siglo diecisiete –la miró como disculpándose–. Ya sé que puede parecer ostentosa, pero ya verás como es muy cómoda.

      Nathan detuvo el coche frente a una cochera y apagó el motor.

      –¿Preparada, Meg?

      –No, pero cuanto antes empiece, antes terminaré.

      –Así se habla.

      La puerta de la calle se abrió antes incluso de que hubieran sacado las bolsas del maletero.

      –¡Nathan! ¡Al fin estás aquí! –una mujer joven con pantalones vaqueros y una camisa rosa se agarró de su cuello y le dio un beso en la mejilla. Era una mujer alta, delgada y muy atractiva. Retrocedió unos pasos–. Y ésta debe ser Margaret. Hola. Yo soy la hermana de Nathan, Tina –sonrió y le ofreció la mano.

      Meg habría sabido que era su hermana aunque no se lo hubiera dicho. Tenía el mismo pelo, el mismo color de ojos, la misma boca, aunque la de ella era más delicada y femenina.

      –Encantada de conocerte, Tina –aliviada por encontrar a alguien en Beechcroft tan sencilla le dio un apretón de manos. Tina la miró y sonrió.

      –Entrad, entrad –les dijo, abriendo el inmenso portalón para que pasaran.

      Cuando entró, Meg trató de no abrir la boca de sorpresa al ver la descomunal lámpara de cristal que iluminaba el recibidor. El suelo era de mármol y en las paredes había pinturas originales. Unos ramos inmensos de flores adornaban las mesas auxiliares. Y la escalera era tan ancha que casi podían subir cinco a la vez.

      –Mamá me ha dicho que quieres trabajar este fin de semana –le reprendió Tina a su hermano.

      –Sí, no tengo más remedio –Nathan dejó las dos maletas al pie de las escaleras–. ¿Dónde están todos?

      –Papá está jugando al billar con el abuelo. Keith está arriba refrescándose un poco. Acaba de llegar también. Y mamá está en la cocina volviendo a Lucy loca. Les dije que iba a estar pendiente de ver cuándo llegabais. ¿Por qué no dejáis las cosas en vuestras habitaciones? –les sugirió–. Volveré en dos minutos.

      En cuando Tina se fue, Meg empezó a sentirse incómoda. Al ver que él evitaba mirarla, dedujo que debía sentirse de la misma manera.

      La llevó hasta una habitación y cuando entraron le dijo:

      –Siéntate, Meg –le indicó una silla Hepplewhite. Ella hizo lo que le dijo.

      –¿Estás saliendo con alguien?

      –¿Yo? No.

      –Bien. No creo que nada de esto vaya a saberse, pero por si acaso, no me gustaría que viniera a visitarme algún novio ofendido.

      –Eso no va a ocurrir.

      Los dos se quedaron en silencio, sin saber bien cómo romper el hielo.

      Al cabo de unos minutos ella preguntó:

      –¿Qué es lo que tengo que hacer?

      –Nada en especial. Actuar como se actúa cuando se empieza a salir con alguien.

      Hacía tanto tiempo que no había salido con nadie, que casi no se acordaba.

      –Siento mucho todo esto, Meg –le dijo Nathan–. Haré todo lo que esté en mi mano para que no sea tan mal trago.

      –Gracias.

      –Y te prometo que pase lo que pase, no va a influir en nuestra relación laboral.

      –Por lo que a mí respecta, no va a cambiar mi actitud profesional.

      –Me alegro. Veo que nos entendemos.

      Se oyeron pasos en el recibidor. Nathan se levantó, la agarró de la mano y le dijo:

      –Vamos.

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