miró a Jay, que bajó los ojos inmediatamente.
–Pero no la han recibido, y estoy preguntándome por qué –nunca se ponía seria con ellos, pero era la segunda vez que le pedía a Vera que echara una carta importante al correo y se había perdido. La primera había sido una petición de un crédito a unos grandes almacenes.
Vera empezó a remover el guiso, con la boca apretada.
–De todas maneras no creo que sea tan importante. No sé para qué quieres enviar a Gracie al colegio.
–Son solo tres días a la semana, Vera. Ya lo hemos discutido esto antes.
–Y yo sigo pensando que es tirar el dinero, cuando yo estoy aquí y puedo cuidar de ella.
–Y yo te agradezco todo el cariño que le das a la niña. Pero también tiene que relacionarse con más niños. Tiene que hacer actividades que la estimulen. Los niños se lo pasan muy bien allí y se preparan para ir al colegio.
Vera suspiró.
–Durante años los niños han ido al colegio sin ir a una escuela infantil antes. No sé por qué te pones así por nada. Cuando yo era pequeña, ni siquiera íbamos a un colegio infantil, pasábamos directamente a primaria.
–Sí, pero las cosas han cambiado –le dijo Meg, tratando de mantener la paciencia–. Vera, dime la verdad, ¿echaste esa carta?
La mujer puso en la cocina la paleta, salpicándola de caldo.
–Ya te he dicho que sí. ¿Qué más quieres que te diga?
Su marido levantó la cerveza y se fue de la habitación.
Meg se sintió rabiosa, porque estaba claro que estaba mintiendo. Pero no la podía acusar. Sería su palabra contra la de Vera. Si insistía, lo único que iba a conseguir era discutir. Era mejor dejar las cosas como estaban, aunque solo fuera por Gracie.
–Está bien, sólo estaba preguntando –respondió Meg levantando las manos–. Quería asegurarme, antes de presentar una queja en correos –algo que no tenía intención de hacer.
De vuelta en su apartamento, metió en el microondas la comida suya y se sentó en la mesa de la cocina. Pero no pudo comer. Tenía un nudo en la garganta. Estaba disgustada, frustrada y enfadada también.
Vera no tenía ningún derecho a oponerse a una decisión que ella había tomado con respecto a su hija. Sabía que lo había hecho con su mejor intención. Pensaba que ella podía cuidar de la niña mejor que nadie. Y también creía que así le ahorraba dinero. Pero no tenía ningún derecho a tomar decisiones por ella.
Se quedó mirando el plato de comida y cerró los ojos. Ojalá pudiera irse de allí cuanto antes. Por eso había vuelto otra vez a trabajar, para pagarse sus gastos y para ahorrar algo de dinero y poder comprar un sitio donde pudieran estar Gracie y ella solas.
Meg odiaba tener que estarle agradecida a los Gilbert. Y no tenía más remedio que estarles agradecida. Pero su deuda con ellos no era sólo cuestión de dinero. Eran meses sin pagar renta, pudiendo utilizar su coche, ahorrándole el dinero que hubiera tenido que dar a alguien por cuidar de la niña. Y sentía que se lo tendría que devolver de alguna manera.
De todas maneras, Meg quería a sus suegros y los consideraba su familia. Pero eso no quería decir que tuviera que quedarse con ellos para siempre. Y mucho se temía que eso era precisamente lo que ellos querían.
Querían estar cerca de la familia de su hijo, para poderla ver y oír. Lo irónico era que Meg entendía aquella necesidad. Gracie y ella eran lo más próximo que tenían que les recordara a su hijo. Pero por mucho que lo entendiera, no arreglaba su situación.
En los últimos meses, a Meg le había costado bastante mantener vivo su pasado. Las comidas de los domingos eran siempre las historias que le contaban a Gracie de un padre que no había conocido. Las tardes las pasaban con un álbum de fotos en las manos. En todas las conversaciones hacían alguna mención de su hijo.
–Si Derek estuviera vivo –empezaban muchas de sus frases–. Eres como tu padre –otra de sus expresiones favoritas.
Meg estaba harta de todo aquello. Aunque había querido a su marido y nunca lo iba a olvidar, pero poco a poco sus heridas estaban cicatrizando. Y quería vivir, porque de nada servía aferrarse a su pasado. Aunque sólo fuera por Gracie.
Quería salir, conocer a gente hacer nuevos amigos, hacer cosas diferentes. Y le apetecía empezar a quedar con hombres otra vez. Aunque no tenía ninguna prisa por encontrar marido, ni volverse a casar. Quería formar una familia y a lo mejor darle otro hermanito a Gracie.
Pero no sabía lo que pudieran pensar de todo aquello Vera y Jay. Seguro que querían que las cosas siguieran como estaban, que siguiera viuda, como si fuera un insecto que hubiera caído en ámbar y allí se hubiera quedado para siempre. Y no eran cosas de su imaginación. Últimamente había comprobado cómo Vera la había desanimado a tomar determinadas decisiones que indicaran el camino hacia la independencia. Y lo más frustrante era que Vera se justificaba diciendo que lo hacía para ayudarla.
Más que nunca la única solución a todos sus problemas era irse de allí. Y eso les iba a beneficiar también ellos. Estaban demasiado pendientes de Gracie y de ella, las necesitaban para mantenerse emocionalmente. Tenían que distanciarse un poco. En cuanto se dieran cuenta de que ella no tenía ninguna intención en cortar la relación con ellos se relajarían y mantendrían una relación más positiva.
Pero para ello tenía que conseguir más dinero, necesitaba ahorrar algo de dinero.
Con gesto decidido se levantó y se fue al teléfono. Había pensado pasar el fin de semana con Gracie. Lo más importante en su vida era su hija, y todo el tiempo que pasara con ella era poco. Pero tendría que hacer un pequeño sacrificio.
Meg levantó el auricular y marcó el número de Forrest Jewelry. Eran las seis menos diez. Seguro que el señor Forrest todavía estaba en su despacho.
Al tercer tono, una voz masculina respondió.
–Hola, señor Forrest. Soy Meg Gilbert –silencio–. Margaret, una de sus empleadas.
–Sí, sí, claro.
–He estado pensando en su oferta para trabajar este fin de semana, y he decidido aceptarla.
Capítulo 2
NATHAN colgó el teléfono y suspiró más aliviado. Al final iba a conseguir hacer el catálogo. Hacía tan sólo un minuto tenía sus dudas.
En sus labios esbozó una sonrisa. Aparte de que si iba Margaret con él, su madre no le atosigaría con ninguna otra mujer.
Recordó que tenía que llamar a su madre. Le tenía que decir que iba a ir acompañado. Levantó el teléfono otra vez y marcó el número de la casa de sus padres en Bristol.
–Hola, Lucy –saludó al ama de llaves, que fue la que respondió al teléfono–. ¿Está mi madre por ahí?
Al cabo de unos segundos se puso Pia Forrest.
–Nathan, qué sorpresa.
–Hola, mamá. ¿Qué tal?
Durante diez minutos le estuvo contando qué tal estaba. Se había casi olvidado de lo que hablaba. Cada vez que la llamaba se olvidaba de ello. Otra gente respondía con un monosílabo, pero ella le hacía un relato detallado de lo último que le había pasado.
–Te he llamado –empezó a decirle, interrumpiendo lo que le estaba contando en aquel momento–, para decirte que voy a ir con alguien este fin de semana. Espero que no te importe.
–¿Que vas a venir con alguien? ¿Aquí? –Nathan casi pudo sentir cómo fruncía el ceño. Hacía por lo menos dos años que no había llevado a nadie a su casa.
–Sí, una de las chicas de la oficina –por si aquello no hubiera dejado perpleja a su madre, seguro