Кэрол Мортимер

Seducidos por el amor - Un retorno inesperado - Nunca digas adiós


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a un hombre que se encuentra solo en un país extranjero?

      –No cuando ese hombre tiene cientos de mujeres dispuestas a hacerle compañía.

      –Pero yo prefiero elegir mi propia compañía.

      –¿Y me ha elegido a mí? –Jane suspiró exasperada.

      –En una palabra, sí –asintió Gabe–. Jane, eres una mujer inteligente, independiente, capaz de dirigir tu propio negocio, Y además eres muy hermosa –añadió con voz ronca.

      Jane tragó saliva. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre le había hablado de esa forma. Así lo había decidido ella. ¿Pero por qué extraño designio del destino el primer hombre que volvía a hacerlo tenía que ser Gabriel Vaughan?

      –No creo que sea la única mujer atractiva que conoce.

      Gabriel hizo una mueca.

      –No –respondió con una mueca–, conozco a mujeres indudablemente hermosas. Pero también son egoístas, frívolas, y normalmente no tienen otro objetivo en la vida que casarse con un hombre rico. Para así poder seguir siendo egoístas, frívolas, etcétera, etcétera –concluyó.

      Por lo poco que Jane sabía sobre ella, Gabriel acababa de describir a su propia mujer: Jennifer Vaughan. Jane suspiró y cerró los ojos brevemente antes de volver a enfrentarse a él.

      –Gabe…

      –Esta es la primera vez que no me llamas señor Vaughan –exclamó Gabe, satisfecho de aquella primera victoria–. ¿Traes las cosas para la cena? –le quitó dos bolsas de las manos, antes de que Jane tuviera tiempo de detenerlo–. Espaguetis a la boloñesa –aventuró segundos después–. Yo puedo hacer la salsa mientras tú preparas la pasta –se ofreció.

      –Tú…

      –Deja que alguien cocine para ti para variar –la interrumpió–. Soy perfectamente capaz de hacer una salsa.

      Jane repasó mentalmente el estado en el que había dejado el apartamento horas atrás; un lugar cómodo, confortable, pero también impersonal. No había en él fotografías del pasado ni nada que pudiera recordar a la mujer que en otro tiempo había sido.

      Pero no, se dijo seriamente, no estaba contemplando la posibilidad de invitar a Gabriel Vaughan a su casa. ¿O sí?

      ¡Eso era exactamente lo que estaba haciendo!

      ¿Pero qué tipo de magia estaba ejerciendo aquel hombre sobre ella para que fuera capaz de considerar siquiera aquella idea? Quizá hubiera sido el argumento sobre su soledad. Ella, mejor que nadie, sabía lo terrible que podía llegar a ser la soledad.

      –De acuerdo, pero nada de quedarte mirándome trabajar cuando estemos dentro –le advirtió mientras tomaba las flores y abría la puerta de la casa.

      Entró y abrió la puerta de par en par, permitiéndole contemplar su apartamento. La cocina estaba forrada de paneles de madera. En las estanterías podían verse toda clase de hierbas y especias. De las paredes colgaban sartenes y cazuelas de bronce relucientes y en el centro de la habitación había una antigua mesa de roble.

      –Exactamente como me la imaginaba –dijo Gabe mirando admirado a su alrededor.

      ¿Como se la imaginaba? ¿Desde cuándo había empezado Gabe a imaginarse cómo era su casa?

      –Desde la primera noche en casa de Felicity y Richard –contestó Gabe al ver su mirada acusadora–. A través de la casa de una persona, es más fácil averiguar cómo es ella.

      Y esa era la razón por la que Jane no había querido invitar nunca a nadie a la suya.

      –Esta es la cocina de un chef –anunció Gabe feliz, mientras empezaba a vaciar las bolsas de la compra–. Aquí puede encontrarse cualquier objeto necesario para cocinar, todos los cuchillos cortan perfectamente e ¡incluso hay una botella de vino tinto, a temperatura ambiente, por supuesto, para disfrutar a la vez que se cocina! –miró a Jane con expresión interrogante mientras sostenía la botella que había encontrado en la mesa.

      Gabe tenía razón, había sacado aquella botella para que hubiera adquirido la temperatura adecuada en el momento de hacer la cena. Pero eso de disfrutar cocinando le sonaba excesivamente íntimo, habiéndolo dicho él.

      –Alegra esa cara, Jane –le aconsejó Gabe al advertir su expresión. Comenzó a descorchar la botella mientras Jane ponía las flores en agua–. Te estoy sugiriendo que compartamos una botella de vino, no la cama –se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo de una silla.

      Jane dejó el jarrón de flores en la ventana.

      –Tienes copas en ese armario –señaló bruscamente, y cruzó precipitadamente la cocina.

      ¡Compartir la cama! No había compartido la cama con nadie desde que… Se estremeció ante la idea de haber compartido su cama con Paul.

      Para cuando Gabe dejó las copas en la mesa, ya estaba concentrada preparando la pasta, de modo que no había podido verla estremecerse. De otro modo, se habría preguntado por qué una mujer de veintiocho años reaccionaba de esa forma ante la idea de compartir su lecho.

      Gabe comenzó a cortar una cebolla y Jane no pudo menos que admirar su estilo. Era evidente que disfrutaba cocinando. Había adoptado una expresión de total relajación y canturreaba mientras cocinaba. Era extraño. Ella siempre se había imaginado a Gabriel Vaughan como un hombre altivo y poderoso de rostro adusto. Y aquella imagen no encajaba en absoluto con la del hombre que tenía a su lado, friendo cebolla totalmente complacido.

      Gabe se volvió para tomar su copa.

      –Qué divertido, ¿verdad? –comentó con una enorme sonrisa.

      Jane sonrió con cierto recelo. Se sentía como si de pronto hubiera sido arrastrada por un tornado; ni siquiera conseguía explicarse todavía cómo era posible que hubiera terminado cocinando con Gabriel Vaughan en su apartamento.

      –¿Jane? –preguntó Gabe suavemente, frunciendo el ceño ante su silencio.

      Jane reaccionó inmediatamente a la desaparición de su sonrisa.

      –Has cortado esas cebollas con un estilo muy profesional –le dijo animada, tras tomar un sorbo de vino–. Supongo que es algo que ya has hecho antes.

      –Docenas de veces. Siempre me ha gustado cocinar, aunque tengo que admitir que no he tenido muchas oportunidades de hacerlo. Jennifer, mi esposa, pensaba que no merecía la pena molestarse siquiera en sentarse a la mesa si no había nadie que pudiera admirarla mientras lo hacía.

      Su esposa, Jennifer. Cuánto le había dolido en otro tiempo la sola mención de aquel nombre. Pero al oírselo decir al que había sido su marido, no sentía nada, ni siquiera esa especie de entumecimiento mental que en otra época había sido tan necesario para ella.

      –Desgraciadamente –continuó explicando Gabe mientras cocinaba–, Jennifer era una mujer a la que le preocupaba más lo que pensaban los maridos de otras mujeres sobre ella que interesar a su propio marido.

      Ante el rumbo que estaba tomando la conversación, Jane se había olvidado por completo de que tenía un cuchillo en la mano, y no fue consciente de ello hasta que vio gotear la sangre frente a ella. Qué ironía, pensó a través de su dolor, se había cortado el mismo dedo en el que tres años atrás llevaba una alianza.

      –Era algo que yo… ¡Diablos, Jane! –Gabe vio entonces la sangre, apartó la sartén del fuego y se acercó a ella–. ¿Qué te ha pasado? ¿Crees que puedes necesitar puntos? Quizá debería llamar…

      –Gabe –lo interrumpió Jane suavemente al verlo tan asustado–. Solo es un corte. Son gajes del oficio –añadió alegremente, decidiendo olvidar por el momento los problemas que aquel corte le supondría a la hora de cocinar durante las siguientes semanas.

      Maldita fuera, no podía recordar la última vez que había hecho una tontería como aquella. Por supuesto, habían