«debe en toda ocasión tomar distancia de su entorno, “desmundanizarse” hasta cierto punto».
Con esta expresión, «desmundanización», que va ganando enteros como eslogan, el papa sorprendió a muchos oyentes, y a algunos incluso los desconcertó. Algunas voces se alzaron para expresar el temor de que el papa hubiese revocado el Concilio Vaticano II y su requisito de abrirse al mundo, dañando de ese modo el núcleo del cristianismo: Dios dirigiéndose al mundo mediante la Encarnación. ¿Quería acaso que la Iglesia volviese a ser una estructura ajena a la vida y que se mantuviese alejada de la suciedad y miseria del mundo?
Estas preguntas e inquietudes no se plantearon retóricamente. Afectaron a muchas personas. Pero erraron al interpretar la preocupación del papa Benedicto XVI, porque captaron solo una de las dos direcciones fundamentales a las que el papa aludió. La fe cristiana reconoce tanto el movimiento de Dios hacia el mundo, que alcanzó su culminación inigualable en la Encarnación de la Palabra de Dios en Jesucristo, como el necesario movimiento de distanciamiento del mundo, porque la fe no ha de conformarse a los estándares del mundo ni ha de quedar enredada en su trama.
El papa habló con toda claridad en Friburgo sobre la primera de las direcciones de la fe y la Iglesia:
La Iglesia está inmersa en el hecho de que el Salvador se dirige a las personas. Cuando es realmente ella misma, está siempre en movimiento, ha de ponerse en todo momento al servicio de la misión que ha recibido del Señor. Y por eso tiene que abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo, al que pertenece, y entregarse a ellas para hacer presente y continuar el sagrado intercambio que comenzó con la Encarnación.
Desde el punto de vista teológico del papa, el lado de la Iglesia que se vuelve hacia el mundo es consecuencia sobre todo del lugar que ocupa la Eucaristía como núcleo sacramental del cristianismo, y tiene su expresión en que no puede haber un límite definitivo entre la liturgia y la vida. El papa Benedicto lo subraya: «La caritas, el cuidado del otro, no es un sector adicional del cristianismo junto al culto; está más bien enraizado en él y forma parte de él. Lo horizontal y lo vertical están inseparablemente unidos en la Eucaristía, en el acto de compartir el pan».
No hay llamada alguna a declinar la responsabilidad que la Iglesia tiene con el mundo y ni siquiera hay alusiones a una huida del mundo en el pensamiento teológico del papa Benedicto. Por otra parte, quien ha destacado tan decididamente el vínculo con el mundo de la fe y la Iglesia tiene no solo el derecho, sino además el deber de prevenir ante el peligro de una adaptación autosuficiente de la Iglesia a las sugerencias del mundo, y tiene también el deber de recordar el juicio bíblico que afirma que la Iglesia está en el mundo, pero no es de este mundo. Esta advertencia busca una vez más mejorar la comprensión de la misión de la Iglesia: «Cuando la Iglesia se hace menos mundana, su testimonio misionero brilla con más fuerza. Una vez liberada de sus cargas y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede llegar con más efectividad y de un modo verdaderamente cristiano al mundo entero, puede entonces abrirse verdaderamente al mundo».
Dicho esto, también debería ser evidente que es erróneo sospechar que con su programa de «desmundanización», el papa Benedicto XVI se remonte a la época anterior al Concilio Vaticano II. Antes bien, puede aprovechar las perspectivas esenciales que se desarrollaron en dicho concilio, por ejemplo, la llamada a una Iglesia que acoja a los pobres y la demanda de que renuncie voluntariamente a los privilegios mundanos para fortalecer así su credibilidad. Merece la pena recordar en este punto que el segundo capítulo de la constitución dogmática Lumen Gentium, que describe a la Iglesia como Pueblo de Dios, fue incluido sobre todo para resaltar deliberadamente la dimensión escatológica de la Iglesia. Porque la imagen del Pueblo de Dios apunta al carácter transitorio de la Iglesia en la historia: su permanencia solo se mantendrá mientras viaje a través de este tiempo mundano. Así pues, esta imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios también pone de manifiesto su disposición a distanciarse una y otra vez de su enraizamiento histórico en las configuraciones políticas y sociales del pasado, y su intención de afrontar nuevos desafíos.
Los cristianos viven en el mundo y son llamados a servir al mundo y a trabajar en él. Pero no han de conformarse al mundo. Por esta razón se producirán inevitablemente fricciones entre la esfera del mundo y la esfera de la cristiandad, algunas de las cuales pueden llegar al odio hacia quienes en los tiempos actuales no dejan sencillamente que la corriente del mundo se los lleve por delante. Para evitar este odio, los cristianos y la Iglesia experimentan una y otra vez la tentación de conformarse al mundo y querer ser como el resto. Tenemos un célebre e infame ejemplo en la institución del reino en el pueblo de Israel.
Resulta que el reino, del cual emergerá el Mesías, no fue originalmente planeado ni querido por Dios. Su establecimiento debe más bien entenderse como la expresión de una desmesurada rebelión del pueblo de Israel contra Yahvé, como una señal de su apostasía de la verdadera voluntad de Dios y como consecuencia de un exceso de adaptación de Israel al mundo. Tras alcanzar la Tierra Prometida, el pueblo no tenía gobernantes, sino jueces que no podían impartir justicia por sí mismos; solo se les permitía aplicar la ley de Dios, porque solo Dios era rey en el pueblo judío. Israel llegó a ser su propio reino solo por su empeño en adaptarse al mundo que lo rodeaba. Se volvió celoso de los pueblos de su entorno; todos tenían su rey, e Israel quiso ser como ellos. En vano el profeta Samuel le dijo al pueblo que si exigía un rey perdería su libertad y sufriría la servidumbre. La realeza en Israel es, por tanto, la expresión drástica de su rebelión contra la exclusiva realeza de Dios. Fue una verdadera contravención de su elección divina que el pueblo se negase a escuchar a Samuel: «No importa. Queremos que haya un rey sobre nosotros. Así seremos como todos los otros pueblos. Nuestro rey nos gobernará, irá al frente y conducirá nuestras guerras» (1 Samuel 8, 19-20).
Hoy en día, los cristianos ya no queremos reyes. Pero ¿no es verdad que queremos ser demasiadas veces como los otros? Querer ser como otros pueblos es una tentación fundamental de la Iglesia actual. Es especialmente eficaz allá donde el esencial término conciliar «Pueblo de Dios» se entiende cada vez menos desde una perspectiva bíblica, y cada vez más desde un punto de vista sociológico.
La historia del Antiguo Testamento sobre el establecimiento del reino en Israel y su honda inclinación a ser como los demás es una advertencia permanente para nosotros. El Pueblo de Dios debe estar siempre en guardia ante la opción de conformarse al mundo. La adaptación que se pide una y otra vez a los cristianos y a la Iglesia no es principalmente una adecuación a los tiempos modernos y a su espíritu, sino la adaptación a la verdad del Evangelio: «La crisis de la vida de la Iglesia no procede en última instancia de las dificultades para adaptarse a nuestra vida moderna y a nuestra actitud ante la vida, sino más bien de las dificultades para adaptarse a aquello en lo que radica nuestra esperanza y de cuyo ser, su altura y profundidad recibe su camino y su futuro: Jesucristo y su mensaje del “Reino de Dios”».
A la luz de este reconocimiento, las preocupaciones centrales del papa Benedicto XVI, que él asocia con el término «desmundanización», brillan aún con más fuerza. A esta luz, por supuesto, lo primero que se hace visible es la sombra, esto es, la crisis elemental en la que se encuentra hoy la Iglesia. Lo primero que salta a la vista es una crisis pastoral. Surge cada vez más clara la pregunta de qué hacemos realmente en el cuidado pastoral cuando bautizamos a niños cuyos padres no tienen conocimiento de la fe y la Iglesia, o cuando llevamos a hacer la Primera Comunión a niños que no saben a quién recibirán en la Eucaristía; cuando confirmamos a jóvenes para quienes el sacramento no significa la incorporación definitiva a la Iglesia, sino su despedida; y cuando el sacramento del matrimonio solo sirve para embellecer una celebración familiar. Por supuesto, no hay respuestas rápidas y fáciles a estas preguntas, pero han de tomarse en serio, porque son verdaderos desafíos.
Tras la crisis pastoral se esconde una crisis aún más profunda: hoy estamos en medio de un cambio de época, pero no vislumbramos nuevos horizontes que nos indiquen cómo debería continuar. Vivimos actualmente el «final» de una época en la historia de la Iglesia, que puede describirse como «constantiniana». La estructura general en la que se basa la práctica pastoral se desmorona cada vez más. Los pilares sociales de la Iglesia del Pueblo, que hasta ahora habían sido «convertirse en cristiano» y «ser iglesia», están desapareciendo paulatinamente.