el mosaico del ábside de la capilla del Hospicio, bajo el libro apocalíptico de los siete sellos sobre los que descansa el Cordero de Dios, volvemos a encontrarnos con algunos de estos peregrinos. En el medio nos mira severamente el Padre de la Iglesia Jerónimo de Dalmacia, a quien debemos la primera traducción latina de toda la Biblia, en la que estuvo trabajando en Belén junto a la Gruta de la Natividad. Ya en el siglo IV, san Jerónimo dijo que además de los cuatro Evangelios, hay un quinto: la propia Tierra Santa, que, por así decirlo, abre y explica los primeros cuatro Evangelios. Esta observación no ha perdido un ápice de relevancia en nuestros días.
San Jerónimo también está rodeado por algunos santos populares de la monarquía de los Habsburgo, desde san Leopoldo a san Esteban, de san Wenceslao a san Estanislao y san Florián. Esta asamblea la interpretan Wolfgang Bandion y Helmut Wohnout en su contribución a este libro como un motivo simbólico que apela a «una Europa unida por su identidad cristiana». No podría estar más de acuerdo, porque el Hospicio Austríaco fue siempre un monumento fascinante del Estado multiétnico de los Habsburgo antes de 1914 y lo sigue siendo hasta el día de hoy. El lugar siempre ha encarnado la tradición católica supranacional de este imperio europeo. Antes del fin del imperio multiétnico de los Habsburgo, se la conocía como la «hospedería austrohúngara para los peregrinos de la Sagrada Familia». Se suponía que era una casa donde las disputas nacionales quedaban a un lado, un lugar comunal para los pueblos de la monarquía bajo el sello de su fe común en el Resucitado.
Desde el tejado del Hospicio podemos discernir a simple vista en el sur de Jerusalén, a la distancia, en las colinas de Judea, el poderoso muro que hoy corta y divide la Tierra Santa. «Todos los muros caen, hoy, mañana o dentro de cien años», le gusta repetir al papa Francisco. No obstante, estamos viendo al mismo tiempo cómo Europa se está enfrentando ahora a desafíos existenciales completamente nuevos. Fronteras que aparentemente se creía superadas están tomando forma de nuevo. Nuevas líneas divisorias, nuevos rollos de alambre de púas, incluso nuevos muros amenazan con emerger en la nueva Europa, que se había reencontrado consigo misma hace veintiséis años cuando cayó el Muro de Berlín, o eso les pareció a muchos en aquel momento.
Precisamente en esta situación, cada peregrino de Tierra Santa volverá hoy y mañana al corazón de nuestra identidad. «Europa nació de las peregrinaciones», reconocía Goethe. Justamente por eso la peregrinación a Jerusalén puede ser de gran ayuda y apoyo para que nos cercioremos de cuáles son nuestras raíces. Durante siglos, el Occidente cristiano hizo una peregrinación a la «Jerusalén celestial» citada por el Apocalipsis de Juan. Esta última ciudad de Dios se convirtió en el modelo central de nuestra cultura. ¡Que este libro sea una pequeña pieza del mosaico en el camino de esta memoria, y dé a los creyentes del ámbito de habla alemana un impulso para emprender el camino hacia el origen material de nuestra fe!
Y es que es especialmente en tiempos de crisis cuando más peregrinos se necesitan en Jerusalén. Lo que está sucediendo aquí concierne directamente al cristianismo. Cada vez son más los cristianos que abandonan el país, cuyos antepasados han vivido allí alrededor de dos mil años. Que ocurriese lo contrario sería lo que ayudaría a la Tierra Santa. Los peregrinos no se van, los peregrinos vienen. Porque los peregrinos no tienen miedo y no deben tener miedo, especialmente en el Hospicio Austriaco. Los peregrinos no son turistas; van siempre en camino hacia Dios. Por tanto, los peregrinos son siempre constructores de puentes. Tierra Santa y Europa, y el mundo entero, los necesitan más que nunca.
Con esto termino. Como prefecto de la Casa Pontificia, por supuesto, ni puedo ni debo publicitar un albergue, por mucho que me fascine. Ese no es el asunto que nos reúne esta noche. Lo que en realidad me gustaría publicitar aquí y ahora es ante todo una nueva reflexión sobre una de las tradiciones más venerables de Occidente. Me gustaría promover la peregrinación a Tierra Santa, con una abrumadora variedad de lugares que pueden leerse como un único mosaico de la Encarnación de Dios. Cada torre de iglesia en Europa apunta a ese sitio. Así es que vayan, y tanto mejor si lo hacen en masa. Dicho de otra forma, con las palabras del evangelista Juan: «¡Ven y mira!».
[1] Palabras de presentación de un libro sobre el Hospicio Austríaco en Jerusalén, pronunciadas en Santa Maria dell’Anima (Roma, 12 de octubre de 2015).
4.
DIOS O NADA[1]
QUERIDO CARDENAL SARAH: cuando en verano leí las galeradas de su libro Dios o nada, su franqueza me recordó varias veces la audacia con la que el papa Gelasio I escribió una carta al emperador Anastasio I de Constantinopla, en Roma en 494. Cuando finalmente se encontró una fecha adecuada para la presentación de este libro aquí en el Anima, descubrí que hoy, 20 de noviembre, la Iglesia está conmemorando a ese mismo papa. Hoy es la advocación del papa norteafricano Gelasio. Por lo tanto, me gustaría comenzar diciendo unas pocas palabras sobre esta carta del año 494.
Dieciocho años antes, en el 476, las tribus germánicas habían irrumpido en la ciudad de Roma. Fue el comienzo de la migración en masa de los pueblos que acabaron con el Imperio romano de Occidente. Del antes todopoderoso imperio, solo quedó en pie la impotente Iglesia.
Esta era la situación cuando el papa Gelasio escribió lo siguiente al emperador romano de Oriente en Bizancio: «No hay solo un poder para gobernar el mundo, sino dos. Sabemos, desde que el Señor transmitió a sus apóstoles la misteriosa información después de la Última Cena, que las “dos espadas” que le acababan de entregar eran “suficientes”» (Lucas 22, 38). Sin embargo, en opinión de Gelasio, estas dos espadas tendrían que ser compartidas por el emperador y el papa en un momento de la historia. En otras palabras: con esta carta, el papa Gelasio puso el poder espiritual al mismo nivel que el secular. Ya no habría un poder omnipotente, a su juicio. De acuerdo con el plan divino, estaba pensado que el papa y el emperador fuesen socios, por el bien de la humanidad entera.
Fue un cambio de paradigma. Pero eso no es todo, porque Gelasio agregó que el emperador de Constantinopla estaba un poco por debajo de él, sucesor de Pedro en Roma, según la ley divina. ¿No debían incluso los gobernantes más poderosos recibir humildemente los sacramentos de la mano de los sacerdotes? Entonces, ¿cuánto más está obligado el emperador a presentarse humildemente ante el papa, cuyo sitial está por encima de cualquier otro obispado?
Era una aseveración tremenda. No es de extrañar que el emperador bizantino apenas se encogiera de hombros al saber de ella. No obstante, la «doctrina de las dos espadas», como se ha venido a llamar la afirmación que se hace en esta carta, describió la relación entre la Iglesia y el Estado durante aproximadamente los siguientes seiscientos años. Sus efectos indirectos duraron mucho más y son incalculables. El desarrollo gradual de las democracias occidentales hubiera sido impensable sin esta declaración, porque en ella están no solo los cimientos de la soberanía de la Iglesia, sino también de la soberanía de toda oposición legítima.
En cualquier caso, Europa creció y maduró dolorosamente en base a esta tensa dicotomía. La historia de la Iglesia católica como fuerza civilizadora es impensable sin el rastro que dejó Gelasio I cuando se opuso a la lucha por la omnipotencia del emperador Anastasio I en su tiempo. La posterior separación de la Iglesia y el Estado y el sistema de «equilibrio de poder» comenzó con esta carta, en la que de pronto un papa impotente y arrojado le negó al gobernante más poderoso del mundo el derecho a querer mandar sobre las almas de sus súbditos. Fue una época de agitación y grandes migraciones en que la Iglesia romana se convirtió en el poder decisivo del orden en Occidente.
Por supuesto, de todo esto es consciente el cardenal Sarah, que como Gelasio proviene de África, actualmente la parte más vital y dinámica de la Iglesia mundial, y que hoy ve cómo fluye de nuevo una gran migración de pueblos del este hacia las fronteras de Europa. Esta es probablemente la razón por la que los pioneros sínodos «africanos» de Cartago del siglo III al V para él están tan presentes como todos los concilios posteriores, hasta el Vaticano II. Está claro que él ve con una claridad reservada a unas pocas personas que muchos Estados de hoy están reclamando nuevamente con todas sus fuerzas ese «poder espiritual» que la Iglesia una vez les arrebató en un