María del Rosario Acosta López

La violencia y su sombra


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Salgado recuerda: “Yo no me daba cuenta [de]

      qué pasaba en el Toyota rojo, hasta cuando bajaron

      a siete personas. A mí me arrastraron dentro del carro,

      pero como estaba muy pesado, no me alcanzaron a bajar.

      Me dejaron ahí por la parte trasera del Toyota, ahí estuve

      quieto, no respiraba ni nada, yo me hacía el muerto”.

      CENTRO NACIONAL DE MEMORIA HISTÓRICA (2010).

      Figura 2. “Visite el museo que lo reúne todo: arte e historia en el mismo lugar”

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      Fuente: foto de Federico Barón Rincón, Dirección de Comunicaciones de la Fiscalía General de la Nación (20 de mayo de 2019).

      Un campero rojo como el descrito por Arturo Salgado, uno de los sobrevivientes de la masacre de La Rochela, ocupa buena parte de una de las salas del Museo de la Fiscalía. El campero es también el objeto de la colección permanente cuya imagen se despliega en el material publicitario creado por la Fiscalía General de la Nación para invitar al público al museo. No obstante, a pesar de que aparentemente la autoridad del museo forense reposa en la autenticidad de los objetos que allí se exhiben, existe más de una versión acerca de la historia del campero. De acuerdo con la narrativa oficial del museo, la compañía que manufactura dichos vehículos habría restaurado, a solicitud de la Fiscalía, exactamente el mismo campero que Salgado describe en su estremecedor testimonio acerca de la masacre paramilitar. Sin embargo, y en contraste con esta versión, un exfuncionario de la Fiscalía me aseguró que se trataba de un vehículo del mismo modelo al que usaron los paramilitares para perpetrar la masacre, pero que no es el mismo del que escapó Salgado. Según dicho funcionario, el equipo a cargo del museo habría conseguido un carro similar que habría sido posteriormente pintado de rojo e impactado con armas de fuego en las instalaciones del cti con el propósito de simular el estado en el que fue encontrado el campero rojo originalmente.

      La tercera versión acerca del campero rojo combina elementos de las dos anteriores. Conforme con lo que me explicó el curador del museo durante uno de nuestros recorridos por las salas de este, la compañía Toyota habría restaurado el jeep de La Rochela con base en las imágenes del original que constan en el expediente judicial y usando como referencia las fotos que aparecieron en la prensa de la época. Según esta última versión acerca del origen del campero, la restauración se habría llevado a cabo usando como punto de partida el chasís de un vehículo del mismo modelo que reposaba en el almacén de evidencias de la Fiscalía y que se creía (aunque no había sido confirmado del todo) pertenecía al vehículo en el que fueron brutalmente asesinados por las auc 12 de los 15 miembros de la comisión judicial que investigaba la masacre de 19 comerciantes en la vereda de La Rochela. Una vez restaurado, el jeep habría recibido impactos de disparo al vidrio panorámico y con spray negro se habrían reproducido las letras inscritas sobre los costados del campero rojo, con el propósito de simular las marcas que había dejado el ataque de los paramilitares en el vehículo original.

      Algo interesante sucede justamente debido a que no existe en el museo una versión ‘oficial’ acerca del origen del campero que se imponga sobre los rumores acerca de su inautenticidad. En efecto, durante algunas visitas el énfasis es en la autenticidad del objeto como reliquia de un crimen contra la administración de justicia, mientras que en otras ocasiones se trata de un vehículo de origen relativamente incierto que simula exitosamente el vehículo de un episodio violento de la historia nacional. A pesar de ser contradictorias, las distintas versiones sobre el jeep rojo circulan como si de su estabilidad no dependiera la autoridad del museo. De hecho, pareciera justamente lo contrario: no resulta antitético a los fines del museo forense la operación de restaurar el vehículo con la intención de fidelidad aun si en el proceso se produce un exceso —una ilusión—, ya sea porque el vehículo no es el objeto forense en sí mismo o porque fue restaurado al punto que parece ‘como nuevo’.

      Así, a pesar de su sustrato ilusorio, el hiperrealismo del jeep rojo surge más bien como una realidad aumentada que no pone en riesgo, sino que, por el contrario, confirma, independientemente de su origen o la fidelidad reproductiva de los resultados, el estatus del vehículo como reliquia de uno de los crímenes emblemáticos contra la administración de justicia en Colombia.16 Su valor dentro del museo es el resultado de una práctica creativa que tiene la capacidad de extraer y apropiar dimensiones de lo ficticio que son inmanentes a la realidad en la cual opera el museo.17 Dicho de otra forma, en el contexto del museo forense la autenticidad del campero es menos relevante que su capacidad de simular, y al hacerlo ojalá acentuar o intensificar la realidad que articula y es su función hacer legible.

      Quisiera detenerme un momento en la idea de una realidad aumentada por medio de la ficción. Resulta tentador reproducir la dicotomía modernista entre verdad, realidad o historia, por un lado, y ficción, por el otro. No obstante, es precisamente allí donde el museo forense interviene introduciendo una ambigüedad en el estatus del objeto, no como falla o defecto, sino como parte de su función. Dicho de otro modo, si bien es mediante una ficción que se produce la ambigüedad ontológica del campero rojo, el ‘objeto forense en el museo’ no pierde su fuerza de verdad. Por el contrario, gana en fuerza persuasiva justamente porque la capacidad de las ciencias forenses (del aparato forense del Estado) de sacar a la luz la ‘verdad acerca del crimen’ está íntimamente ligada a la posibilidad de producir ficciones criminales que logran actualizar aquello que no es posible probar dentro del proceso penal.18

      Pero hay más que ficciones criminales en juego en el análisis de las prácticas de ficcionalización en el interior del museo forense. Como lo han demostrado quienes analizan la economía política de la ficción en relación con el Estado poscolonial y en particular el latinoamericano, la oposición de la ficción a las prácticas de producción del poder del Estado no solo es poco útil, sino inadecuada para entender en toda su especificidad y complejidad “las ficciones fundacionales” (Sommer, 1991), “ilusiones criollas” (Beckman, 2013) y “Estados mágicos” (Coronil, 1997) que animan la realidad latinoamericana y las operaciones del poder del Estado.19

      Esto no quiere decir que todas las ficciones poscoloniales sean equiparables. En el caso del despliegue del campero de La Rochela como objeto emblemático del museo forense, estamos ante una ficción criminal a la vez paradójica y siniestra. Se trata precisamente de la masacre de un grupo de investigadores del cuerpo técnico de la justicia penal —‘el gran olvidado de la justicia’—, quienes fueron asesinados por paramilitares que actuaron en connivencia con el Estado colombiano (CNMH, 2010). Sin duda hay algo siniestro en la decisión de exhibir una reliquia del terrorismo de Estado como emblema de la lucha contra el crimen. Y es precisamente por su contradictoria fuerza expresiva que el despliegue del campero en el museo forense constituye, más que un ejemplo de torpeza curatorial, una oportunidad para reflexionar sobre la manera en que el poder del Estado puede hacerse manifiesto en sus cualidades paradójicas sin poner en riesgo su autoridad. Específicamente, a través de un espectáculo museológico.20

      Por estas razones, más que someter el campero rojo —y el museo forense como un todo— a un examen de autenticidad que reproduzca los cánones probatorios del proceso penal, lo que el museo requiere en tanto objeto de análisis para teorizar el Estado poscolonial en Colombia es la consideración de su lugar dentro de la economía política de los medios de representación forense. El campero rojo pertenece, junto con el chaleco ensangrentado de Jorge Eliécer Gaitán exhibido en el Museo Nacional, a un entramado de referencias cruzadas entre objeto forense, reliquia y fetiche. En el caso del chaleco de Gaitán, el triple estatus ha sido preservado por medio de la decisión de conservar la sustancia que sostiene la relación entre el cuerpo del muerto y la huella del crimen. La sangre que produce en el museo republicano la ilusión del chaleco como objeto forense continúa alimentando la obsesión que por años hemos cultivado los colombianos en relación con la pregunta por los responsables de la muerte de Gaitán.

      Esta capacidad de intervenir sobre lo real para suplementarlo es justamente una de las condiciones fundamentales de la economía política