María del Rosario Acosta López

La violencia y su sombra


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[email protected]. El presente capítulo constituye una profundización de la tesis de Maestría en Filosofía de la Universidad del Rosario, publicada en Urueña (2017).

      1 El expediente “La corbata colombiana”, publicado en YouTube el 20 de junio de 2015 por la cadena C5N de Argentina. Recuperado de https://youtu.be/KXthGnsMY0w

      2 https://en.wikipedia.org/wiki/Colombian_necktie. En la página de Wikipedia puede encontrarse un exhaustivo listado de las referencias en la cultura popular.

      3 Sobre este asunto, ver Urueña (2017).

      4 Con respecto al uso de imágenes para representar aspectos violentos del pasado hay diferentes tipos de posturas. Por un lado, hay posturas que plantearían problemas al uso de un archivo visual, porque tiene un carácter de espectáculo que reduce las imágenes a la condición de mercancía y a los sujetos que se relacionan con ellas a consumidores irreflexivos (Debord, 2005), o porque está poblado de simulacros hiperreales que aparecen con más efecto de realidad que la realidad misma, y de esta manera contribuyen a desdibujar las fronteras entre lo que es real y lo que es apenas aparente (Baudrillard, 2008). Algunos dicen también, desde un registro místico, que el empleo de dicho archivo se asemeja a la adoración de ídolos y que en ese sentido estudiar imágenes de violencia sería algo así como una apología del horror (Didi-Huberman, 2004). Por otro lado, se pueden encontrar ciertos modos de utilizar las imágenes como ilustración de fondo para incluirlas dentro de narraciones teleológicas que pueden estar al servicio de diferentes ideologías, o dirigir las interpretaciones hacia determinadas intenciones.

      5 Al respecto de los límites de la representación planteados por el Holocausto y por las múltiples masacres y genocidios a lo largo de la historia de la civilización euroatlántica, ver Friedlander (2007), Burucúa y Kwiatkowski (2014). En el último texto, los autores proporcionan diversos ejemplos, desde la Antigüedad hasta el siglo XX, para dar cuenta de cómo testigos, sobrevivientes, cronistas e historiadores siempre expresaron de un modo u otro los límites a los que los acontecimientos en cuestión sometían al lenguaje (2014, pp. 24 y ss.): tales acontecimientos “son de tal índole que escapan al poder de cualquier lenguaje para describirlos y de cualquier soporte para representarlos” (2014, p. 15). No obstante, no se ha dejado de intentar dar cuenta de estos acontecimientos por medio de diferentes marcos retóricos y estéticos, a pesar de que en muchas ocasiones parezcan insuficientes.

      6 Al respecto de si las imágenes pueden decir, o si hablan del mismo modo que las palabras, afirma Gruzinski: “Con el mismo derecho que la palabra y la escritura, la imagen puede ser el vehículo de todos los poderes y de todas las vivencias. Aunque lo sea a su propia manera. El pensamiento que desarrolla ofrece una materia específica, tan densa como la escritura aunque a menudo es irreductible a ella; lo que no facilita en nada la tarea del historiador obligado a escribir sobre lo indecible” (1994, p. 13).

      7 En este sentido, se comparte la postura de Rancière al respecto del uso inflacionario de lo irrepresentable, según la cual el problema no es saber si se puede o se debe o no representar, sino la distancia que hay entre el objeto por representar y los medios que se eligen para tal fin (Rancière, 2003). La perspectiva del montaje efectivamente puede mostrar las distancias que hay entre los diferentes formatos visuales con los que se trata de representar y el objeto o acontecimiento por representar.

      8 Las transformaciones violentas del cuerpo y su puesta en escena han sido recurrentes en las prácticas de las diferentes épocas de violencia en Colombia. Durante la violencia de los años cincuenta había un amplio repertorio: ojos fuera de sus cuencas, orejas cortadas, senos amputados, testículos cortados y puestos en la boca, lengua afuera por debajo del mentón (corte de corbata), corte de tendones y músculos, y cabeza hacia atrás (corte de franela), cortes en la espalda (bocachiquiar), brazos y piernas dentro del tronco (corte de florero), vísceras afuera, empalamiento, asesinato de niños (no dejar ni semilla), despojar del cuero cabelludo a la víctima (corte francés), descuartizamiento (picar para tamal) (Uribe, 2004, pp. 92-97; Restrepo, 2006, p. 19). También puede consultarse: Diéguez (2013), Blair (2005).

      9 Esta iconografía puede consultarse en diferentes catálogos de exposiciones artísticas y estudios críticos sobre el tema de la violencia y el arte en Colombia. Por ejemplo, al respecto puede verse: Medina (1999); Diéguez (2012); Restrepo (2006); Reyes (1999); Roca (2001); Herzog (2004).

      10 Reyes (1999), comentando la obra Corte de florero de Juan Manuel Echevarría, dice: “Las tácticas de choque dejan de ser eficaces; los artistas deben procurar por una búsqueda que genere una reacción más compleja y atenta del espectador. El reto del artista es no duplicar el sensacionalismo utilizado por los medios nacionales y, más bien, preguntarse: ¿cómo hacer para conmemorar los sufrimientos y el sacrificio de la historia colombiana reciente, sin contribuir a la interminable espiral de la violencia?” (Reyes, 1999, p. 2). “[…] La forma de representar debe ser consciente de no propagar la fascinación con los cuerpos mutilados utilizada por los medios, ni servir de eje del poder mimético de las imágenes” (Reyes, 1999, p. 7).

      11 El carácter de denuncia que aparecía en la distorsión expresionista de la pintura de los sesenta y en la gráfica política de la década de los setenta es abandonado y se privilegia una aproximación más sutil, alegórica y paradójicamente más “estética”. En un contexto en donde las imágenes crudas han perdido, a fuerza de ser vistas, su capacidad de conmover, la estetización logra, por contraste, devolverle a su imagen la visibilidad (Roca, 2001, p. 60).

      12 La cuestión del retorno es un punto que muchos intérpretes y estudiosos de la violencia se han planteado en terrenos como el arte (Restrepo, 2006), la antropología (Uribe, 2004) y la historia (Sánchez, 1991). María Victoria Uribe, quien ha estudiado desde un punto de vista antropológico estas prácticas sobre la corporalidad, afirma que los diferentes períodos de violencia —desde la Guerra de los Mil Días hasta las masacres paramilitares— se han caracterizado por llevar a cabo ciertos procedimientos comunes (masacres, mutilaciones corporales, violaciones y torturas). Tales comportamientos con el cuerpo del enemigo no han variado sustancialmente a lo largo de los dos últimos siglos, aunque es posible constatar que las mutilaciones contemporáneas se han desacralizado y han perdido su ritualidad, muchas de las descripciones de las prácticas de violencia del siglo XIX podrían corresponderse con cualquiera de los expedientes judiciales de la época de La Violencia o con los relatos de una masacre ejecutada por paramilitares durante la década de 1990 (Uribe, 2004). Un estudio similar lo encontramos en Cuerpo gramatical (2006) del artista José Alejandro Restrepo, quien, analizando las imágenes sobre estas prácticas, califica sus persistencias como un “eterno retorno” que nos habla no tanto de una historia lineal, sino, más bien, de fenómenos recurrentes (2006, p. 14).

      13 En el archivo visual de los cortes de la violencia cuya principal fuente es el texto de Guzmán, Fals Borda y Umaña (2005), no hay una fotografía del corte de corbata, sin embargo, hay dos fotografías del corte de franela, que es “una contrarréplica del anterior”, “consiste en una profunda herida en la garganta muy cerca al tronco. La hacen no golpeando, sino corriendo con fuerza un afilado machete sobre la parte anterior del cuello. Casi siempre otra persona levanta la cabeza de la víctima o se la coloca sobre un palo para que el verdugo ejerza su feroz cometido” (Guzmán, Fals Borda y Umaña, 2005, p. 248).

      14 En el contexto de los diferentes cortes sobre el cuerpo de la violencia bipartidista, el corte de corbata ha sido interpretado como un acto ambiguo en la medida en que cambia la relación normal de la boca con las otras partes del cuerpo. Esto es porque al retrotraer la lengua y sacarla por un orificio alterno se constituyen entidades parecidas a la boca, lo que “crea una gran ambigüedad que se convierte en un potente símbolo” (Uribe, 2004, p. 94).

      15 Blair ha caracterizado esta puesta en escena como “teatralidades del exceso” (Blair, 2005, XIX). La antropóloga dice que esta escenificación se da en tres actos. Su análisis se basa en mostrar que el acto