María del Rosario Acosta López

La violencia y su sombra


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de los crímenes de la mafia es el de enviar mensajes y en el caso específico de la “corbata” el mensaje tiene que ver con la retaliación a los que hablan de más: “Producen un corte a la altura de la garganta, donde nace la lengua, por eso es la corbata colombiana, ¿por qué la lengua? Porque con la lengua se habla, le sacan literalmente la lengua por la garganta, y ese mensaje es: por buchón te pasa esto, por hablar te pasa esto”. Mientras van hablando muestran una imagen pixelada de la víctima, y aclaran: “Obviamente tapamos, obviamente no mostramos”. Esa imagen la alternan con la de un tatuaje en el que se ve, de modo caricaturesco, “la corbata colombiana”, “ahí está ese tatuaje, ese tatuaje significa la corbata colombiana, lo mostramos para no mostrar directamente”.1

      ¿Cómo llegó el “corte de corbata”, este corte de la violencia de los años cincuenta, a ser conocido internacionalmente como “la corbata colombiana”, o, en inglés: Colombian necktie? Una simple búsqueda en Google usando estos dos últimos términos nos arroja una gran cantidad de resultados en los que pueden encontrarse referencias culturales, noticias de hechos de violencia, tatuajes, disfraces de Halloween, escenificaciones hechas con maquillaje, etc. Se hace referencia a la “corbata” en múltiples productos de la cultura popular, como canciones, series de televisión y películas, e incluso tiene una página de Wikipedia.2

      La reproducción extendida de este ícono en múltiples imágenes y sus referencias en los productos de la cultura popular parecen ser una oportunidad para volver sobre los reclamos, hechos tanto en el contexto popular como en el de la academia, al respecto de la utilización de imágenes para la representación de hechos violentos: se afirma que son insuficientes para dar cuenta de acontecimientos que son en esencia irrepresentables, que su alta circulación tiene una suerte de efecto inmunizador que redunda en la tolerancia creciente hacia los estímulos provocados por ellas, que son simulacros que falsifican la complejidad de la realidad, que son mercancías cuya circulación coarta las recepciones reflexivas de los espectadores o que son ídolos cuyos análisis propician apologías del horror.

      En general, en este capítulo asumo la posición de que estos reclamos no pueden ser excusa para dejar de hacer sentido con estas imágenes. Y que es necesaria la producción de herramientas críticas que permitan el acercamiento reflexivo para entender lo que su proliferación en diferentes contextos tiene para decir. En este sentido, lo que pretendo es proponer un procedimiento que considero puede ayudar a poner estas imágenes en contexto, propiciar la distancia crítica y el establecimiento de conclusiones que no se restrinjan al horror o a la indiferencia. Quiero poner énfasis más que todo en el procedimiento y no tanto en las conclusiones mismas, que siempre pueden ser mejoradas o refutadas. El procedimiento es el del montaje y está inspirado en posturas formuladas por Walter Benjamin en su Libro de los pasajes (2005) y por Aby Warburg en su Atlas Mnemosyne (2010).3

      El procedimiento del montaje alude típicamente a una técnica de composición y reorganización de fragmentos (Amiel, 2005). Aunque tradicionalmente remite a la cinematografía, es preciso señalar que el vocablo ha sido utilizado para definir diversas prácticas en los más variados ámbitos. En contextos teatrales, operísticos, de danza o de ballet, apunta a lo que se conoce como puesta en escena. Por otra parte, diversas prácticas espaciales y plásticas han recurrido en diversos momentos al término para definir sus procesos compositivos: la pintura cubista, los collages dadaístas y surrealistas, las diferentes manifestaciones de las vanguardias constructivistas, los fotomontajes y la cartelística (Sánchez Biosca, 2010, p. 16). Además, la teoría estética, al tomar a su cargo el estudio de las vanguardias y de la modernidad en general, recurrió al concepto de montaje, considerándolo el más adecuado para definir una práctica de las artes consistente en la amalgama de los materiales significantes (Sánchez Biosca, 2010, p. 16). El montaje entonces abarca un gran número de prácticas espectaculares, plásticas y literarias, y representa una actitud determinada hacia la relación entre la parte y el todo que todavía está por determinar de manera íntegra. Desde este punto de vista del montaje, no es posible hablar de ‘la’ imagen, sino de imágenes múltiples, parciales, desiguales y fragmentarias; imágenes que adecuadamente dispuestas pueden ocasionar choques dinámicos que dan lugar a relámpagos fugaces de inteligibilidad. Más allá de los alegatos que reducen a las imágenes a mercancías, simulacros o ídolos, el procedimiento del montaje establece relaciones teniendo en cuenta la estructura frágil y difícil de las imágenes, mientras trata de buscar sentidos con base en el establecimiento de variados tipos de correspondencias visuales, a partir de las cuales es posible pensar al mismo tiempo diferentes épocas históricas y diferentes contextos de producción y de recepción. Hay dos características básicas que se destacan en la presentación de este procedimiento. En primer lugar, la importancia con la que son tratados —desde un punto de vista epistemológico— los fenómenos particulares, los cuales no son agrupados bajo operaciones inductivas ni deductivas, sino más bien de naturaleza ‘ejemplar’ o ‘paradigmática’. De este modo, al tratar cada imagen como un singular, el montaje puede hacer visibles las diferencias de sentido que van de una imagen a otra y ponerlas en tensión. En segundo lugar, el hecho de que permite encontrar semejanzas en estas diferencias para establecer correspondencias entre los distintos contextos históricos y geográficos en los que las imágenes han sido producidas. Así, el montaje posibilita una presentación de la historia que muestre las semejanzas y diferencias entre ciertas prácticas y acontecimientos de distintas épocas, e impugne las presentaciones prefiguradas de la sucesión de los hechos históricos, de acuerdo con las cuales la historia se dirige de modo inexorable al mejor de los mundos posibles o a una inevitable catástrofe. Es decir, los problemas acerca de cómo poner en relación los diferentes elementos del archivo implican, a la vez, una específica concepción de la temporalidad que trata de definirse por oposición al modo lineal y prefigurado de entender el tiempo histórico.

      El elemento particular, o fotograma, que servirá para la elaboración del montaje será el del motivo iconográfico de la lengua cercenada o transfigurada, del que hacen parte las imágenes que se refieren al corte de corbata de la violencia de los años cincuenta y a la corbata colombiana o Colombian necktie a la que ya nos hemos referido. Este motivo será interpretado desde el punto de vista del concepto de Pathosformel, es decir, como la cristalización en una imagen de un intenso estado emotivo que se transmite y transfigura su significado a partir de los diversos mecanismos de la memoria social. Se mostrará que las imágenes del corte de corbata pueden ser consideradas como las variaciones de una Pathosformel que pone en escena relaciones patéticas entre el silencio y la violencia. En estas imágenes la lengua se escenifica como una naturaleza muerta o petrificada, que, al igual que la alegoría de la calavera del Barroco (vanitas), da cuenta de la transitoriedad y corruptibilidad de lo orgánico, pero, a diferencia de esta, no lo hace solo por efecto del mero paso del tiempo, sino por la transfiguración que una acción violenta efectiva puede ejercer sobre la corporalidad de un hablante.

      1. Sobre las imágenes de la violencia. Entre la representación y lo irrepresentable

      Algunas de las más importantes críticas al uso de imágenes para la representación del pasado han surgido en el contexto problemático de acontecimientos históricos de violencia extrema.4 Los límites de la representación han sido probados de manera ejemplar con el Holocausto y, en general, con los múltiples sucesos violentos que se han desencadenado en todo el mundo como masacres, desapariciones sistemáticas y genocidios.5

      Las imágenes de los hechos violentos dan cuenta de una situación paradójica. Dejan en evidencia como ningún otro tipo de imágenes los límites de la representación, esto quiere decir que dan muestra de la imposibilidad de hacer sentido sobre aquello que fuerza los márgenes de lo decible o mostrable. Y, sin embargo, su inapelable existencia exige buscar modos de hacer sentido con ellas, y de tratar de comprender los contextos en los que han sido producidas.

      Estas imágenes expresan al mismo tiempo la crisis de la representación y la exigencia de representar lo que parece irrepresentable. Ignorarlas es tan reprochable como reproducirlas de modo irreflexivo. Siendo las imágenes vehículos de información cada vez más presentes en el contexto de las sociedades contemporáneas, es fundamental someter a reflexión crítica la forma paradójica en que tiende a presentarse la discusión: entre el todo y la nada; entre el silencio reverencial y el fetiche