diciendo y en tanto quel cabello, quen la vena del oro sescogió, y Lasso no saca el plato de jamón y queso porque, se dice, es un maldito arrogante, por qué me tuvo que salvar la vida un maldito arrogante del que sin embargo admira su arrogancia, admira su pelliza de lana roída y de cordones deshilachados y de puños de astracán pelones, y piensa ese es el abrigo que quiero.
Si proclamamos la constitución la vida cambiará. A Vicente Plaza le dice tú cobrarás tus haberes, y a José Vargas usted podrá ingresar en el ejército con el mismo rango que le otorgó el general Cuevas. Sargento primero, si no me equivoco. José Vargas cierra los ojos mientras mastica el jamón. Cuando lo traga sonríe y responde sargento primero, sí. O ascender incluso a teniente. Como usted. Sí, como yo. Usted ascendería entonces a capitán por lo menos, señor Lasso. Al oír eso, Lasso piensa capitán como Vicente Plaza, con su pelliza de lana azul y cuello y puños de astracán y cordones de oro, pelliza que Plaza se quita y tira al suelo porque el vino empieza a acalorarlo. Si yo cobrara mis haberes me tendrían que dar los sueldos desde noviembre de mil ochocientos trece hasta agosto de mil ochocientos catorce, que suman dos mil doscientos reales. Eso es, Vicente, asiente Lasso. No, eso no es, Diego: es dos mil doscientos reales, un ascenso a coronel sin pasar por teniente coronel, una docena de condecoraciones, una esposa y una hija. Ahora sí que saca Lasso el plato. De cualquier forma, dice José Vargas jugueteando con un dado de queso, yo siempre sería su subordinado, y se lo mete en la boca. Seremos amigos ante todo, José, responde Lasso con un aspaviento que casi apaga la vela. Pero usted no ha ido a buscarme porque necesite amigos, porque ni usted necesita amigos ni yo necesito rangos. Vicente Plaza coge aliento y el olor del queso y el vino le expande los poros de la nariz. Con la boca llena le dice a Lasso bien, mi querido Diego, ahora que eres literato y de los finos conocerás ese poema que dice para puta y en chancletas, mejor me quedo quieta. Sí, Vicente. Será en beneficio nuestro y de la patria, suelta Lasso la frase como el niño desganado al que le toman la lección, y Plaza sigue masticando y abre la boca para responder en beneficio nuestro y de la patria yo la invito a mi casa y nos la beneficiamos si ella quiere. Empezaremos por cuatrocientos reales, les dice a Vargas y a Plaza, y conforme se avance en la… el asunto, se corrige Lasso, porque no debe mentar la palabra conspiración hasta estar bien seguro de sus prosélitos. Conforme se avance subiremos a quinientos más. Además, cuando el golpe se haya estabilizado, se entregarán sesenta mil reales de recompensa a los más fieles. A ver los cuatrocientos, reclaman ambos con la misma premura: segunda señal de excelencia triangular. Diego Lasso saca del bolsillo interior de la levita una bolsa de cuero que deposita en la mesa, amortiguando el tintineo de las monedas. Vicente Plaza la menea al lado de la oreja. José Vargas tira del lazo y mira dentro. Si no consiente usted ahora, no puedo seguir hablando. A Vicente Plaza le dice bueno, qué. Sí, dicen ambos: tercera señal que descubrirá Lasso haciendo memoria en la cama, y por ser la tercera coincidencia se emocionará tanto que se levantará a orinar.
Repara por primera vez en la cicatriz de la frente de José Vargas, que baja hasta la sien y que impregna de fatalidad todos sus gestos. En esa posición en la que está Lasso, cerca de la vela por la noche o frotándose los dedos por la mañana, susurra sorprenderemos al rey para que jure la constitución. Agravando el tono y deslizando su mirada de un ojo a otro de su interlocutor, no deja que ni Plaza ni Vargas lo interrumpan. Se entregarán armas y caballos a los oficiales de cuerpos francos, a cuyo frente estarán dos o tres generales, y se unirán muchas tropas. Hay que apoderarse de la guardia de escolta del rey, bien en una casa particular donde suele concurrir… y en ese instante no puede reprimir a Plaza: ¡En lo de Pepa la malagueña! ¡Shh!, le regaña Lasso. ¡Las paredes son de papel! Eso lo puedes decir en voz alta y sin secretos, que lo sabe todo el mundo. A su majestad la única Pepa que le gusta es Pepa la malagueña. ¡Sssh!, insiste Lasso brincando en la silla, pero le ha hecho gracia y ahora es él quien se reprime la sonrisa, lo blancos que son los dientes de Lasso, se sorprende Vargas, porque a medianoche Lasso recuerda el chiste y vuelve a reírse, pero tampoco se atreve a reproducirlo porque no quiere sustraerle seriedad al tema, porque tiene razón Vargas en que él no va buscando amigos sino compinches. Pepa tiene las gitanas más gustosas de Madrid, dice Plaza, y remata un día de estos te llevo.
En una casa particular o bien en el paseo, retoma Lasso. Donde se decida nos reuniremos y cuando se ordene nos encontraremos con la partida de guardias de corps, que no van a ofrecer ninguna resistencia porque serían elegidos para ese día los de nuestra facción. A la par, uno de los generales estará próximo con una porción de oficiales de infantería o de artillería, y pondrán en medio al rey y lo conducirán al palacio para que jure la constitución. Habrá un abogado de los Reales Consejos que levantará acta, y nada más la firme el rey se oirá por todo Madrid la voz de viva la constitución, y lo mismo en el resto de las provincias. Vargas mantiene un ritmo automático de llevarse a la boca pequeños pedazos de comida y masticarlos pausadamente, y la cicatriz que le atraviesa los labios se frunce y se estira mientras come. Lasso dice no faltarán armas ni caballos. No hay peligro. Esta vez funcionará. Hay una sociedad, hay un código. ¿Masones?, preguntan Vicente Plaza y José Vargas, y ahí encontrará Lasso la cuarta señal de comunión equilátera, pero no le hace la ilusión de la tercera. El triángulo, responde Lasso. Cada conjurado sólo conoce a tres personas de toda la trama: a su inmediato superior y a dos de un orden inferior. Es decir, explica Lasso, y levanta el índice de la mano derecha: Yo soy tu superior porque te he elegido a ti. Y levantando el índice y el corazón de la otra mano: Y ahora tú debes elegir dos conjurados más, que serán tus subordinados. ¿Que tú vas a ser mi superior?, dice Plaza, y su pregunta revuelve los dedos indicadores de Lasso. No exactamente superior, responde. Yo sólo te daré las órdenes que a mí me transmitan otros. ¿Que tú me vas a dar órdenes a mí, niñato? Lasso se acaricia el peinado por la nuca y exclama no no no, no has entendido bien. Se acerca, coge la pistola y la pone en el centro de la mesa. Dice yo soy la pistola y levanta las cejas interrogando a Plaza, que asiente poco convencido. Coge el cuchillo, lo pone al lado de la pistola y dice tú eres el cuchillo. Arrastra la bolsa hasta situarla a la misma distancia del cuchillo y la pistola y vocaliza la bolsa es otra persona. Pues estas tres personas forman un grupo de tres, un triángulo, ¿ves? Veo, masca Plaza. Bien, pues… Lasso echa un vistazo por la habitación, buscando algo. Resuelve quitarse los guantes y los coloca frente al cuchillo. El cuchillo soy yo, afirma Plaza conforme Lasso se acerca. ¡Eso es!, le felicita, y estos dos guantes son tus dos subordinados. Así los dos guantes y el cuchillo forman otro triángulo. Vicente Plaza observa los objetos en silencio y al fin pregunta quién es la bolsa. Es mi otro subordinado, le aclara Lasso. Ah, reacciona Plaza abandonando la contemplación, de manera que yo soy uno de tus subordinados, ¿no? ¡Eso es!, se entusiasma Lasso, pero rectifica al ver el reproche en la cara de Plaza, quien se explica a sí mismo en voz alta: Vamos a ver. Tú has elegido al cuchillo, que soy yo, y a la bolsa, entonces la bolsa y yo somos ángulos tuyos. Exactamente Vicente. ¿Y quién es tu otro ángulo? Vuelve a envararse en la espalda de Lasso el discurso aprendido: No puedes saber quién es. No puedes conocerlo ni él tampoco te conoce a ti. Es para guardar el secreto de la conspiración. Si cada uno sólo conoce a su ángulo superior y a sus dos ángulos inferiores, sólo podría delatarlos a ellos, ni aunque lo sometieran a tormento podría delatar más que a tres personas. Los demás conjurados seguirían en la sombra y la trama sobreviviría, y el vacío dejado por el triángulo caído se podría suplir nombrándose nuevos ángulos. Hace una pausa, y como si le sacaran la vara antes insertada deja el peso sobre una sola pierna, cruza la otra por delante, bebe de la copa de Plaza y concluye es infalible.
A José Vargas le expone el asunto sin ejemplos y sin moverse de la silla porque para medianoche Diego Lasso siente que sabe hacerlo, que es el caballero con honor que vio en él Richart, y poco a poco va sacando el orgullo. No le pregunta a José Vargas si entiende, aunque tampoco José Vargas duda. Come y escucha, asiente a veces. Nota Lasso que lo comprende todo porque al final dice muy bien, señor Lasso, sólo dígame si los ángulos que yo elija tienen que reunir algún requisito, y le incomoda un poco comprobar que comparte inteligencia con un analfabeto. Que sean intrépidos, responde Lasso. Que necesiten el dinero, apostilla Vargas. De los cuatrocientos reales que le doy, usted debe emplear lo suficiente para hacerse con la confianza plena de sus dos ángulos por separado, y les anuncia que recibirán más de aquí a dos días, cuando volvamos a entrevistarnos usted y yo, cuando le dé una nueva suma, dice Lasso ya dando órdenes, y lo mismo le dice a Plaza pero evitando ser